El Magazín Cultural

La esquina delirante (XIX)

Este espacio es una dentellada a la monotonía mediante el ejercicio impulsivo y descarado de la palabra escrita. En tiempos fugaces, como los nuestros, en los que la inmediatez cobra más validez que nunca, el microrrelato se yergue como eficaz píldora psicoterapéutica. Guerra de guerrillas narrativa si se quiere.

Autores varios
13 de enero de 2020 - 04:07 p. m.
Cortesía
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El olvido

En las tierras de Trujillo vivíamos desde que tenía recuerdos. Ahora he olvidado la mayoría de cosas que pasaron en ese tiempo. Lo poco que sé, lo poco que recuerdo, me lo han contado mis hijos. Ellos, en cambio, se han esforzado por recordar, han preguntado a los vecinos de aquella época como se vivía en la vereda, han juntado fotos y relatos. ¡Qué esfuerzo han hecho! Les digo. No debe ser fácil que su padre no les pueda contar nada de cómo fueron esos años. Hace poco mis hijos encontraron un diario de mi esposa escondido en el armario con su ropa vieja. A ella, que murió hace años, le gustaba escribir. Cuando me los han mostrado me ha sorprendido ver una lista de varios nombres con sus apellidos. Aunque era evidente que en aquel tiempo había compartido con estas personas, no podía decir, con certeza, quienes eran. Por un minuto permanecí en silencio leyendo. Leía y releía aquellos nombres de niños, hombres y mujeres. De pronto, sin entender aún por qué, con el cuerpo atravesado de angustia, recordé.

Julián Neira Carreño

Si está interesado en leer otro capítulo de esta serie, ingrese acá: La esquina delirante XIV (Microrrelatos)

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Estar presente

Las líneas telefónicas se cayeron, a las 6 de mañana. Ya no había ni llamadas, ni mensajes, ni correo. Las palomas mensajeras recuperaron su empleo y, en medio del ruido, que siempre había existido, por fin sonaban voces. Los amigos, para hablarse, tuvieron que encontrarse, conocerse, escucharse. Los mensajeros no daban abasto. Cartas, carteros, plumas y papel. Los besos se armaron de bocas, los dedos recuperaron el tacto, y los ojos, los ojos, el habla. Los de amor a distancia se arrepintieron del mensaje que no respondieron porque era "muy pronto" para responder. Las conversaciones no eran palabras vacías a causa de inercia, las caricias estaban de vuelta. Y con ellas el café. Los timbres volvieron a sonar y no se detenían; las promesas volvieron a hacerse de pie, mientras todos recordaban que podían estar piel con piel. Abrazos que sanan y el planeta se hizo de encuentros. Las sonrisas que se habían remplazado por un insípido "jajaja" volvieron a sonar, al igual que las canciones, ahora en vivo, miradas de complicidad. La imaginación tuvo un pequeño descanso, ahora palpaba la realidad y se deleitaba. Era todo sincero, nadie lo creería, los humanos en las calles. Las líneas se cayeron, ¡mágico!

Laura Sofía Solórzano Cárdenas

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El gato sin botas

El gato con botas se cansó de andar con las botas puestas. Aprovechó que los ratones se fueron de fiesta, dejó el campamento atrás junto con sus miedos y las botas debajo de la litera. Esas botas que reflejaban, en cada una de sus arrugas y rasgaduras, años de caminatas sin un destino concreto. El gato se cansó de vestir un camuflado, ahora sucio que siempre le quedó grande y no le representaba. El gato no quería cargar más ese rifle viejo que nunca había tenido el valor de disparar, pero que era el peso de la guerra de otros que llevaba por años sobre la espalda. El gato quiso ponerse sandalias y caminar sobre la arena tibia, quería olvidar el incómodo lodo que lo cubría de pies a cabeza. La torpe guerra es fácil cuando es alguien más tiene las botas puestas.

María Alejandra Escovar Bernal

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Vientecillo

El vientecillo se asomó entre las montañas que eran iluminadas por el sol que casi se ocultaba para dar la bienvenida a la luna. El vientecillo de solo unos meses de nacido se había escapado de las faldas de su madre que lo buscaba por todo el atlántico. El jovenzuelo coqueteaba a la montañita, y ella le lanzaba pétalos de flores de colores y olores, y el vientecillo muy loquillo se las regalaba a las hormigas negritas que se volvieron locas por el aroma.  Pero los árboles y arbolitos no estaban muy contentos con la visita del jovenzuelo que no respetaba las tierras extranjeras; entonces el señor de la ceiba con su rama gigante lo cortó en dos; pero ahora… ¿quién aguantaba dos vientecillos de locura extrema?  El sol y la luna fueron testigos cada día y cada noche de la desafortunada visita, y veían como el rocío de la lluvia no caía para alimentar las plantitas, los arbolitos terminaban arrancados y los pétalos volaban dejando desnudos los tallitos. Entonces el sol y la luna avisaron a su madre, y ella, de viento huracanado llegó, lo miró, y…. levantó la voz.

Manuel De León

Si está interesado en leer otro capítulo de La esquina delirante, ingrese acá: La esquina delirante X (Microrrelatos)

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Miradas

Iba caminado por la calle y vi que un viejo verde me estaba haciendo miradas obscenas, entonces me quité las gafas, y… dejé de verlo.

Karen Tatiana Ramírez Gil

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Depreánimo

Después de culminar la jornada la esperanza había vuelto a desaparecer, él ya lo sabía, no había que tener esperanza, es un mal de la humanidad, pero durante un tiempo pensó que todo podía cambiar, que podía ser el momento de la transformación, que la vida podría tomar otro rumbo. Esperó su transporte, aquel que lo llevaría nuevamente a su casa en el morro, al lado de quienes, como él, habían puesto algunos de sus sueños en las manos de la gente, al llegar lo esperaba ella, otra vez será, le dijo, dame un beso y ámame.

Jorge Eliécer Villarreal Fernández

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Viernes Santo

Sentí que había vuelto a la vida cuando abrí los ojos y vi su rostro encima mío. Su larga cabellera crespa y dorada se desvanecía sobre mis hombros. Comencé el ritual: la besé, la probé; satisfacción. Bebí un trago y fumé mientras la observaba dormida. La miré de pies a cabeza, pero en lugar de sus pies solo vi una enorme y mordisqueada aleta. De repente escuche una sirena, otra sirena. Era viernes santo, no lo podía creer, no quedaba más remedio que huir. 

Oscar Laverde

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El demonio

El ruido en el techo me despierta. Salgo de la casa. Papá dibuja la cruz en la punta del tubo que sueltan cosas que matan y hace mucho ruido. Veo al demonio en el tejado. Se cubre el rostro con túnicas negras. Papá apunta y dispara. El demonio cae. El demonio lo robaba. En las noches sacaba algo de él; esto nos decía mamá. Papá se lleva al demonio a su cuarto. Se encierra. Después de una hora escucho un grito. Mamá fuerza la puerta. Yo me asomo a la ventana. Veo a mi padre desmayado. El demonio se encuentra bocabajo al lado de él. Mamá abre la puerta y levanta a papá. Yo volteo al demonio y veo su cara. Igual a la de papá.

Diego Armando Peña

 

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