El Magazín Cultural
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La perversión de la discusión pública en Colombia

Presentamos un análisis de los recientes desarrollos que ha tenido la discusión pública en el país.

Damián Pachón Soto
18 de agosto de 2020 - 11:10 p. m.
Immanuel Kant, autor del ensayo filosófico "Crítica de la razón pura".
Immanuel Kant, autor del ensayo filosófico "Crítica de la razón pura".
Foto: Archivo Particular

El año pasado (2019) el Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional publicó un libro titulado Discusiones filosóficas con Jorge Aurelio Díaz. En el texto, un merecido homenaje a uno de los mejores conocedores de la obra de Hegel en el continente, y uno de los maestros de varias generaciones de filósofos en Colombia, el profesor Díaz sostiene: “siempre he creído que de quienes más podemos aprender es precisamente de aquellos que discrepan de nosotros, cuando esa discrepancia es el resultado de un buen conocimiento y de una seria reflexión. Además, lo que más ha enriquecido a la filosofía, como bien podemos verlo en su historia, son las divergencias que despierta entre sus cultivadores…”.

Pues bien, de las palabras del profesor Jorge Aurelio me interesa resaltar tres aspectos: 1) el valor mismo que la da a la discrepancia, pues ésta ha hecho avanzar la filosofía entre sus cultivadores, 2) la condicionalidad que le impone a la misma, esto es, que sea “el resultado de un buen conocimiento”, y 3) la necesidad misma de pensar, de “una seria reflexión”. Y resalto estos aspectos porque en el debate público en Colombia, entre los funcionarios mismos del gobierno, entre gobierno y la oposición, y entre los ciudadanos, faltan, justamente, estas ideas regulativas para las discusiones sobre los más variados asuntos del país y su agenda pública. Esta ausencia es notoria cuando se analizan las declaraciones públicas, o los comentarios a un artículo o una columna de opinión, o las disputas en las redes sociales.

Discrepar o no estar de acuerdo con alguien, para decirlo de manera sencilla, implica partir de la cosa misma, de lo enunciado por el otro, del texto, del conocimiento del asunto. Requiere, entonces, una buena comprensión del mismo. Pero no se trata, como bien decía Gadamer, de ocultar mis propios pre-juicios o juicios previos sobra la cosa, pues partimos del circulo hermenéutico, sino de exponerlos, no sólo para que el otro exponga los suyos, sino para, eventualmente, cuestionar mis propios prejuicios. Este es un buen punto de partida: aquí estoy dispuesto a variar mis puntos de vista y estoy dispuesto a dejarme interpelar, y esto ocurre porque valoro y respeto al otro, al alter-ego, lo cual no implica dejar de defender con argumentos mi propia posición.

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En Colombia, el debate público, en la actual confrontación política a distinto nivel, está gobernado por las pasiones políticas. Los “contendientes” han sido modelados, binarizados, formateados; su pensamiento es operativo, responde a estímulos, está mecanizado. Criticar a la derecha supone inmediatamente defender a la izquierda; y resaltar una buena propuesta de la izquierda pareciera indicar, automáticamente, criticar al gobierno. Si se nombra a Gustavo Petro, el otro piensa automáticamente en Uribe, y viceversa; criticar a Álvaro Uribe es ser defensor de Petro, ser guerrillero, mamerto, atenido; criticar al gobierno por no garantizar el derecho constitucional a la vida y la integridad física de los jóvenes es “politizar” las masacres, etc. La crispación ideológica es tanta, tan tóxica y degradada, que distintos adjetivos se han unido a nombres propios, por ejemplo, Uribe a paramilitar; Petro al castrochavismo o al nuevo embeleco del prechavismo o neochavismo. Es decir, en Colombia el interlocutor llega armado, con verdades fijadas, no dispuesto a dejarse convencer con razones. Es el dogmatismo recalcitrante que inmuniza su castillo de certezas, es el fanatismo disfrazado de un supuesto argumento.

En estos casos, es el partidismo y la ideología los que vuelven inmunes a los “dialogantes”. Se parte, entonces, del irrespeto al otro, a su saber, a sus ideas. No se entiende, como decía Darío Botero Uribe en un bello ensayo titulado Del poder de la palabra a la democracia, que: “comunicarse es reconocer al otro”, pues “al intercomunicarme reconozco el valor del otro en mi propio valor, es decir, derivo una actitud ética”. Y si falta esa ética sólo queda la violencia, el exterminio y la constitución del otro en enemigo, en el caso del gobierno, en “enemigo público interno”, como último recurso.

Ahora, las discrepancias, como dice el maestro Díaz, deben ser fundamentadas, producto de un “buen conocimiento”, es decir, implica estudiar, leer, estar bien informado, comprender e interpretar. Y esto es lo otro que no ocurre en nuestro degradado discurso público, donde, por ejemplo, se confunde comunismo con socialismo porque no se ha leído una línea de Marx; o donde exigir derechos es ser de izquierdas o del mal llamado “marxismo cultural”. Esa falta de ilustración se debe a que la gente recibe los lemas, los mensajes, los eslóganes, etc., directico del medio, especialmente, de las redes sociales, de la televisión, y los fagocitan como recibiendo un calmante para evitar pensar; es más, los reciben como misiles para ser redirigidos e insultar al otro. La mayoría de las veces ya no se trata del argumento en sí mismo, sino de la persona, del otro (ad hominem). En realidad, se comenten todas las falacias posibles.

Aquí se cumple la sentencia de Schopenhauer: “son aquellos que son totalmente incapaces de tener opiniones propias y un juicio propio, que no son más que el mero eco de opiniones ajenas”. Y, sin embargo, defienden esas ideas con recelo e intolerancia. Desde luego, el juicio propio implica, como decía Kant, pensar por sí mismo y hacer uso de la razón, a la vez que someter las cosas, el asunto de que se trate a un examen público y libre, sin sustraer el tema a la crítica tal como aparece en una nota al pie de la famosa Crítica de la razón pura.

Schopenhauer, que expuso un texto de 38 estrategias para tener siempre la razón, usando medios lícitos e ilícitos (dialéctica erística), y que, justamente con ellas nos pone en guardia para saber lo que no debemos hacer, también decía: “en suma, son muy pocos los que pueden pensar, pero todos quieren tener opiniones”. Esos que quieren opinar y no se forman son los que han convertido el espacio virtual y la vida cotidiana en una especie de gallera barrial del chisme. Aquí, siguiendo a Díaz, hay que dar un paso más allá: no sólo se trata de tener un buen conocimiento, sino de pensar, reflexionar, esto es, partiendo de la investigación del tema, de la información, de estar bien enterado, tomarse la molestia de demorarse en la cosa, merodearla, darle vueltas; reconstruirla -tal vez- con eso que Ortega y Gasset llamaba un perspectivismo integral. De esta manera, se trasciende la mera información, el contenido dado, y se abre así, por ejemplo, una mirada inédita sobre el asunto, se avizoran otras aristas del tema, se otean posibilidades hermenéuticas. Y valga decir de paso: la educación debe preocuparse por lograr estas competencias en sus ciudadanos, así se vive y se con-vive de una mejor manera en la polis.

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Se trata, para decirlo de otro modo, de ejercer debidamente la polémica. Hoy en Colombia los medios titulan cualquier desacuerdo, cualquier disputa, cualquier enunciado emitido por autoridad relevante, personaje famoso, telediva, o por cualquiera de esos “influenciadores” de moda, como polémica. Pero, ¿qué es la polémica? La palabra viene de polemos, de guerra. Pero la polémica es, como decía Rafael Gutiérrez Girardot, “guerra intelectual”. Eso sí, con la diferencia de que en este tipo de guerra no se trata de eliminar al otro, sino de tener razón donde el contrincante no la tiene. Pero eso es algo que se alcanza dialécticamente.

En nuestro caso, los medios que deberían informar responsablemente, con calidad, prescinden de mostrar los argumentos que están en el fondo de una polémica, los variados puntos y las ideas concretas en desacuerdo. Es decir, convierten el enunciado, la disputa intelectual, en parte del show mediático, huero, sin la materia, el contenido que la produce, la sostiene y la alimenta.

Es hora de reivindicar el diálogo y la conversación en Colombia, de dignificar el lenguaje del cual nos hemos enajenado, de enaltecer la palabra y la ética del discurso. De sustituir la violencia, el insulto, la camorra inútil, por los argumentos. Esta es una responsabilidad de los medios de comunicación, de los líderes políticos, de los líderes de opinión… Y de cada ciudadano en la esfera pública y privada. Sin estos elementales principios no hay verdadera democracia y no saldremos jamás de lo que el ya citado Botero Uribe llamaba: el “círculo dantesco” de la violencia en Colombia. Se trata, pues, de sustituir la violencia por el poder comunicativo, en un país que requiere, de manera impostergable, una justicia social para dignificar a los ciudadanos, a los hablantes.

Por Damián Pachón Soto

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