El Magazín Cultural

La utopía de la lectura, por Mircea Cãrtãrescu

Conferencia de Mircea Cãrtãrescu, con traducción de Marian Ochoa de Eribe, en el acto inaugural de la Feria del libro de Madrid presentado por Manuel Gil, director de la feria.

Mircea Cãrtãrescu
28 de mayo de 2018 - 09:29 p. m.
Mircea Cartarescu dice no sentirse como un escritor sino como un hombre que aprecia la libertad de escribir.  / EFE
Mircea Cartarescu dice no sentirse como un escritor sino como un hombre que aprecia la libertad de escribir. / EFE

Una luz fría y cegadora de septiembre, unas bolas enormes, rojo-anaranjadas, de escaramujos en cuya curvatura se refleja el mundo. La verja cargada de madreselvas que visitan las últimas abejas. Estoy en mi terraza, envuelto en la inmensa luz del otoño, bajo unas nubes de otoño, compactas, reventonas, indiferentes, bajo las cuales podrían suceder crímenes e incestos, guerras fratricidas y torturas sin que su ataraxia se viera perturbada un solo ápice.

Tengo sesenta y un años, me encuentro en el otoño de mi vida. He vivido un nanosegundo en una mota de polvo del mundo que nos han concedido, incomprensible y monstruoso. Pero este instante que vivo ahora, en mi terraza, con un café, junto a mi gato birmano, con las bolas del escaramujo sobre mi hombro, compensa por completo la locura del ser y del no-ser y, como una fotografía en la que el otoño brilla con todas sus fuerzas, demuestra que el instante es más importante que la eternidad.

En este momento eterno, leo. Releo La Ilíada al cabo de muchos años. Me he sumergido en el texto en cuanto me he levantado. Ahora estoy leyendo en la terraza trasera de la casa, y he murmurado largo rato los versos del primer canto hasta que me he dado cuenta de lo extraño de la situación. Porque, cuando me despertado pensando en Homero, no me he dirigido a la biblioteca, sino que he extendido la mano hacia el móvil depositado en la mesilla. En el archivo en el que guardo mis libros esenciales he encontrado de inmediato La Ilíada, junto a la Historia de Heródoto, la Divina Comedia, Dostoievski, Rilke y Kafka. He comenzado a leer antes de espabilarme del todo.

He seguido leyendo en el baño, con el móvil imprudentemente apoyado en el borde del lavabo, y en la cocina, mientras preparaba el café, pero no me he dado cuenta de que estaba leyendo en una pantalla, y no en papel, hasta que no he visto los hexámetros griegos mezclados con las nubes otoñales reflejadas en el cristal rectangular. Las nubes de hoy, literalmente las mismas que aquellas bajo las cuales compuso el poeta su epopeya.

¿Leer a Homero en un móvil? Al principio me he sentido golpeado por el hybris, tal vez incluso por la impiedad de la situación. He dejado el teléfono, en cuya pantalla se amontonaban, en series de hexámetros, los guerreros aqueos. He fijado la mirada en el vacío, sintiendo tan solo el frescor deslumbrante del otoño. ¿Por qué La Ilíada, que vivió al principio en la laringe de los aedas, pasó imperturbable a la nueva tecnología de los rollos de papiro, luego a la nueva tecnología del libro, luego a la nueva tecnología electrónica, sin mengua y sin añadidos, levitando sobre todos los soportes como dicen que levitaban las palabras sobre las tablas de Moisés? ¿Por qué, mientras la mayoría de los libros son olvidados antes incluso de ser escritos, otros atraviesan los espacios, los tiempos y las tecnologías para que, una mañana de otoño, miles de años después de su aparición, alguien se despierte con el deseo de releerlos?

Miro a mi gato birmano, literalmente idéntico a los birmanos de hace cientos de años, con unos ojos tan azules que parecen recortados y que a través de ellos se viera el cielo, con unas patitas blancas que parecen haber caminado por una bandeja de nata, y pienso en el frágil edificio de la literatura. Escribo literatura desde hace cuarenta años, leo desde hace muchos más. Toda mi vida ha girado en torno a la literatura. No he sido, en definitiva, como le escribía Kafka a su amada, “otra cosa que literatura”. Pero nunca me he denominado a mí mismo escritor.

El edificio de la literatura hacia el que nosotros, las gentes del libro, nos dirigimos desde todas partes, desde todas las épocas, desde todos los pliegues de la historia, se alza sobre un gigantesco amasijo de escombros.

Por Mircea Cãrtãrescu

 

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