El Magazín Cultural

La lectura: un universo para todos (Notas pedagógicas para una sociedad en crisis XIII)

El presente escrito hace parte de una serie de reflexiones como maestro, sobre la relación entre la educación y la vida, como sustrato de una consciencia para una sociedad equitativa y tolerante.

Guillermo López Acevedo
19 de mayo de 2020 - 03:36 p. m.
“No hay momento ni lugar especiales para leer. Cuando se tiene ánimo de leer, se debe leer en cualquier parte. Si se conoce el goce de la lectura, se leerá en la escuela o fuera de ella, y a pesar de todas las escuelas”. Lin Yutang, La importancia de vivir. / Cortesía
“No hay momento ni lugar especiales para leer. Cuando se tiene ánimo de leer, se debe leer en cualquier parte. Si se conoce el goce de la lectura, se leerá en la escuela o fuera de ella, y a pesar de todas las escuelas”. Lin Yutang, La importancia de vivir. / Cortesía

Definitivamente, encontrarse con un buen libro es entrar en contacto con uno de los mejores conversadores del mundo, pues de hecho, nos pone en conversación con la humanidad, con el espíritu de una época, con los autores que han dialogado con el autor recién descubierto. El goce de los libros se ha considerado siempre como uno de los encantos de una vida culta, sin importar la época a que aluda o pertenezca quien lo escribe y quien lo lee, como tampoco a su condición social, una vez estemos prendados de él. Más que el registro de los hechos, la contemplación de la vida descrita, quizás el tono, quizás el tema, o todos a la vez, estos aspectos se constituyen en elementos que nos van dando una idea de por qué, este o aquel se puede constituir en un autor favorito, aspecto tan íntimo, que por ello no hay autores que uno “deba” leer, pero sí descubrir. Pues ¿Qué efecto benéfico puede resultar de obligar a leer a un autor al que se terminará por odiar o peor aún, generar un rechazo a la lectura? Lin Yutang nos dice: “Hay algo que se llama afinidad de espíritus, y entre los autores de los tiempos antiguos y modernos debe tratar uno de encontrar a aquel cuyo espíritu sea semejante al suyo. Solo de esta manera se puede obtener algo bueno de la lectura”. (Lin Yutang, La importancia de vivir).

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De esos libros y autores no obligados, sencillamente encontrados, agradecidos, descubiertos con asombro, buscaba yo saber acerca de la vida de Buda, del príncipe indio que dio a conocer al mundo una espiritualidad aparte, en realidad debía cumplir con una investigación escolar. Un amigo puso en mis manos el Sidharta de Herman Hesse, el cual no servía para ello, por cuanto lo que necesitaba con urgencia era una biografía específica y no una historia en prosa de doscientas y tantas páginas. Nunca hice la tarea, Sidharta se convirtió en el abrebocas para conocer un mundo de una increíble sinfonía literaria y una profundidad, que aún no acabo de descifrar. De la mano de Sidharta, llegaron Bajo La Rueda, historia de Hans Giebenrath, que representa la vida escolar de un muchacho brillante, obligado a entrar en un seminario para ser sacerdote, mientras siente que su vida se desperdicia, tema a partir del cual Hesse hace una crítica contra el sistema educativo, que forma académicamente, pero no le interesa el desarrollo de la personalidad, mucho menos su aspecto emocional. De hecho el autor, fue considerado ezquizofrénico. Luego vino Demian y la curiosa y extraña vida de Emil Sinclair, una especie de autobigrafía a dos voces del autor, quien involucra elementos míticos y esotéricos. Y así, Mi credo, Narcizo y Goldmundo, La caja de Abalorios, Viaje a oriente y el polémico Lobo estepario, cada uno con su fardo de significados y personajes, con los cuales asumí la adolescencia y el paso a la vida adulta, de una manera que jamás hubiese siquiera sospechado, pero que fueron el espacio de grandes complicidades y el territorio donde liberé parte de mis angustias de muchacho, pero donde igualmente tejí el telar de lo que sería mi vocación, como de mis más claras certezas.

Nombrar a Herman Hesse, escritor de culto y premio nobel, no es el quid del asunto, esto es en mi caso anecdótico, la cuestión es que su encuentro casual, representó uno de los hallazgos que cambió mi perspectiva de muchacho, alimentó maravillosamente muchos momentos de oscuridad y confusión, pero sobre todo, amplió de una manera única la perspectiva de la vida. Dudo mucho que si hubiese sido una obligación escolar, hubiese tenido la misma significación y trascendencia que tuvo de manera casual, aunque confieso que lo hice como maestro, por fortuna con buenos resultados, y porque estaba en una institución librepensadora con buenos hábitos lectores, como de pensamiento crítico. ¿Cuál debe ser entonces, la mejor estrategia pedagógica para fomentar la lectura en nuestros niños y jóvenes, de tal manera que su iniciación se convierta en una empresa para toda la vida? Hay libros que deben ser leídos a su tiempo, en su momento, algo que le corresponde decidir a quien lee, no a quien enseña. En realidad no se trata –por supuesto-, que todos se hagan literatos, simplemente que cada uno adquiera el hábito de leer, algo que le reportará a cada quien, un plus inigualable para su vida, para su imaginación, para sus posibles conquistas, para una mejor comunicación y oralidad, para escribir mejor, pero sobre todo: para convertirse en un mejor ser humano. “El hombre que no tiene la costumbre de leer está apresado en un mundo inmediato, con respecto al tiempo y el espacio. Su vida cae en una rutina fija; está limitado al contacto y la conversación con unos pocos amigos y conocidos, y solo ve lo que ocurre en su vecindad inmediata” (Lin Yutang, La importancia de vivir). Aunque este juicio del pensador chino, fue escrito a principios del siglo pasado cuando no existía el internet, la cuestión señala una relación con el mundo interior única, que sin pasar de pedante, definitivamente le da encanto a la personalidad, la cual se manifiesta con notoriedad en el arte de la conversación, en el grato espacio en que se escucha con disfrute, a quien con discernimiento y buen tono, puede mantener embelesado un auditorio, clase o tertulia, con la misma naturalidad.

Estoy seguro que la lectura amena produce mejores frutos en la psiquis de nuestros jóvenes, que leer empecinadamente por abarcar muchos autores y libros o para cumplir con un programa curricular, labor que tiene en el maestro de escuela, la mayor de las responsabilidades, toda vez que de la manera como aproxime a sus estudiantes a este mundo de los libros, las consecuencias serán nefastas o increíblemente satisfactorias. En esto cuenta igualmente, el aspecto de la evaluación. Quien quiera que como docente haya estado en estas lides literarias como de las humanidades en general, sabrá que uno de los aspectos más difíciles lo constituye evaluar, pues a diferencia de las mal llamadas ciencias “duras”, como las matemáticas, cuyos resultados no dan lugar a ambigüedades –salvo por las paradojas de la física-, en la literatura, se expresa no solo la forma de pensar, que tiene todo un anclaje en la cultura de hogar y de barrio –entre otros-, sino igualmente la expresión de un sentir, que le da un tono específico a cada escrito, como un sentido determinado, a la hora de hacer descender los pensamientos al papel. Y una cosa es lo que se dice, y otra muy distinta cómo lo dice cada quien. Enseñar los aspectos gramaticales del lenguaje, tiene su efecto, pero no garantizan un resultado óptimo, mucho menos uniforme, como para tener unas categorías de evaluación. ¿Qué hacemos por lo general frente al neófito que está aprendiendo a leer y escribir? Prácticamente decepcionarlo y frustrarlo ante sus iniciativas, para las cuales en muchos centros educativos, resulta más importante las márgenes, títulos, la caligrafía y la moraleja, que su proceso creador, o el estímulo a que continúe escribiendo a partir de diversas estrategias y caminos. Jamás la burla.

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Pienso que el primer y más importante espacio de contagio por el gusto de aprender y leer, viene de casa. Si en un hogar no hay libros, pero sobre todo adultos que no lean, no pueden pedirles a sus hijos –con contadas excepciones-, que sean apasionados a la lectura o que tengan un mínimo aprecio por ella. Nuestro país, entre otras muchas cosas, tiene una deuda enorme con los procesos lecto-escritores, a pesar del esfuerzo de los maestros, estamos según las pruebas PISA, por debajo de los índices de comprensión y escritura, incluso de países en condiciones realmente precarias a nivel económico y social. No vale la pena citar las cifras. Sin embargo, tenemos una pléyade de escritores sin igual, de un talento indiscutible, pertenecientes a todos los niveles de la sociedad, circunstancia que nos da una luz de esperanza en las cualidades innatas de muchos de nuestros compatriotas y niños, que podrían estar empeñados en escribir historias, antes que disparar armas contra sus hermanos. Por las cercanías de María la Baja, luego del terrible paso del paramilitarismo, se cuenta que un visitante citadino, notó en un pequeño caserío –de los muchos que hay-, que en la única tienda que había, los niños depositaban una moneda de cien pesos en una alcancía improvisada, y sacaban de una urna, rollitos de papel que el tendero previamente organizaba, con artículos recortados de diversa índole, porque eran los únicos escritos a los que tenían acceso para leer, los cuales eran traídos por este tendero cada semana, con la compra de algún periódico o revista. Hoy, el hombre que lo descubrió, recibió un premio de reconocimiento por la labor social y pedagógica que desarrolló para construir una biblioteca para los niños y habitantes de aquel pueblo. ¿Es esta una labor que debe ser liderada por quien descubre un hecho como este, o un deber estatal, con el que se construye país?

Tuve la fortuna como hermano mayor, escuchar a mi padre contar historias en la mesa, cada almuerzo, nunca las terminaba, por lo que yo lo imprecaba para que lo hiciera, sin éxito. Sin embargo, cada vez aparecía un libro en cualquier parte de la casa, con el título de su historia de mesa, y así como si estuviese devolviéndome por hilo de Ariadna hacia la salida y la luz, de la misma manera cada lectura que me atrapaba sin obligación -seducido por conocer su final-, me iba llevando poco a poco al encuentro de un mundo cada vez más amplio, y al final a sentirme agradecido, aspecto que me llevó a contar historias a mis sobrinos, a mi hija, y a los niños en las escuelas, como a invitar a los padres, a leer cuentos o inventar historias y relatos en cualquier momento y en cualquier lugar a sus hijos, pero sobre todo antes de dormir. Bálsamo maravilloso, que en tiempos como este de confusas pandemias y absurdos, nos pueden deparar inmensas alegrías, a grandes y pequeños.

Por Guillermo López Acevedo

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