El Magazín Cultural

La utopía como herejía contra el presente

En ese magnífico libro que es Ensayo sobre la ceguera, dice el Nobel portugués José Saramago: “la cabeza de los seres humanos no siempre está completamente de acuerdo con el mundo en el que viven, hay personas que tienen dificultad en ajustarse a la realidad de los hechos”.

Damián Pachón Soto
02 de noviembre de 2018 - 05:33 p. m.
Detalle de una de las múltiples portadas de Utopía, de Tomás Moro.  / Cortesía
Detalle de una de las múltiples portadas de Utopía, de Tomás Moro. / Cortesía

Y, me pregunto, ¿cómo no ser utopistas en un mundo que exhibe tanta fealdad y tanta inhumanidad; un mundo donde la gente se reproduce como la extinta peste bubónica, y que posiblemente se extinga también; un mundo donde el ser se llena con abalorios, artefactos, cachivaches, celulares, etcétera, desechables, y que convertirá en desechables también a millones de seres humanos en el futuro, o mejor, en el no futuro que se avecina; un mundo donde el fanatismo religioso como forma alienada de la espiritualidad sustenta la política de exclusión sexual, social, racial, de género, más aberrantes; un mundo que en pocas décadas ha extinguido el 40% de las especies de la tierra; un mundo donde se avecina un darwinismo social salvaje, una lucha frontal entre los de arriba que quieren mantener el orden con sus privilegios, y los de abajo que claman por mantener viva su corporalidad viviente, su mísera vida, llena de penurias, hambre, desigualdad y lucha permanente por la existencia?

¿Cómo no ser utopistas en unos órdenes políticos, donde las diabólicas finanzas han secuestrado a la democracia y tienen como rehenes a los Estados y sus pueblos; un mundo donde la economía neoliberal es la teología de la sociedad moderna, y formatea a los individuos convirtiéndolos en zombis amaestrados esclavos del éxito, el consumo y el dinero; individuos inhumanos, indiferentes, insolidarios, la mayoría de las veces? ¿Cómo no ser utopistas en sistemas políticos donde los gobiernos-como el nuestro- son descaradamente corruptos y son seguidos por un pueblo semi-imbécil con cerebro lavado por los medios de comunicación al servicio del poder? ¿Cómo, pues, no ser orgullosamente utopista en un mundo así?

Desde luego, en las afirmaciones anteriores hay algunos exabruptos y algunas hipérboles, pero ellas intentan justificar el hecho de que existen seres que “no siempre está completamente de acuerdo con el mundo en el que viven” y que afortunadamente “tienen dificultad en ajustarse a la realidad de los hechos”, especialmente, cuando estos hechos se han convertido en un cúmulo de nebulosidades producidas y manejadas por algoritmos al servicio de la posverdad o la mentira como dispositivo político generalizado para movilizar miedos sociales imaginarios.

El mundo en el que vivimos es un mundo irracional disfrazado de racional, como decía Herbert Marcuse. Es un mundo donde los altos grados de opresión y de miseria son plenamente compatibles con los altísimos grados de producción y de despilfarro de la civilización capitalista; donde toneladas de comida existen a la vez que los altos grados de escasez o de hambre en África o en la Guajira colombiana. El mundo de hoy se dirige a convertirse en un desierto superpoblado como decía Ernesto Sábato; un mundo infeliz, de lucha por el agua, la comida, los recursos; un mundo donde reinará la lucha brutal por la existencia: la apoteosis de la competencia social que hunde sus raíces en el darwinismo social de Herbert Spencer.

Hay que hacer sonar las campanas de alerta, pues como dijo Jorge Luis Borges, en su poema La noche cíclica, “los astros y los hombres vuelven cíclicamente”. Es, tal vez, lo que nos anuncia el triunfo de Bolsonaro en Brasil, la presidencia de Trump, el auge de la derecha en Italia, Francia, Colombia. Pero no sólo los astros y los hombres vuelven, vuelven también los hechos homólogos, como los del pasado siglo XX, el siglo de las catástrofes, de las dos guerras mundiales, el fascismo, el franquismo, el nazismo, el estalinismo, las bombas atómicas; el siglo que nos legó los pilares del fascismo o neo-fascismo social que se levanta en el horizonte.

Por eso, hoy más que nunca hay que reivindicar la utopía, palabra que a despecho de su propia etimología como no lugar, podemos re-semantizar como eu-topía, es decir, buen lugar. Sí, un buen lugar en el futuro que debemos construir desde el presente; saltando por encima de los Himalayas de inhumanidad que nos atraviesan, y evitando a toda costa repetir el pasado nefasto que vivimos de horror y de muerte, pues del pasado sólo debemos rescatar sus promesas incumplidas y sus propósitos edificantes y humanizantes.

No se trata de la utopía como recuperación de un paraíso perdido que nunca ha existido y han visto los hombres; no es la utopía como la construcción en la ciudad terrena de la ciudad de dios agustiniana; no es la utopía como un mundo idílico, calmado, pasmado y aburrido que elimina el conflicto y que promete un hombre angelical, manso y resignado. No. De ninguna manera.

 Se trata, más bien, de la utopía como asco, inconformismo e indignación contra el mundo presente, su configuración y sus injusticias; es la utopía como herejía contra el sistema fetichizado por el poder y la perversión de la economía; es la utopía como crítica de lo real, que contribuye con esa misma crítica al desvelamiento, al esclarecimiento, a la denuncia de las promesas incumplidas por los gobiernos; es la utopía entendida como un mundo posible, con otros contenidos, otros valores y otras prácticas, en fin, con otras formas de ser, sentir, pensar y actuar. Es la utopía que no claudica ante la realidad y la vida dañada; es la utopía como un horizonte político alternativo y contra-hegemónico frente a las castas y las oligarquías perversas y egoístas.

La utopía que proclamamos busca acortar la distancia entre la realidad y el deseo; es, como decía el maestro Darío Botero Uribe, “lo posible que no está contemplado en la racionalidad dominante”. Por eso la utopía se afinca en la imaginación creadora, en la razón y en la libertad, pues sólo de esta manera se puede proyectar un mundo más allá de éste al que nos han condenado. La utopía es, pues, lucha contra el presente; es un pensamiento abierto, en construcción permanente, que disuelve las máscaras de lo real y que lucha contra la resignación y la modorra del espíritu. 

Defender la utopía es defender el pensamiento alternativo, es defender los posibles convertidos en imposibles por este mundo del espectáculo y de la disneylandia global; defender la utopía es defender el derecho a soñar, a actuar y a luchar contra el mundo único y el hombre unidimensional y auto-explotado, aparentemente diverso y plural, que nos ofrece el seductor neoliberalismo como ideal de vida.  Defender la utopía es defender otras maneras de crear sentido, de crear subjetividades, de tensionar la pasmosa realidad. Defender la utopía es concebirla como un aguijón para la praxis, como orientadora de la praxis social liberadora.  Ahora, ¿por qué hay que defender la utopía? Porque, como dijo uno de sus más férreos críticos, E.M., Cioran: “una sociedad incapaz de dar a luz una utopía y de abocarse a ella, está amenazada de esclerosis y de ruina”.  

Sólo un hombre que padece su trascendencia, que padece la realidad, como decía María Zambrano, puede superar la noche oscura que se avecina para todo lo vivo. La muerte oscura que amenaza con tragarnos en medio de la fiesta de nuestra estupidez colectiva y anestesiada contra un mejor porvenir. Sólo un hombre utopista cree en su poder de hacer la historia, de no ser sujeto de ella, su molde, sino de ser creador.  Sólo el utopista abraza la esperanza, el anhelo y lo proyecta, con sus inevitables tensiones, hacia la historia que seremos.  

Por Damián Pachón Soto

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