El Magazín Cultural

La mujer que no quería volverse adulta

Ya con la mayoría de edad, por los 18 años de sus espectáculos para niños, María Del Sol Peralta y CantaClaro tienen la autoridad para contarnos cómo es que los cuentos son la mejor herramienta para que los más pequeños le den camino a sus sueños.

Teatropedia *
26 de agosto de 2017 - 02:59 a. m.
La mujer que no quería volverse adulta

Quiso ser cantante lírica, porque su abuela Sylvia Moscovitz era tremenda profesora de canto. Era lo mínimo que podía hacer, volverse una estrella del tamaño de los sueños de la bella brasileña que llegó a Colombia en 1952. Pero, pero, su voz no daba. Y las exigencias de este mundo operático tampoco la hacían muy feliz. Era como el ballet, tan duro, tan competitivo, tan cargado de sacrificios. No, no quería quedar amarrada a esas reglas tan estrictas desde niña. De eso no se trataba la niñez, pensó.

Y así, María del Sol Peralta (1977) empezó a moldear el mundo en el que se sintiera feliz. Tenía mucho de dónde agarrarse. Su mamá, Irene Vasco, era una de las que más sabía de literatura infantil y junto con Yolanda Reyes, fundaron Espantapájaros, ese refugio de cantidades de muchachitos y muchachitas que se perdían sonrientes gracias al poder la lectura. Por el lado de su padre, había sangre literaria y por ahí el poeta Luis Vidales tenía para aportar genéticamente. Y bueno, claro, sus abuelos, la gran Sylvia y don Gustavo Vasco, la otra mano de Fanny Mikey en la fundación del Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá. Y así, se lo leyó todo y lo oyó todo. Lo cantó todo. Jairo Ojeda, Milissa Sierra, María Helena Walsh, Pérrault, los hermanos Grimm… todo. Esa sí, consideró, era la niñez.

***

Han pasado años. Un montón. Se formó como pedagoga escolar y decidió que lo suyo era enseñar no enseñando. Romper con la estructura de aprendizaje tradicional de la escuela, de acumulación y memorización sin entender ni mú de lo que se está hablando, para meterse de lleno con lo que la tradición oral tiene para contar. Una tradición que está íntimamente relacionada con la escritura. De hecho, la primera nutrió la segunda, y ya para siempre, se tomaron de la mano en la reconstrucción de la humanidad.

Así, la escritura empezó a consignar eso que los adultos necesitaban contar. Y que contaban y cantaban. Historias, muchas de ellas, lecciones morales que no pasaban por la iglesia sino que se sostenían en el sentido común de los pueblos, en señalar lo que está bien y mal, sin, necesariamente, condenas ni infiernos. Mostraban hábilmente, a través de metáforas o imágenes de lobos y zapatillas, la codicia y la envidia y el poder y las luchas de clase y el amor y el desamor. Y la muerte, claro.

Y, a falta de otro rótulo y siglos después de cantadas y escritas, a estas historias se le llamó literatura infantil. Porque tenía princesas y animales y magia. Pero no correspondían estrictamente a ese género, pues ni siquiera existía eso que llamamos infancia hoy en día. Los niños eran pequeños adultos a los que se les enseñaba un oficio que cumplirían a cabalidad desde sus primeros años. Esas princesas, animales y magia eran el vehículo para llevarles mensajes a través de símbolos que entendían a miles de personas que no tenían acceso a la educación. Por eso, algunas de esas historias, como Caperucita Roja de Pérrault, son tan crudas y directas. Porque el autor, que hacía parte de la Corte del Rey Sol, tenía un objetivo claro: les decía a las cortesanas que por andar buscando lobos mire y lo que les pasa… Era un encantador manual de educación sexual.

Y a todo ese pasado es al que le da valor María del Sol. Esos relatos son su manera de encontrar las huellas de la historia. Una historia que dice, no se puede ir borrando así como así. Si se siguiera ese argumento habría que eliminar prácticamente toda la literatura que, por supuesto, está plagada de estereotipos y versiones de la historia con las que hoy no estamos de acuerdo pero que necesitamos conocer, justamente para contradecir. Y avanzar. Porque cada rastro muestra un momento de la cultura. Arroz con leche me quiero casar con una señorita de la capital, que sepa coser, que sepa bordar… No se podrían mostrar los avances de la sociedad si simplemente le echamos agua a estas evidencias. Como tampoco arrancar monumentos de los Confederados permitirá borrar el pasado esclavista estadounidense, ni es ninguna forma de reivindicación. Ambos ejemplos nos muestran los fantasmas que aún rondan por ahí, machismo y racismo, que tantos años después y con tantas pruebas de sus efectos, subsisten. Y allí están los cantos para hacérnoslo saber.

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De todo esto se habla en casa de María del Sol. Con las herramientas que el arte le ha entregado. Con afecto, con silencios, con miradas, con la delicadeza de la poesía o el canto, con imágenes y metáforas, cuenta ella. Allí, en un conjunto residencial cerca de Unicentro, están todos, sus hijos Emiliano y Antonio, su compañero de vida y música, Felipe Aljure, y tocan a la puerta los vecinitos que vienen a jugar, y sus papás que llegan a recogerlos, y ofrece café que ya no sabe preparar porque dejó de tomarlo por estar cumpliendo una promesa.

Es una joven vieja. Se siente en ella a una persona muy muy grande, como esos abuelos que son pura vida y han pasado las duras y las maduras, por la experiencia que tiene, por la familia que tiene, porque Emiliano y Antonio son fantásticos, porque Felipe le sigue el juego, por la certeza de sus palabras, por saber de qué está hablando, porque ha leído mucho, ha visto mucho y ha oído mucho, a grandes, a chiquitos, a abuelos, a escritores de otros siglos, a cantantes de otras épocas, a profesores que no saben qué hacer y a papás que tampoco saben que hacer, pero quieren saber qué hacer, y se siente muy cómoda en el pasado pero está plenamente en el presente, intentando hacerle zancadilla a los obstáculos que impiden que lo niños se permitan soñar de tanta realidad que los persigue.

Y es que nunca antes habían estado tan expuestos a la realidad, de las redes y sus brutalidades masivas, a tantos episodios que confunden, a la trampa, al dolor que no pueden explicar, a la enfermedad de un familiar, a la pelea de sus papás o a esas cosas horribles que un niño le dijo en el bus y, claro, no saben cómo lidiar con ello, no tienen idea de cómo hablar, de cómo expresar sus miedos, de cómo llorar, de cómo gritar que se sienten solos y pedir ayuda a sus padres o pares. No saben que a los dolores no hay que apartarlos, sino entenderlos y aprender de ellos y saber que la vida sigue, que, pese a todo, sigue.

Por eso, justamente lo que necesitan son herramientas. Mundos soñados y posibles. Voces de muchos, estéticas de otros tanto. Y también algo de “vacío” entre comillas, como lo señala, un poco de silencio y de foco. El momento de hablar sin aparatos y sin ruido alrededor, de escuchar cuentos, o de leer, acompañados o solos, o cantar y bailar. Solo que a los adultos nos da temor a enfrentarlos a eso, con lo que nosotros mismos crecimos, y como siempre estamos de afán y tenemos tantas cosas por cumplir y el tiempo vuela, nos da miedo enfrentarnos a ese vacío, a ese aburrimiento, que es, delicioso…

Porque además hay mucho con qué hacerlo. Y por eso, celebra el presente. Las miles de posibilidades que tienen los niños de hoy para enriquecer su niñez. Que no se limita al mundo de Disney o a las Barbies, que fue el que nos tocó a tantos. Y no es que lo rechace, de hecho le gustan muchas de las cosas de Disney, pero celebra que ya no sean los únicos referentes de los niños. Qué pequeño mundo es ese, y hasta un poco simplón, confesémoslo, historias sin interlineado, sin dobles sentidos, sin esos silencios que ponen a pensar, sin el drama que la vida tiene consigo. El mundo Disney es como el american dream, que aparentemente todo es muy fácil, donde todos tenemos un camino, trabajamos y seremos ricos y triunfaremos, todo es lineal, todo está muy resuelto, dice.

Y eso, eso no es del todo cierto. Nada es blanco o negro. Nada es bueno o malo y tenemos un poco de ambos. Por eso, los niños también necesitan que les digan las cosas como son. La tradición oral ha sido muy sabia –explica– porque es la voz de los adultos la que a partir de metáforas amables, ayudan a los niños a dar esos pasos de iniciación a una sociedad dura, a una humanidad dura y a esos momentos tremendos que se viven desde que se nace. El arte es la mejor herramienta para ello porque pone en perspectiva esas realidades. Y si uno cree que dejando de darles esto va salvar a los niños de pasar momentos duros, lo que está haciendo es quitarles las herramientas para que ellos puedan enfrentar estas realidades porque sí o sí las vamos a vivir. Es quitarles la oportunidad de que tengan un mundo interior fortalecido para afrontar las dificultades.

El mundo es de estos niños. Llenos de mundo interior y con ganas de comerse el mundo y sin miedo de decir que tienen miedo. A ellos les canta y lee. Y busca que quienes los quieren también les canten y lean. Es su fórmula para la sobrevivencia. Dar cimientos para la vida. Solo eso y todo eso.

* Teatropedia es un proyecto educativo del Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo en pro de la formación de públicos en temas culturales. Más información en www.teatromayor.org.

Por Teatropedia *

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