El Magazín Cultural

La llegada del Mesías (Relatos y reflexiones)

Donde habían fracasado el volcán de Toba y los tigres dientes de sable en su intento por deshacerse del primate desaforado, auguran algunos el éxito del diminuto ser que simboliza la alianza de la materia inerte con los seres vivos, un ser de estirpe real, se infiere por su nombre, en condiciones de convertirse en peligro mortal.

Julián Serna Arango
24 de abril de 2020 - 02:04 p. m.
Odín pertenece a los dioses de la mitología nórdica. / Cortesía
Odín pertenece a los dioses de la mitología nórdica. / Cortesía

 

No debe extrañarnos así que, en un rapto de euforia, los coyotes aúllen, al unísono, por la llegada del Mesías, esperado miles de años atrás, según legendarias tradiciones consignadas en la memoria de Akasha por el dios zoomorfo. Como en los antiguos misterios, el Salvador no se puede ver y las especies tiempo atrás confinadas en lugares inhóspitos o zonas de reserva se limitan a creer en Él como un acto de fe. 

Con armas en condiciones de matar a distancia, cobarde estratagema de la que no había antecedentes en el reino animal, los cazadores exterminaron numerosas especies. Con la venida del Mesías, la situación cambió radicalmente, y los depredadores que antaño hacían gala de un poder omnímodo, que utilizaban prótesis mecánicas para estropear ecosistemas, se asilaron, temerosos, en sus estancias. Algunas especies han enviado a los más osados entre los suyos a espiar en la ciudad prohibida los avances de la pandemia; se les ha visto merodear, atónitos, por calles solitarias como de seguro no había ocurrido nada parecido desde los tiempos de las mal llamadas sociedades premodernas. 

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Intrépidos, los grandes mamíferos se disponen a liberar las extensas praderas laceradas por cercas y portales; reparada la cadena alimenticia, el paraíso recuperará muy pronto, así lo vaticinan, el esplendor perdido. Las criaturas disfrutarán de nuevo del agua cristalina de los ríos, del paisaje no estropeado por las cuerdas de la luz y del silencio perfecto no interrumpido por el rechinar de los coches en medio de la vía. Con premura, la naturaleza desatará las cintas de asfalto que, adheridas a la tierra, la sujetan de Norte a Sur y de Este a Oeste, y volverá a respirar a pleno pulmón, privilegio que otros, en cambio, podrían perder. 

Los cronistas, repiten las loras como si fuera la primera vez, preparan una edición corregida y aumentada de la historia natural, la misma que terminará por desplazar a los antiguas cartillas que idealizan el presente y adulteran el pasado, ignorando el punto de vista animalista generación tras generación. Creativos, los rebeldes han acuñado un concepto inédito en la historiografía oficial, como sería el de una larga edad media, durante la cual se registra el predominio de los animales rotos, auténticas singularidades, seres que nunca hallan sosiego ni están a gusto consigo mismos, entre dos edades de oro. La última, inaugurada por el Apocalipsis; la primera, clausurada por la Caída, probablemente de los árboles si nos atenemos a la manía de los homínidos de talarlos para no dejar vestigio alguno de sus orígenes no sea que el arribismo los delate. 

Algunos profetas del desastre hablan ya de planes hechos sobre medidas para erigir el tribunal de Washington, en donde juzgarán a los líderes de la Edad de la Codicia que no hayan caído prematuramente en alguna escaramuza; el prontuario es de público conocimiento; serán acusados por el exterminio indiscriminado, por daño en bien ajeno, por el sadismo perpetrado contra especies indefensas en escenarios expresamente construidos para tal fin, en donde ofician ridículos rituales que trasgreden las más elementales normas del combate caballeresco, y por último, por el pésimo gusto exhibido al imponer su estética infernal, en donde la exuberancia de la naturaleza fue reemplazada por el pitagorismo, léase el inmoderado gusto por el ángulo recto. Diezmadas las más de las especies, sojuzgadas las menos a lo largo del período de ocupación, el memorial de agravios no tiene fin, y enardecidas por el giro de los acontecimientos, las víctimas pasarán la cuenta de cobro con intereses de usura, por supuesto, al traidor que desertó de la manada y se volvió contra los suyos. 

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Y aunque los héroes de la resistencia no son los militares sino los médicos, que se desvelan literalmente sea dicho por mantener el statu quo, la ubicuidad del Mesías es letal y las bajas entre la población civil crecen de modo exponencial. Salvo algún daño colateral que las estadísticas sepultan bajo el dudoso expediente de las cifras decimales, las víctimas se cuentan del lado de los homínidos; que algunos sean inocentes de los cargos imputados a los responsables de la sexta extinción masiva de plantas y animales, qué importa, alegan los rebeldes, el dios que los soporta reconocerá a los suyos, aplicando la fórmula de Arnaud Amalric, en el sitio de Béziers. Aunque no todos sucumben a la infección, así los sobrevivientes sean legión, y tarde o temprano se descubra una vacuna, el dios zoomorfo no se da por vencido y vaticina la segunda venida del Mesías, la tercera, la cuarta, y cuantas sean necesarias para suprimir de la faz de la tierra al autodenominado virrey de la creación, título nobiliario cuya legitimidad se ampara en documentos apócrifos de autor anónimo, y en donde acuciosos escribas endosan la naturaleza al capricho de su voluntad. 

Si los presagios del dios zoomorfo se cumplen, si no nos fuera concedida una segunda oportunidad sobre la tierra, las mascotas echarán de menos los cuidados de los que fueron objeto en los tiempos que los animalistas clasifican de oscuros, y en lo sucesivo tendrán que valerse por sus propios medios; por haber confraternizado con el enemigo, serán sometidas a un proceso de deshumanización del que renacerán transformados después de pasar la prueba de la selva a menos que perezcan en el intento, como apenas es obvio suponer. Espero que a Odín, el gato que alegra mis días de cautiverio con sus apariciones furtivas y sus sigilosas acrobacias, con su indiferencia metódica, inclusive, la fortuna no le sea esquiva. Acaso no le dimos la oportunidad de aprender a valerse por sí mismo, pero la naturaleza es sabia y confiamos nos reserve una sorpresa si hubiera la ocasión.

Por Julián Serna Arango

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