El Magazín Cultural

La servidumbre voluntaria

Esta obra que tengo en mis manos, El discurso de la servidumbre voluntaria, fue editada por primera vez en 1576. Desde entonces, han transcurrido cuatrocientos cuarenta años.

Andrés Nanclares
24 de abril de 2019 - 05:05 p. m.
Una de las diversas portadas del libro "Bartleby el escribiente", de Herman Melville.  / Cortesía
Una de las diversas portadas del libro "Bartleby el escribiente", de Herman Melville. / Cortesía

“Preferiría no hacerlo, dice Bartleby.

Ahí se da, pues, una efectiva denegación de la sumisión.

Una  declinatoria, un no-reconocimiento.

O una impugnación de la jurisdicción.

Quien contesta a una orden como si fuera una invitación,

Se resiste a aceptar la obediencia debida al estatus.

Bartleby rechaza que su jefe tenga autoridad

para darle órdenes o fuero para juzgarlo”.

José Luis Pardo, en “Bartebly o la humanidad”

 

Y el libro, un librito de apenas sesenta páginas, todavía es útil. Puede animar a los hombres, si se echan su contenido al cuenco de su corazón, a levantarse del fango en que de tiempo en tiempo los sumen las bestias del autoritarismo.

No todos los tiranos se han valido de la fuerza para sojuzgar a los hombres. Hay otros que han sometido a miles por medio del hechizo de su palabra y la fascinación de su sonrisa de hiena.

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Respecto de estos últimos, Étienne de La Boétie se pregunta: ¿Cómo puede ser posible esto? ¿Cómo puede ser real que un solo hombre alele a todo un pueblo y lo ponga a marchar a su favor con la cabeza gacha? ¿Mediante cuáles mecanismos puede un tirano obtener la obediencia y la devoción de sus seguidores?

Este es el tema básico de El discurso de la servidumbre voluntaria. El autor estudia los indoloros mecanismos de sometimiento que utilizan los dictadores para hacerse con la fidelidad de sus víctimas. Pero, además, da la fórmula, por así denominarla, para que los hombres se quiten del cuello el yugo que por años les ha hecho perder su libertad de pensar y de actuar. Veamos cómo discurre La Boétie:

I. Mecanismos de la dominación

Primero. La costumbre es el primero de los medios que utilizan los tiranos para someter a los ciudadanos.

Si los abuelos les rindieron pleitesía a ellos, los hijos habrán de asumir maquinalmente la misma actitud de los primeros. Desde el seno de las familias, debe brotar y alimentarse la semilla de la servidumbre voluntaria.

La autoridad es incuestionable por naturaleza, les hacen creer. Los actos de quienes detentan el poder, así sean los más arbitrarios, no pueden dar lugar, siquiera, a un quejido. Hay gentes que nacieron para mandar y otras para obedecer, les inculcan.  

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Se impone acatar las órdenes del que detenta el poder. Hay que hacerlo, les dicen, por pura legítima defensa. Quien no se allana a los mandatos del poderoso, corre el riesgo de ser borrado del mundo, bien por obra de un “accidente” o por  acción directa de un sicario estatal, o de ser obstaculizado en su propósito de sacar avante sus proyectos existenciales.

Esa es la educación que, por lo común, reciben los ciudadanos. Por tradición, las personas no son educadas para la libertad sino domesticadas para el servilismo. El homo outsider no tiene cabida en un medio social acogotado por un tirano.

Adaptarse a los roles sociales; no descarrilarse; acatar los mandatos jurídicos y las reglas de la ética dominante; aceptar la rienda y el freno como aditivos naturales del cuerpo y la conciencia humana. Esa es la línea de conducta impuesta por la tradición y esa ruta es la que debe seguirse. Repetirla y lograr su interiorización, hasta hacerla costumbre, es lo que buscan los dictadores de todas las épocas. 

Así lo describe Étienne de La Boétie:   

“Así, la primera razón de la servidumbre voluntaria, es la costumbre: al igual que los más bravos caballos rabones, que al principio muerden el freno que luego deja de molestarlos y que, si antes coceaban al sentir la silla de montar, después hacen alarde de los arneses relucientes y, orgullosos, ostentan y se pavonean bajo la armadura que los cubre”.

Segundo. Por la vía del embrutecimiento sistemático, el tirano asegura su poder. Y ese embotamiento de la razón individual y colectiva, lo logra a través de la lisonja, la distracción  y la dádiva.

Esta práctica sigue vigente.

Quien se deja condecorar por el tirano, cae en la trampa del silencio o el asentimiento.

Quien permita poner su entendimiento al servicio de asuntos intrascendentes, se hunde en el acriticismo y, por esta senda, en la servidumbre voluntaria.

Quien recibe de manos del tirano un “cuarterón de trigo o un sextario de vino”, hipoteca su pensamiento y entrega su libertad.       

Quien acepta alejarse de los libros y de la “sana doctrina”, como lo aconseja e impone el tirano desde su trono, deja de lado el sentido de su dignidad y permite que penetre por los poros de su inteligencia la peste del conformismo.

En los siguientes términos, se expresa De La Boétie respecto de este recurso para el aturdimiento colectivo:

“No crean ustedes que ningún pájaro cae con mayor facilidad en la trampa, ni pez alguno muerde tan rápidamente el anzuelo, impulsado por el hambre del gusano,  como esos pueblos  que se dejan atraer con tanta facilidad y llevar a la servidumbre por un simple halago o una pequeña golosina”.

Y en otro párrafo, agrega:

“Los teatros, los juegos, las farsas, los espectáculos, los gladiadores, los animales exóticos, las medallas, las grandes exhibiciones y otras drogas de esta especie, eran para los pueblos antiguos los cebos de la servidumbre”.

Tercero. Crearle a la gente del pueblo la ilusión de que ellos, los tiranos, son seres sobrehumanos.

Se trata de las “pequeñas astucias” que utilizan los dictadores para hacerle creer a la gente que ellos, por tratarse de seres supuestamente distintos del resto de los humanos, tienen derecho a disponer a su antojo de la libertad de los demás.

En la antigüedad, como ahora, dice La Boétie, no se dejaban ver fácilmente en público, ni frecuentaban los lugares apetecidos por el vulgo. Su propósito era crear y consolidar en torno de su figura el misterio impenetrable de las esfinges. Así provocaban, en su favor, la mayor de las devociones.

En los primeros tiempos, como hoy, los tiranos, para inspirar respeto y admiración, decían y siguen diciéndolo que son capaces de hacer cosas que no están al alcance del común de los mortales.

Los ejemplos abundan. En tiempos de Pirro, dice el autor de El discurso de la servidumbre voluntaria, este tirano les hacía creer a sus súbditos que el dedo grande de su pie izquierdo, si se lo chupaban, hacía el milagro de curar a los enfermos del bazo.

Esa práctica, remozada, aún es de usanza entre los dictadores para “tender la red” sobre el populacho. Obvio que ahora no enderezan al cojo ni resucitan al muerto. Pero utilizan otras argucias no menos efectivas: se muestran como los más valientes entre los valientes, capaces de las más grandes hazañas de guerra, o reparten cheques en público para dar la impresión de ser hombres de una generosidad sin límites.

Con las siguientes palabras, el autor da cuenta de esta fórmula:

“…se presentaban en público lo más tarde que pudieran, para que el populacho creyera que en ellos había algo sobrehumano, y para crear esta ilusión en las gentes que alimentaban su imaginación con cosas que jamás habían visto”.

Cuarto. Los dictadores afianzan su dominación a través de la construcción de una cadena de mando. Este es, realmente, el secreto del sometimiento voluntario, dice  La Boétie. 

En principio, el tirano tiene a su servicio cuatro o cinco confidentes. Son sus asesores espirituales. Son sus juristas sofisticados. Son sus ideólogos. Son sus cobistas y adulones. Los lameculos del reyezuelo.

Esos cinco intelectontos, a su vez, tienen seiscientos genuflexos  bajo su mando. Y estos seiscientos, en forma descendente, nombran en ciertos cargos a seis, siete, diez mil personas más, a quienes manipulan para que reproduzcan los mandatos del tirano.

Cada uno de estos áulicos y ayudantes, se convierte, por reflejo, en un pequeño tirano, y es por esta vía que se amplían los poderes del Único. A este respecto, anota lo siguiente Étienne de La Boétie:

“Así actúan los grandes ladrones y los famosos corsarios: unos descubren el país, otros persiguen a los viajeros; unos realizan emboscadas, otros esperan al acecho; unos masacran mientras otros saquean. Aunque haya entre ellos rangos y procedimientos, aunque unos no sean más que los criados  y los otros los jefes de la banda, al final no hay ninguno que quede fuera del reparto, si no del botín más sustancioso, por lo menos de lo que en cada caso se haya encontrado”. 

Y añade:

“Cuesta creerlo al principio, aunque sea cierto. Son siempre cuatro o cinco hombres los que apoyan al tirano, cuatro o cinco que imponen por él la servidumbre en todo el país”.

Quinto. El uso de la religión como escudo frente la crítica de sus acciones contra la libertad. Esta es el arma más efectiva: suprimir de la mente del pueblo todo pensamiento crítico. Mientras más intensa sea la fe de un hombre en un ser superior, menor será su capacidad de comprensión de las cosas por medio del raciocinio.

Y esto lo aprovecha el tirano. Le hace creer al hombre sojuzgado que él también, y tal vez con mayor dedicación y arrobo, teme ser juzgado en el más allá por sus malas acciones. Y de esta forma justifica sus procederes de vampiro de la libertad. Así lo dice La Boétie: 

“Se afanan en poner la religión por delante, a modo de escudo, y de ser posible toman prestado algún rasgo de la divinidad para dar mayor autoridad a su vil existencia”.

Es por eso que el pichón de tirano no falta a ninguna celebración religiosa.

Es por eso que asiste a misa y sin falta procura que los medios de prensa publiquen su foto en el momento de recibir la hostia.

Es por eso que ante la televisión se cuida de que no se omita la toma al lado del Papa o de los cardenales.

Es por eso que cada año, invariablemente, y en presencia de un fotógrafo aliado, se hace estampar en la frente la cruz de ceniza para que las víctimas de la servidumbre crean cierta su fe en el Altísimo.

Es por esta vía que este personaje se convierte en el demiurgo de la gran cauda de descerebrados de su país.

En el guía de los que necesitan quién piense por ellos.

En el lazarillo de los que claman por la presencia de alguien que les señale cómo ser y cómo estar en el mundo.  

II. Fórmula para superar la servidumbre voluntaria

Mire usted, lector improbable, lo que dice Étienne de La Boétie:

“Son los pueblos mismos lo que se dejan, o mejor dicho, son los pueblos lo que se hacen encadenar, puesto que con solamente rehusarse a servir, romperían sus cadenas. Es el pueblo el que se somete y se degüella a sí mismo; es el pueblo el que consiente su mal, puesto que pudiendo elegir entre ser siervo o ser libre,  rechaza la libertad y elige el yugo o, peor, lo persigue y lo busca”.

Para curarse de ese “mal”, de esa aberración denominada servidumbre voluntaria, propone lo que se me ocurre calificar como una especie de bartlebysmo civil.

No se trata, a estas alturas, de recurrir al satyagraha de Gandhi o a la desobediencia civil de Luther King, ni tampoco a la resistencia civil de  Henry Thoreau ni al derecho a no obedecer de Fernando González. Esas fórmulas se agotaron en su momento, como recordará el lector, y a quienes osaron llevarlas a la práctica, los tiranos los sometieron a un severo tratamiento a base de napalm y de traqueteo de ametralladoras.

El bartlebysmo civil de La Boétie, surge de estas palabras:

“…los tiranos, mientras más saquean, más exigen; y mientras más arruinan y destruyen, más se los alimenta, más se los ceba; se fortalecen entonces aún más y están siempre más dispuestos a aniquilar y a destruirlo todo. Pero si no les diéramos nada, hasta sin luchar contra ellos ni atacarlos, se quedarían desnudos y derrotados, del mismo modo que un árbol cuyas raíces no reciben ya más savia ni alimentación, pasa muy pronto a ser un tronco seco y muerto”.

Esa es, según nuestro autor, la fórmula efectiva para derrotar a los tiranos: cortarles los servicios. Dejarlos colgados de la brocha en el momento en que se den a la tarea de adobar con tinta sangre el degollamiento de la libertad de los hombres. Asumir la actitud de Bartleby, el escribiente de Melville,  es un recurso defensivo al que la cofradía de los hombres de la cabeza gacha todavía no ha acudido.  A la manera de un banquero anarquista, uno de esos tipos humanos descritos por Pessoa, cualquier ciudadano debería hacerse capaz de contestar que preferiría no hacer lo que el neroncito de turno le indica. Ese proceder pasivo de Bartleby, ese “preferiría no hacerlo”, constituye una verdadera “denegación del servilismo”, como lo dice  José Luis Pardo en el epígrafe de este escrito.

En Colombia, los ciudadanos han vivido en la ilusión de que cada cuatro años eligen un Presidente de la República cada vez mejor. Los analistas más avisados, por su parte, sostienen que en este país, desde tiempos inmemoriales, se viene eligiendo al mismo hombre de siempre, al mismo amo, pero oculto cada vez detrás de una máscara distinta. Lo que cambia no es la persona que asume el poder. Lo que se renueva es su máscara.

Para sacudirse de esta dictadura invisible, los colombianos han ensayado varios procedimientos. Han acudido a la vía electoral. Han recurrido a los consensos de buena ley. Han echado mano, unas veces, de la protesta pacífica y, otras, de las manifestaciones violentas. Han recurrido, como última ratio, a la lucha armada. Los cinco métodos, han conducido al fracaso. En el poder, bajo distinto disfraz, continúa el mismo dictador bajo distinta capa.

Sólo falta intentar, para salir por otra vía de la servidumbre voluntaria, la fórmula barteblyana de Étienne. Hace falta retirar los soportes del andamio en que se ha apoyado el dictador de siempre para ejercer su mando. Se requiere, no desobedecer sus órdenes, ni tampoco resistirse a ellas,  sino ignorarlas, como lo enseña Étienne de La Boétie. Tal vez así se caiga solo, sin violencia ni griterío, “cual coloso al que se priva de la base que lo sostiene”, nuestro sempiterno dictador.

Repito. El único medio insurgente que no se ha ensayado en Colombia, es el que consiste en colgar de la brocha al tirano. Por eso este libro, después de cuatrocientos y pico de años, sigue prestando el servicio de un taladro; el servicio de un trépano para abrirle las entendederas a tanto cabecepiedra que  abunda por estos lares. Los habitantes del gorobeto y lejano país de la poesía, si interiorizan el contenido de estas páginas, quizás se animen algún día, al margen de las pretensiones de la ultraizquierda y de la derecha ultramontana, a retirarle el andamio al pechipotente que, por años, ha mantenido a las mayorías bajo el poder de la servidumbre voluntaria.  Otra utopía.

Por Andrés Nanclares

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