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Las cartas desconocidas que Gabriel Eligio García Martínez le escribió a Luisa Santiaga Márquez Iguarán

En las memorias de Gabriel García Márquez, Vivir para contarla, al referirse a la correspondencia entre Luisa Santiaga Márquez Iguarán y su novio, Gabriel Eligio García Martínez, cuando por motivos de salud fue enviada por su padre, el coronel Nicolás Márquez Mejía, con su madre, Tranquilina Iguarán Cotes de Márquez, Mina, a temperar a Manaure (Cesar), curiosamente su biógrafo Gerald Martin, en Gabriel García Márquez-Una vida, no se refiere a este episodio. Aunque García Márquez siempre sospechó que durante este período y de alguna manera sus padres se mantuvieron comunicados, ellos siempre se lo negaron ¿Razones? Vaya a saberse.

Ricardo López Solano
06 de marzo de 2021 - 06:06 p. m.
En Manaure, sin descartar telegramas puntuales, la correspondencia propiamente dicha entre Gabriel Eligio García Martínez y Luisa Santiaga Márquez Iguarán, padres de Gabriel García Márquez, se dio por medio de cartas. La que le sirvió de celestina en este sentido fue María Francisca Pumarejo Gutiérrez, Pacha.
En Manaure, sin descartar telegramas puntuales, la correspondencia propiamente dicha entre Gabriel Eligio García Martínez y Luisa Santiaga Márquez Iguarán, padres de Gabriel García Márquez, se dio por medio de cartas. La que le sirvió de celestina en este sentido fue María Francisca Pumarejo Gutiérrez, Pacha.
Foto: Archivo Particular

Veamos lo que al respecto dice nuestro premio Nobel de Literatura en sus memorias, Capítulo 1:

“Luisa Santiaga no pudo resistir el rencor que sentía contra sí misma cuando la despertaron en la madrugada los requiebros del vals envenenado: “Cuando el baile se acabó”. Al día siguiente a primera hora le devolvió a Gabriel Eligio todos sus regalos. Ese desaire inmerecido, y la comadrería del plantón de la boda, como las plumas echadas al aire, ya no tenía viento de regreso. Todo el mundo dio por hecho que era el final sin gloria de una tormenta de verano. La impresión se fortaleció porque Luisa Santiaga tuvo una recaída en las fiebres terciarias de su infancia y su madre la llevó a temperar a la población de Manaure, un recodo paradisiaco en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta. Ambos negaron siempre que tuvieran comunicación alguna en aquellos meses, pero no es muy creíble, pues cuando ella regresó repuesta de sus males se les veía a ambos repuestos de sus recelos. Mi padre decía que fue a esperarla en la estación porque había leído el telegrama con que Mina anunciaba el regreso a casa, y en la forma que Luisa Santiaga le estrechó la mano sintió algo como una señal masónica que él interpretó como un mensaje de amor. Ella lo negó siempre con el pudor y el rubor con que evocaba aquellos años. La verdad es que siempre se les vio juntos con menos reticencias. Solo les faltaba el final que les dio tía Francisca la semana siguiente, mientras cosían en el corredor de las begonias:

-Ya Mina lo sabe”.

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Pero en Manaure, sin descartar telegramas puntuales, la correspondencia propiamente dicha se dio por medio de cartas. Y la que le sirvió de celestina en este sentido fue María Francisca Pumarejo Gutiérrez, Pacha, hermana del afamado compositor vallenato Tobías Enrique Pumarejo, Don Toba.

Esta información la pude obtener a mediados de junio de 2019 en una visita familiar que hice con mi señora, Luz Helena, a La Sierrita, Tolima, finca de recreo de mi cuñada Margarita Rosa Pumarejo y de su esposo Iván Bolívar, y me lo contó Isabel Helena Medina Ramírez, Isabelle, nieta de Pacha, que igualmente se encontraba de visita en ese paradisiaco lugar.

Entre las cosas que en esa oportunidad Isabelle me relató, y que después seguimos afinando, fue que en 1972, estando en Bogotá, le preguntó a su abuela a qué ciudad le gustaría ir de vacaciones, y Pacha sin pensarlo dos veces le dijo que a Cartagena porque quería visitar a Luisa Santiaga Márquez, amiga de infancia y con quien no se había comunicado más desde su estancia de solteras en Manaure (pero ennoviadas), ya que sus padres, por razones diferentes, las habían enviado a temperar a esa bella y acogedora población del departamento del Cesar, en la que se disfrutaba de manera permanente de un clima templado cálido muy agradable.

El viaje a Cartagena de Pacha e Isabelle, pensado con tanta antelación, por fin se cristalizó entre los meses de marzo o de abril. Debió ser un poco después de que Gabo recibió el premio Nobel de Literatura, en 1982, ya que durante su conversación abordaron ese tema.

Isabelle, en ese entonces, se encontraba en Santa Marta y María Francisca en Valledupar. Tras comunicarse por teléfono y ponerse de acuerdo, Pacha viajó hacia la capital del Magdalena y de ahí se dirigieron a Cartagena, donde arribaron en horas de la tarde. De inmediato tomaron un taxi que las llevó al hotel Flamingo, que por ese entonces se encontraba ubicado en Bocagrande, y tras una pesquisa que hicieron en el directorio, encontraron el teléfono de Gabriel Eligio García.

Después que Isabelle marcó al teléfono de la familia García Márquez, pasadas las 5:30 p.m., los atendió uno de los hijos de Eligio, le parece que fue Hernando. Tan pronto contestó al teléfono, Luisa Santiaga le preguntó que quién llamaba y su hijo le dijo que Pacha Pumarejo. El receptor de la llamada, antes de darle el teléfono a su mamá, le dijo a Isabelle que le iba decir que la llamara más tarde, ya que su madre en ese momento se encontraba cenando, pero que cuando escuchó el nombre de la persona que quería hablar con ella, su mamá saltó como un resortico para atender la llamada. La conversación entre ambas amigas fue rápida, pero efusiva. Pacha le preguntó a su amiga si podía ir a visitarla y esta le dijo que se viniera en seguida. Pacha e Isabelle, de inmediato, tomaron un taxi con el que acordaron que las recogiera de regreso a las 9:00 p.m.

El momento del encuentro de estas dos amigas y otrora confidentes, en la que también participó Eligio, que personalmente no conocía a Pacha, fue indescriptible. Acontecimiento que quedó registrado en tres fotos que oportunamente les tomó Isabelle. En la primera de ellas, la más significativa de las tres, se ve a María Francisca de perfil con los dedos de las manos entrelazados a la altura de su pecho, en los que se visualiza la gran emoción que en ese instante le embargaba, emoción que igualmente se ve reflejada en su rostro sonriente. Y a su frente, también de perfil, emocionados e igualmente sonrientes, se encuentran Luisa Santiaga y Gabriel Eligio.

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Pacha y Luisa Santiaga, que no se veían ni se comunicaban desde aquel compartir de solteras en Manaure, y con Gabriel Eligio, que no habían tenido la oportunidad de conocerse, me comentó Isabelle que el discurrir de la larga conversación, en la que parecían tres chiquilines, se extendió unas cuatro horas, que podrían haber sido más, si no es por la inoportuna llegada del taxista que a la hora acordada vino a buscarlas.

Hablaron de todo, pero en especial de las cartas que Pacha periódicamente recibió de Eligio y que a Luisa Santiaga, en los baños en el río donde solían encontrarse a diario, ya que Manaure por ese entonces carecía de acueducto, se las llevaba tan pronto le llegaban a su residencia, donde de manera temporal se encontraba hospedada.

Estas cartas, Pacha las colocaba debajo de una piedra que bautizaron piedra “Napoleón”, llamada así, quizás, piensa Isabelle, porque su padre era una gran admirador de Napoleón Bonaparte, ya que así se lo escuchó decir a Jaime, uno de los hermanos menores de Gabito, en un documental de Netflix titulado Gabo, la magia de lo real, en el que refiere, palabras de su abuelo, que Gabo era su “Napoleoncito”. Calificativo que también trae a colación Gerald Martin en sus memorias sobre nuestro Nobel de Literatura, en la parte final del Capítulo 1 de las memorias de Gabo:

“El coronel Márquez celebró su nacimiento (Gabito). Su querida hija se había convertido en otra causa perdida, pero debió considerar que incluso aquel revés no había sido más que una batalla, y tomó la determinación de ganar la guerra. La vida seguía, y a partir de entonces dedicaría todas sus energías, nada despreciables para entonces, al primogénito de su hija, a su nieto más reciente, a ‘mi Napoleoncito’”.

Una vez se encontraban en el río, Pacha le daba el santo y seña a Luisa Santiaga y esta, cautelosa, se dirigía hacia la piedra “Napoleón”, en donde sacaba la carta que se encontraba debajo de ella y la leía. Una vez terminada su lectura, volvía a colocarla en el mismo lugar para que María Francisca, a continuación, la recogiera y la asegurara. Esta comunicación clandestina entre Gabriel Eligio y su novia debió darse, aproximadamente, por unos tres meses, así lo considera Isabelle, ya que la costumbre de las familias de esta región era la de enviar a sus hijos y a las personas delicadas de salud a temperar a Manaure por ese período de tiempo. Y en cuanto a las razones por las que a Pacha llegó a esta acogedora población, Isabelle las desconoce, pero considera que pudo ser para protegerla del tifo, una epidemia que por esa época cobró muchas vidas, entre ellas la de la hermana mayor de Luisa Santiaga, Margarita María Miniata.

Igualmente, Isabelle tampoco llegó a saber si por ese mismo conducto, piedra “Napoleón”, Luisa Santiaga dejaba sus cartas para que Pacha se las hiciera llegar a su destinatario, Gabriel Eligio. Pero lo más seguro, es mi punto de vista, es que las cartas que su amiga debió escribirle a su novio también pasaron de la piedra “Napoleón” a las manos de Pacha.

Otro caso de interés relacionado con estas entrañables amigas, y que bien vale la pena traerlo a colación, es que Isabelle en Santa Marta le escuchó decir en una entrevista radial a Edgar Ray Finning, un prestigioso comunicador de esta ciudad, que Gabo en una ocasión había comentado que su madre había mantenido oculto su segundo nombre, Santiaga, porque le parecía un nombre de hombre, y que para su disgusto, en una novela, lo sacó a la luz pública uno de sus hijos. Al respecto, Isabelle me comentó que esto le parecía extraño, ya que su abuela siempre se refirió, cuando le hablaba de su amiga, como Luisa Santiaga. Afirmación que por igual me ratificó una tía de Isabelle, Elida Brito Medina, quien por igual siempre le escuchó a Pacha referirse de su confidente de la misma manera, Luisa Santiaga.

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Lo que dijo Edgar Ray Finning en el programa radial referido es muy cierto, y debió tomarlo de las memorias de Gabo, Vivir para contarla, capítulo 1. Veamos lo que en ellas escribe nuestro premio Nobel de Literatura:

“Había nacido en Barrancas el 25 de julio de 1905, cuando la familia había empezado a reponerse de los desastres de la guerra. El primer nombre se lo habían puesto en memoria de Luisa Mejía Vidal, la madre del coronel, que aquel día cumplía un mes de muerta. El segundo le cayó en suerte por ser el día del apóstol Santiago, el Mayor, decapitado en Jerusalén. Ella ocultó este nombre durante media vida, porque le parecía masculino y aparatoso, hasta que un hijo infidente lo delató en una novela”.

Pero para mi sorpresa, Gabo en este mismo capítulo se contradice, ya que cuando acompañó a su madre a Aracataca, con el fin de vender la casa que tenía en esta población, en una visita que les hicieron a unos viejos amigos, los esposos Alfredo Barbosa y Adriana Berdugo, encontramos la siguiente perla:

“Tenía la vista fija en el techo (Alfredo Barbosa), pero cuando nos sintió entrar giró la cabeza y nos fijó con sus diáfanos ojos amarillos, hasta que acabó de reconocer a mi madre.

-Luisa Santiaga -exclamó”.

Este tipo de afirmaciones en la que Gabito solía acomodar los hechos reales para darle mayor realce y trascendencia a sus narraciones, insertándoles historietas a las historias, fue algo frecuente en sus escritos y entrevistas, en las que en muchos casos solía sobredimensionar la imagen y grandeza de sus personajes. Y como para la muestra un botón, en una de sus columnas de El Espectador, la del 19 de junio de 1983, que por ese medio publicó con el tituló Valledupar: la parranda del siglo, y que con otra narración incluyó en sus memorias Gabriel García Márquez-Vivir para contarla (capítulo 7), de Leandro Díaz dijo lo siguiente:

“Leandro Díaz es una especie de patriarca mítico. A pesar de que es ciego de nacimiento ha vivido desde muy joven de su buen oficio de carpintero, nunca podré olvidar el día que Rafael Escalona me llevó a conocerlo en su taller, porque estaba haciendo una mesa con las luces apagadas, y no se oía más que el serrucho y los golpes de martillo en las tinieblas. Más aún: durante la Guerra Mundial, cuando no fue posible importar más acordeones de Alemania, la tradición no sufrió una grieta porque el ciego Leandro Díaz reparaba los acordeones más antiguos hasta dejarlos como nuevos”.

Un invento retórico de Gabito, ya que Leandro Díaz jamás se desempeñó como carpintero, como tampoco de técnico en el arreglo de acordeones. Aunque esto lo sabía de sobra, como por salir de dudas, me comuniqué con Ivo, el hijo mayor de Leandro, quien me ratificó mi apreciación.

En cuanto a la amistad entre Luisa Santiaga y Pacha, todo apunta a que comenzó en Manaure. Isabelle nunca se lo preguntó a su abuela, ya que, según las pesquisas que he hecho, no se pudieron conocer por los lados de Barrancas, pues el coronel Nicolás Márquez se mudó con su familia en 1910, primero para Ciénaga (Magdalena) y unos dos años después para Aracataca, cuando Luisa Santiaga tenía cinco años. Y por el lado de los estudios tampoco pudo comenzar esta amistad, ya que Pacha los llevó a cabo en Barranquilla y la madre de Gabo en Santa Marta.

Y en Aracataca, el único que vivió en esta población, desde 1908, aproximadamente, hasta su fallecimiento, fecha que de momento no se tiene certeza, fue el padre de María Francisca, José Antonio Pumarejo Villazón. Pero al respecto, Pacha me contó en una entrevista en Bogotá, en 1995, que su padre se separó de su madre Elena, cuando ella contaba con unos tres años, por lo que podría decir que no conoció a su padre. Pero lo que sí es posible es que José Antonio, durante su permanencia en Aracataca, donde se dice que quemó billetes en las cumbiambas, haya conocido y tratado al padre de Luisa Santiaga, el coronel Nicolás Márquez. Por todo lo anterior, que Luisa Santiaga y Pacha se hayan conocido con anterioridad al encuentro de Manaure, a no ser que al respecto aparezca una evidencia concreta, de momento lo descarto por completo.

Ahora, ¿qué destino tuvieron las cartas de Gabriel Eligio?

Me cuenta Isabelle que su abuela se mudó de Santa Marta hacia Bogotá en 1970 y que ella llegó a la capital de la República en plan de estudio, en 1972, que es cuando le preguntó a Pacha sobre la ciudad que le gustaría conocer. Y sobre las cartas que le escribió Gabriel Eligio a su amiga, Pacha le contó que ella las tuvo bajo custodia hasta 1971, cuando su hija Marlene, sin más ni más, las arrojó en la caneca de la basura, lo que, por supuesto, a su abuela le causó un gran disgusto.

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Y en lo referente a la contemporaneidad de los acontecimientos entre Pacha y Luisa Santiaga, lo podemos corroborar de la siguiente manera. Pacha nació en 1905 y se casó en 1926, y su primer hijo, Efraín, nació el 12 de mayo de 1927. Mientras se encontraba temperando en Manaure, ya Pacha tenía amores con su novio, Tomás Cipriano Gómez, Piano, natural de Fonseca. Por su parte, Luisa Santiaga también nació en 1905, e igualmente se casó en 1926. Su primer hijo, Gabriel, nació el 6 de marzo de 1927, y, como es bien sabido, hace parte de esta historia. En Manaure siguió floreciendo su relación amorosa con Gabriel Eligio.

Con relación a la estancia en Manaure, esta debió darse entre comienzos y mediados de 1925. Comprobémoslo: según el biógrafo de Gabo, Gerald Martin, Gabriel Eligio llegó a Aracataca en julio de 1924 y por Luisa Santiaga se comenzó a interesar ocho meses después de su arribo a esta población. Si al mes de julio le sumamos estos ocho meses, el resultado nos llevará al mes marzo de 1925, fecha que Gerald Martin corrobora más adelante en las memorias que hizo de Gabo: “Empezaron a cruzar miradas apasionadas en la misa del Domingo, y en marzo de 1925, Gabriel Eligio buscó el modo de expresar sus sentimientos y pedirle la mano (...). Se detenía bajo los almendros frente a la casa, donde su tía francisca Cimodosea Mejía se sentaba a cocer a las horas de la siesta o al caer el sol …”.

Por otro lado, Luisa y Gabriel Eligio se casaron en Santa Marta el 26 de julio de 1926, casi un año después de que su padre, el coronel Nicolás Márquez, con el fin de separarla de Gabriel Eligio, la envió de viaje con su esposa Tranquilina por las diferentes poblaciones de la provincia de Padilla, hasta llegar a Barrancas como destino final. Si asumimos que el viaje duró diez meses, ya que fue menos de un año, según lo referido por sus protagonistas, y si a este tiempo le agregamos dos meses más, que bien podría ser el tiempo que a escondidas se vieron en Santa Marta, cuando después de su regreso de Barrancas Luisa Santiaga se quedó viviendo donde su hermano Juan de Dios, sumando, tendríamos 12 meses. Ahora, si esta cifra se la restamos a la fecha de su matrimonio, llegaríamos, aproximadamente, a finales de julio de 1925. Lo que querrá decir que si Luisa Santiaga y Pacha temperaron durante tres meses en Manaure, que podría ser menos tiempo, podrían haber permanecido aproximadamente en esta acogedora población entre finales de abril y finales de julio de ese mismo año, 1925. Siendo así, las cuentas casan.

En cuanto a las cartas de Luisa Santiaga, Pacha le dijo a Isabelle que nunca las leyó. Sus principios morales, con los que la formaron en su hogar y durante su educación escolar, nunca se lo permitieron. Lo de la inviolabilidad de la correspondencia ajena, como quien dice, hacía parte de su genética y de su formación familiar y escolar. Así que, si estas cartas de manera irresponsable no las hubiera arrojado su hija Marlene a la caneca de la basura, de seguro que, tal como las recogió de la piedra “Napoleón”, estas hubiesen regresado a las manos de Luisa Santiaga, su destinataria final. Pero muy a pesar de que nunca hubiésemos llegado a conocer su contenido, para Pacha, devolvérselas a esta pareja de eternos enamorados, de seguro, hubiese sido su mayor acto de grandeza, de nobleza y de fidelidad para con su amiga que tanto añoraba volver a ver.

Por Ricardo López Solano

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