El Magazín Cultural

La literatura, un solitario confinamiento

Ninguna clase de excelsa literatura se concibe en el bullicio: nace, crece, se reproduce y nunca muere, es en el rincón de los solitarios, lugar común que no se va a desgastar, donde ocurre la creación. Justo allí donde habita el titán que hurta el fuego, que rescata palabras del silencio donde preexistían en total inarticulación.

Gabriel Mendoza Rodríguez
11 de mayo de 2020 - 07:06 p. m.
Ernest Hemingway: "Toda mi vida he visto las palabras como si las estuviera viendo por primera vez." / Archivo particular
Ernest Hemingway: "Toda mi vida he visto las palabras como si las estuviera viendo por primera vez." / Archivo particular

Con esta premisa se han creado los más enigmáticos personajes que han terminado siendo un referente más cercano a cierta postura vital que a un producto del ejercicio ficcional; en este sentido, es la soledad la que puede engendrar soledades de este calibre, únicas, poderosas, porque se nutren de un núcleo que yace en el fondo de lo incomprensible. Por tal motivo, la verdadera soledad nunca será una pandemia, porque los malditos hacen parte de una isla o de varias islas desplegadas en los vastos océanos del absurdo en un mundo que gira dentro de una espiral autodestructiva repleta de espejismos.

El virus avanza, los días de reclusión impuesta siguen su curso, buscan materializarse como una forma de hacerse más productivos,  pero no es cierto, solo se van perdiendo en la insignificancia, en soledades de aquellas que se promocionan  en redes sociales y en los vericuetos del hastío. Nuestro tiempo, el de los relojes, está destinado a perderse sin mayores traumas, el movimiento que es su medida, es inane frente al vicio de envejecer y morir. Sin embargo, ciertos espíritus poseen artimañas para burlar esos designios y plasman sus formas en obras que encubren soledades de personajes memorables: no por nada, el coronel Aureliano Buendía sigue elaborando pescaditos de oro en algún paraje del camino de nuestra memoria, así como lo dijera Susan Sontag: “Volverse ‘pasado’ es ‘volverse arte’”.

Le sugerimos leer: El elegante movimiento del caballo (Diario de la peste, de Gonçalo Tavares)

Si optáramos por acoger esa metáfora del camino, sin duda alguna nos encontraríamos a Juan Pablo Castel persiguiendo a algún viejo fantasma o a Harry Haller y su ritual zoomórfico. La soledad ha creado una senda para personajes de una estirpe distinta: aquellos que han escapado del ilusionismo idiotizante del ancho mundo, personajes habitantes de un pasado cuya memoria ofrenda imágenes que se extienden como un animal dormido en el suelo. Es en esa memoria álgida y resbalosa, cual canción que bordea la lengua para siempre en la que no existen paredes, donde se escribe con tinta profunda lo que el pensamiento dicta; pues es ahí donde todo perdura y se logra someter la anarquía del tiempo: un año no es un año medido en el tiempo de la soledad, un año bien puede ser una estación donde Ana Karenina espera un tren. 

Tratando de aproximarse al significado profundo de soledad, partiendo de esas paradojas, afirmando desde la negación, decía Pizarnik “La soledad no es estar parada en el muelle, a la madrugada, mirando el agua con avidez. La soledad es no poder decirla por no poder circundarla por no poder darle un rostro por no poderla hacer sinónimo de un paisaje. La soledad sería esta melodía rota de mis frases.”

La soledad ni siquiera sería el producto o la resultante de una causa, se expresaría mejor como condición inherente de algunos espíritus que van más allá del atrevimiento de portarla como un signo de una herencia familiar arcana o un carácter ligado a la personalidad. Solo una soledad amparada en la literatura puede crear  frases concluyentes en una novela :“Y volví al hotel, bajo la lluvia”, frase simple si Adiós a las armas de Hemingway no fuese un relato crudo y corrosivo de una de tantas guerras que suelen dejar una inconclusa sensación de orfandad  que, como diría Blanchot: “Lo que atrae al escritor, lo que hace vibrar al artista, no es directamente la obra, sino su búsqueda, el movimiento que conduce a ella, la aproximación de lo que hace posible a la obra: el arte, la literatura y lo que disimulan estas dos palabras.”

Lo invitamos a leer: Gandhi: Las palabras mueven, los ejemplos arrastran

No es una idea tan fácil de aceptar: fuimos educados para pensar en una relación causa-efecto como instrumento de análisis que nos ayude a explicar el mundo, pero el mundo responde a relaciones disueltas en el caos y a las secretas anarquías del tiempo. Lo incomprensible se vuelve misterio, el misterio se vuelve arcilla y toma forma en manos del alfarero o en la página del escritor forjada a través de la mano placentera de un hombre arrojado a la oscuridad. Todo eso es el lenguaje del absurdo, de aquellas horas donde todo cae en el silencio y no hay certeza de tener conciencia o de tener exceso de la misma. Por eso los dioses no son poetas. Los poetas son los primeros en saber que van a morir, que la carne sucumbe en la medida que el pensamiento va creando otras formas de eternidad. Explicar el mundo es doloroso, sería mejor hablar del sabor perecedero del día o naufragar en alguna canción escuchada por accidente y al final hundirnos en la misma noche de todos los días, noches encontradas por el insomnio y el miedo al contagio. 

Para aquellas vidas que transcurren en la oscura belleza de la soledad, que en pleno confinamiento nos ofrecen otras formas de acceder al mundo mediante personajes henchidos de sentido, hemos de ofrendarle los ojos de leer y ejercer una relación activa donde somos intérpretes de sueños consignados en páginas que tapizan ese camino que todavía no encuentra un epítome, porque al fin y al cabo, como lo expusiese Steiner: “El amor más intenso, quizá más débil que el odio, es una negociación, nunca concluyente, entre soledades.” La literatura es comunión con la soledad y el confinamiento propio nos enfrenta a las múltiples versiones de esa sombra que nos imita y nos recuerda la fragilidad y el horror que nos preceden, se reeditan con nuevas formas.  Afuera espera paciente el virus, necesita huéspedes que necesiten el abrigo y la cercanía de otros. De una u otra manera la soledad literaria, paradójicamente, al necesitar del aislamiento, evita el contagio de virus tan letales como el que visita nuestra humanidad enviciada en la infamia y la indiferencia.

Por Gabriel Mendoza Rodríguez

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar