El Magazín Cultural

La esquina delirante XX (Microrrelatos)

Este espacio es una dentellada a la monotonía mediante el ejercicio impulsivo y descarado de la palabra escrita. En tiempos fugaces, como los nuestros, en los que la inmediatez cobra más validez que nunca, el microrrelato se yergue como eficaz píldora psicoterapéutica. Guerra de guerrillas narrativa si se quiere.

Autores varios
04 de febrero de 2020 - 05:05 p. m.
Cortesía
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El espectáculo debe continuar

Murió mi madre. Llamé a la señora a contarle, ella me dijo que lo sentía pero que ya eran muchos permisos, que si no iba hoy “ella miraba a ver qué hacía”. Así que llegué un poco más temprano para que viera mi interés. No quiero perder el trabajo.  Me vestí de felicidad y maquillé mi tristeza. Estando en eso escuché que me decía: “Comenzamos en cinco”. Salí, las luces de esa mañana gris en la ciudad alumbraban el comienzo de mi show: “Sigan, bienvenidos. Hoy carne, pollo o pescado. Almuerzo ejecutivo…”.

Luis Fernando Martínez P

Si está interesado en leer otro capítulo de esta serie, ingrese acá: La esquina delirante XIV (Microrrelatos)

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Barrera

Él aparece en la noche, golpea a la puerta pero nadie abre. Siente frío e insiste de nuevo. Golpea una, dos, tres veces y, dispuesto a partir, un niño se asoma a la ventana. Él aguarda mientras el niño pregunta «¿Quién es?» Nadie contesta. El niño sabe que en la puerta hay alguien, pero desde donde está no logra verlo. Él parece agotado, se desanima y se aleja; insistiré mañana, piensa, tal vez el amor hoy no está invitado.

Vivian Arévalo Bello

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Fenómeno atmosférico

La costa del Maresme en Barcelona está inundada hay vientos huracanados. El mar embravecido levanta olas de doce metros y la lluvia incesante inunda las calles de los pueblos extendidos a lo largo de la costa. Muchos han acudido a ver el espectáculo que ofrece el mar. No han podido conseguir el selfi deseado para presumir en las redes. Protección civil acordona la zona. Se me ha ocurrido alquilar mi balcón, que ofrece vistas en primera línea de mar. Desde ayer tengo mi terraza siempre llena de los amantes de la aventura, pero sin pasarse. Mi vecino del ático es un envidioso. Está muy enfadado por el trajín de gente en la escalera y por la rentabilidad de mi negocio. Promete denunciarme. Hoy se ha asomado a la baranda más de lo que sería aconsejable con este viento. En el mismo instante en que una pareja de enamorados capta su momento selfi, mi vecino se precipita por el balcón; en su caída libre se desprende su peluca y va a parar la cara de la chica. El servicio meteorológico da por finalizado el fenómeno atmosférico. Desgraciadamente tenemos que lamentar una víctima. In. Pace.

Rosa Reis

Si está interesado en leer otro capítulo de La esquina delirante, ingrese acá: La esquina delirante X (Microrrelatos) 

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Portafolio de ser y otros vicios

Son las seis y catorce de… ¡del crepúsculo!: ¿del amanecer o del atardecer? “Tanto monta, monta tanto…”, pero no continúo porque van a pensar que mi ego se las da de cosmopolita; cosa que, por cierto, sí que hace. Como todos los egos: marometas frente a un espejo. ¿O por qué carajos estoy escribiendo esto? ¿Un microrrelato? No me hagan reír. Esto es lo mismo que invitarme a escribir gratis mi biografía… Doscientas palabras para una autobiografía es mucho pedir. ¿No basta con un pasable epitafio? “Amó y fue amado”, para caer en verdades a medias —y vamos por la mitad— o en mentiras a medias, que son mucho más fáciles de detectar porque la gente cuando las dice deja de parecer gente y pone ese rostro como de asno, ¡plena de fecundidad por un instante! Y me perdonarán las feministas por no mencionar a la hembra del asno en este texto, pero son sólo doscientas palabras y no es cosa de caer en simetrías gramaticales de género porque entonces tendría que mencionar al gento además de a la gente y a la gesta junto al gesto, que no son lo mismo: una lleva faldas y el otro usa pantalones.

Carlos Alberto Sourdis Pinedo

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Venecia

Un hombre levanta la tapa del contenedor. La sostiene con un palo. Se mete dentro. Encuentra bolsas con ropa de invierno, zapatos antiguos, el cadáver de un conejo envuelto en papel periódico y una novela romántica. No encuentra huesos de pollo ni pan duro. Tropieza con media botella de vino blanco. Se lo empina. Sostiene el libro debajo del sobaco. Sale del contenedor y quita el palo. Escupe en el suelo y la tapa se va cerrando. Se apoya del palo como si fuera un bastón y camina rumbo a la Rambla del Poblenou, mirando al suelo. Aprieta la axila. Se sienta en la entrada de un supermercado. Coloca un letrero de cartón con faltas de ortografía. Nadie lo lee. A nadie le interesa lo que dice. Hojea el libro. Una mujer le pega a una niña, en el culo, porque pide un Huevo Kinder. Ve los cochecitos de niños con bolsas colgando. Ve a un hombre fumando un puro, hablando por teléfono, criticando a su mujer. Abre la novela. Al rato se encuentra en Venecia comiendo hígado a la veneciana. Sonríe. A las ocho de la tarde caen gotas. Se mojan las últimas páginas del libro.

Verónica Bolaños

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Mapache

Las motas de mugre flotan en el aire como perezosos insectos suspendidos en una película de hastío e indiferencia. No me quejo, al contraluz de las 6 de la tarde, y al filo aserrado de mis sesenta años, es un bonito espectáculo. Me arrellano en la sillita de cuero cuarteado y tieso del bar, y le grito al barman, mi mejor amigo de los últimos meses: “Mapache, tengo sed, ¡sorpréndeme!”. Algunos minutos después, el bueno de Mapache, seco, largo y mustio como una garrocha en corbatín, me alcanza un sombrero de copa, en cuyo fondo flota medio girasol en almíbar de albaricoque.

Jimmy Arias

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El eco de los anónimos

La noche se vestía de luces que estallaban en el aire, y los disparos del macho cabrío se confundieron con el ruido de la pirotecnia, que el zorro y la mapaná lanzaron para celebrar un robo más. Las cucarachas se alimentaban de la porquería que dejaban los cerdos en sus platos agonizantes de mierda, y los cachorros, hijos de los verdaderos dueños de las tierras ancestrales eran torturados con hambre, sed e indiferencia. La paradoja no demoró en aparecer, pues los valientes que eran de su misma sangre y color, si escucharon a los cachorros hambrientos y a las hembras flacas y olvidadas; pero temían que el zorro y la mapaná ordenaran que fueran muertos en su intento, y devorados a mordiscos por la rabia. Entrar a los territorios cercados por esa historia marcada por la guerra, el poder y la ignorancia, era un gesto temerario, que solo los que amaban la tierra de verdad lo podían hacer, y ellos, los valientes, se convirtieron en la voz de los que nunca tuvieron lengua para hablar; solo los gritos desgastados por años, hicieron eco en la oscuridad.

Manuel de León

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