El Magazín Cultural

La música que se resiste a morir

Los orígenes y la evolución de la música venezolana tienen que ver con la forma en la que estas personas se han enfrentado a una crisis que los ha forzado a salir de su país.

Nelly Rocio Amaya Méndez
25 de octubre de 2019 - 01:16 p. m.
Imagen de una niña venezolana bailando joropo. / Cortesía
Imagen de una niña venezolana bailando joropo. / Cortesía

Es triste ver la situación de tantos venezolanos deambulando por ahí en busca del alimento, o improvisando con la venta de cualquier mercancía para poder subsistir debido a la situación calamitosa que vive su país.  Una nación que según el propio Libertador Simón Bolívar (Carta de Jamaica escrita en Kingston el 6 de septiembre de 1815) era el orgullo de América en la época de la independencia adelantándose en sus instituciones políticas, pero que ya demostraba una pertinaz ineficiencia en la forma democrática y federal para los nacientes Estados reduciendo a su población a una absoluta indigencia y pobreza como consecuencia de innumerables guerras civiles.

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Y si por aquella época el censo poblacional señalaba el millón de habitantes —ya que una cuarta parte había sido sacrificada por la tierra, la espada, el hambre, la peste, las peregrinaciones—, hoy en día esa cifra ha migrado a nuestro país en busca de oportunidades, buscando el refugio en un medio que no siempre los acoge de la mejor manera, borrando en nuestro imaginario el verdadero carácter de un pueblo naturalmente abierto y espontáneo, con una personalidad jocosa y alegre, que le ha permitido adaptarse a las más difíciles circunstancias.

Y esto puede verse en la historia de su música. Siendo un arte que privilegia las emociones, también ha sido un elemento de sincretismo cultural y resistencia. Hay que ver que sobre aquel estado de pobreza y descuido general, consecuencia de la dominación española, el vals, que estaba en furor hacia 1812 en Europa, al desarrollar los elementos estilizadores de un criollismo representativo, llegaría a ser expresión de civilidad y elegancia, pero también de identidad. Así se extendió a toda la nación con expresiones como la contradanza, el joropo, el merengue y el bambuco, lo que sin duda, en aquella época, les otorgó a los venezolanos un sentimiento de arraigo social.

Y sería en ciudades como Caracas, Valencia o Maracaibo, donde se daría este movimiento de expresión romántica que acoge lo europeo para apropiárselo con elementos propios.  Así, la aristocracia de salón disfrutaba de sus nuevas creaciones, mientras la clase popular “valseaba” con arrojo en las casas, en el caney o en la plaza pública. La mayoría de los músicos aficionados tuvieron en el vals un motivo de inspiración para aquellas faenas patrias y amorosas, cuando era urgente conformar una nacionalidad y levantar unos principios democráticos que no siempre fueron eficaces si hacemos caso a la Carta de Jamaica.

Y la música —que no es excluyente ni exclusiva— acogía todos los matices  dándole al pueblo un sentido de cohesión y hermandad, de amor y esperanza, de disfrute y alegría. Así estos músicos se entregaban a la creación de melodías “al oído” con guitarras, tiples o cuatros, como era la usanza de la época, porque el piano se había quedado para la corriente más erudita, siendo el instrumento expresivo predilecto de acuerdo con la  documentación histórica recogida por figuras como el Maestro Vicente Emilio Sojo (1887-1974).

De esta época prolífica nos quedan cientos de valses, canciones y piezas populares que hablan de su sensibilidad y su forma de ser. Valses como “Natalia”, “La Bicicleta”, “Adiós a Ocumare”, “El diablo suelto” o “Siempre invicto”, que pudieron rescatarse del olvido gracias al trabajo de compositores y arreglistas como Antonio Lauro, Manuel Guadalajara, Rafael Isaza, Rogerio Caraballo, Manuel F. Azpúrua, entre otros. Muchas de estas piezas con  breves y dulces mensajes de amor y amistad o de exaltación a su terruño, que en hoy en día harían suspirar a los venezolanos en exilio.   

Según Luis Felipe Ramón y Rivera en su libro La música popular de Venezuela, el vals fue un centro de identidad para  los venezolanos, sobre todo en aquella etapa de negación de todo valor nacional que caracterizó el comienzo y desarrollo de la riqueza petrolera. Pues debemos reflexionar sobre el papel de la música y la cultura para los pueblos, al permitir una diferenciación y reafirmación frente al otro, un sentido de pertenencia a un grupo social, el reconocimiento histórico del entorno físico y social, pero también, el reconocimiento del pasado en un ejercicio de memoria colectiva.

La identidad cultural creada sobre el discurso sonoro que es la música, permite darle sentido a la vida en situaciones difíciles, sabiendo que se basa en experiencias directas que ofrece el cuerpo, el tiempo y la apertura hacia el otro, resaltando esa capacidad de asimilación de lo extraño y lo extranjero que ha sido propio del lenguaje musical a través de todos los tiempos.

Ahora en una época en la que surgen nacionalismos excluyentes que defienden todo tipo de modelos —en Venezuela se esgrimen unos principios bolivarianos que han llevado a la Nación a un estado alarmante de derechos humanos, pero que no podemos demonizar sin mirar el contexto económico mundial—la música seguirá siendo un foco de resistencia esté donde se esté: dentro o fuera de la patria.  Así, el vals criollo derivó en pequeños grupos instrumentales que hicieron posible su permanencia en el gusto del público a lo largo de varias generaciones. Igualmente generó todo un movimiento musical en los ámbitos académicos, como la escuela guitarrística del propio Antonio Lauro, quien escribía sus famosos valses (en 3/4 y los interpretaba en 6/8) y fuera llamado por el guitarrista John Williams como el "Strauss de la guitarra", o con sus obras para orquesta como el poema sinfónico con solistas y coro Cantaclaro, inspirado en la obra homónima de Rómulo Gallegos.

Igualmente está la obra de Evencio Castellanos (compositor y pianista), con su poema sinfónico Santa Cruz de Pacairigua o su oratorio profano El Tirano Aguirre, que impuso un estilo pianístico brillante que se expresó en sus recopilaciones y armonizaciones de valses de salón. Además, cuando llegaron  tiempos de modernización —con los aparatos reproductores del sonido como victrolas y discos—, que modificaban el gusto de la juventud de los años 20 con  foxtrots, rumbas y tangos, el vals criollo siguió su recorrido, y refugiado en los círculos familiares o en las bandas se fusionó en esa modalidad de baile popular (fandango), con piezas sueltas (cantadas o puramente instrumentales)  y melodía ágil, con rápidos y cortos punteos como los del arpa o la bandola que se conoce como el joropo.  No en vano sus versos y contra-versos han sido un termómetro del sentir del pueblo sobre aquellos asuntos que comprometen su corazón  y su razón, como aquel famoso tema  “Alma Llanera”, de Rafael Bolívar Coronado y música de Pedro Elías Gutiérrez, que se siente como fiel trasunto del alma popular.  

Igualmente el bambuco colombianopor su afinidad con la danza, se desarrollaría como canción en 2 x 4, sirviendo de cantera donde han bebido muchos letristas y cantores populares. Acompañado con el característico ritmo de la habanera (con sus tresillos), contribuyó a configurar no sólo la contradanza criolla sino también el merengue, esa notable pieza nacional después del vals y el joropo (diferente, por supuesto, al homónimo dominicano), que ha sido patrimonio cultural de la nación y del que han derivado interesantes propuestas sinfónicas como la de Prisca Dávila, con su obra Doriando Merengue, concierto Piano Jazz Venezolano Sinfónico.  Así, a dos partes, ha hecho carrera dentro de la música popular con su melodía de notas largas o grupetos —los grupos de semicorcheas y síncopas le dan ese sello criollo inconfundible—.

Y son muchos los valores positivos que tiene el pueblo venezolano, que ha contado con una tradición musical vigorosa. Vale la pena mencionar el Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela (Fundación Musical Simón Bolívar), que pudo sistematizar la instrucción y la práctica colectiva e individual de la música como instrumentos de organización social y  desarrollo humanístico desde 1975, gracias a su fundador, José Antonio Abreu, quien respaldado por un decreto oficial de 1964, contemplaba la obligatoriedad de la práctica en grupo para todos los alumnos de las escuelas de música del Estado bajo el lema de "Tocar y Luchar".

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Esto en su momento, contribuiría a la protección y desarrollo de la niñez y también a la formación de colombianos que pudieron beneficiarse. Ya para 1995 se presentaba ante la comunidad internacional en 1995 con la Orquesta Sinfónica Nacional Juvenil en el Kennedy Center de Washington (EE.UU.) llegando a muchos escenarios con prestigiosos directores como Claudio Abbado, Eduardo Mata, Zubin Mehta, Giuseppe Sinopoli, Daniel Barenboim, James Judd, Sir Simón Rattle, además de Gustavo Dudamel —venezolano y actual director de la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles (USA) y una de las figuras más sobresalientes de la Música Clásica en América Latina—, al lado de grandes figuras como Bronislaw Gimpel, Plácido Domingo, Mstislav Rostropóvich, Daniel Barenboim, Alicia de Larrocha, Montserrat Caballé o Luciano Pavarotti, etc. Un sistema que ha debido influenciar positivamente nuestro país, donde ya se empieza a ver en la música una oportunidad de formación y resocialización, de integración y profesionalización que ha impulsado entidades como la Filarmónica de Bogotá y otras. Muchos de esos músicos hoy en día se abren paso en nuestra patria gracias a la formación que recibieron, pero aún faltan oportunidades para los nacionales, que ven escasas oportunidades de ejercicio profesional. 

De todas maneras, es duro ver a tantos venezolanos deambular como judíos errantes, despojados de sus profesiones y de sus trabajos, incluso aquellos que no quisieron estudiar. Aquí llegan pidiendo una oportunidad y dispuestos a reverdecer en estas sabanas como el “Caballo viejo” que con corazón amarrado espera que le brinden una flor para soltar sus riendas de nuevo. Este tema del maestro Simón Díaz (Grammy Latino, 2008) ha sido uno de los temas llaneros más famosos y más grabados en la historia de la música (más de 400 versiones), que alcanzó la inmortalidad y no se dejará morir por falta de pasto, agua o amor.

Por Nelly Rocio Amaya Méndez

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