Este recetario de finales del siglo XIX que me enseñó su guardián, el arquitecto y aficionado a la cocina Germán Saavedra, contenía, más que pasos para lograr un plato, un relato de vida. “La receta es un formato con una alta categoría autobiográfica”, escribió la cocinera Nigella Lawson. Leí una hoja suelta. Era la carta de una comadre que para saludar a la otra le cuenta qué hacer “después de deshuesar el pisco”. No hay medidas. Simplemente “agua bastante”, o “dos centavos de calaos”. La esencia está en el cariño y en las manos, el utensilio más importante. Y para despedirse “que les quede bueno”. ¿Qué mejor deseo?
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Esa era la poética de los recetarios de antes, de los que no se publicaban y que, por tanto, parecían contener el secreto mejor guardado de una familia, el último tesoro que solo se podría heredar a quienes sonreían en la cocina. Ahora hay una explosión de recetarios, de los que sobresalen los que conservan algo de esas historias. De esa autobiografía. Es el caso de Recetas de mis amigas, de Cecilia Faciolince de Abad, con relatos de cenas y seres queridos de acuerdo con cada receta. “Cocinar como un acto de amor y dar las recetas como un acto de amistad”, escribió Héctor Abad F. en su contraportada. Otro muy recomendado es Mamá: tu historia comienza en la cocina, de Mina Holland, para averiguar qué y de qué modo comemos. Algo así como un ensayo del comer, que es como un ensayo de la esencia humana. Y si la búsqueda es más histórica, quizás una de las investigaciones más grandes que se hayan hecho sobre este espacio sagrado es 4.000 años de cocina: una deliciosa historia, de Verónica Sánchez de Ospina.
“Para mí, las recetas son conversaciones, no lecturas”, apunta Ruth Reich en My Kitchen Year. Por eso los recetarios de familia eran párrafos más que listas de pasos. Eran “faros gastronómicos”, dice Saavedra. Guías donde estaban permitidos el ensayo y el error, sin la precisión de hoy en día. Y eso también se compartía. Las amigas se hacían copias de sus recetarios con papel carbón para recetas que hoy sonarían demasiado exóticas, como “copete de sesos” o “mousse de granadilla”. Pero no eran solo platos para grandes ocasiones. Eran la comida diaria. Tenían el encanto de mantener una tradición. Y todo estaba dado en unas condiciones únicas: las huertas de plantas aromáticas, las estufas de carbón que añadían un sabor especial a las cosas y a las que no se les podía criticar la ambigüedad.