El Magazín Cultural

La virgen de los sicarios: prohibido prohibir, sicario…

El iraní de nacimiento, aunque plurinacional, Barbet Schroeder (Teherán, 1941) es uno de los 27 invitados al IX Festival Internacional de Cine de Cali y a quien se le rendirá un homenaje durante el cual exhibirá, entre otros filmes, su Trilogía del Mal. A él y a Luis Ospina, anfitrión, dedico este trabajo sobre La virgen de los sicarios (1999), filme basado en el relato de desahogo autobiográfico, no novela (y luego se puede discutir por qué), del antioqueño, hoy mexicano, Fernando Vallejo.

Luis Carlos Muñoz Sarmiento*
17 de noviembre de 2017 - 02:47 p. m.
Cortesía
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Quizás porque el extranjero tiene una mirada menos prejuiciosa y puede observar con mayor y mejor amplitud las cosas que lo rodean, fue posible realizar un filme que sólo un colombiano como Fernando Vallejo (de algún modo otro extranjero: lleva 40 años en México) (1) podría concebir pero no filmar, por lo menos con la factura del franco-iraní-suizo-alemán-colombiano Barbet Schroeder (“un paria”, dice con veneno Antonio Caballero): se habla de una obra que se ajusta a los preceptos del inconformismo, la ironía y la irreverencia en cuanto a no aceptar ni cohonestar el statu quo; a hacer una burla fina y en apariencia disimulada que puede dar a entender lo contrario de lo que se dice; de oponerse al presunto —irónico término vallejoano— respeto debido. Una obra compleja, difícil, dura, que ha suscitado todo tipo de comentarios a favor y en contra, lo cual habla de su incuestionable valor, pero que a nadie deja ni puede dejar indiferente, por constituir un soporte vital de la creación artística: la crítica de la realidad inmediata que no necesaria ni exclusivamente se hace para producir placer, generar aceptación o despertar aplausos.

Una obra que, comparada con ese bodrio llamado La toma de la embajada, por ejemplo (2), pone el dedo en la llaga de la historia de Colombia para desvirtuar buena parte de lo que hasta hoy se ha contado: y lo hace sin pantofobia, sin temor de asumir el presente; un presente, por otra parte, huérfano de Estado democrático, despótico como el que, bajo el sofisma demagógico de la seguridad democrática, los ciudadanos y no ciudadanos de este país tuvieron que consumir o, peor, ser consumidos por él, entre 2002 y 2018 (3). Una obra, por último, que le hace ver plasmada al espectador la visión terrena del Nobel portugués José Saramago: “La peor concepción del mundo que pueda tener cada uno de ustedes, siempre será mejor que la mía”, aplicada obvio al contexto colombiano y en particular al descrito por el propio Vallejo en relación con esta “raza ventajosa, envidiosa, rencorosa, embustera, traicionera, ladrona: la peste humana en su más extrema ruindad”.

La complejidad, la dificultad, y la dureza de La virgen… se manifiestan rápidamente en los comentarios irreflexivos, irresponsables e irrespetuosos que el filme despertó en los sectores sociales y periodísticos más recalcitrantes: así, por ejemplo, el periodista y director de un medio como revista Diners, Germán Santamaría, en su momento declaró que “no se asume como una obra de ficción” (pobrecito, no sabe qué es una obra de ficción) porque, palabras, palabras menos, es el deambular por Medellín de un escritor acompañado por dos sicarios que “se acuestan, se matan, matan y reducen a Simón Bolívar, al Papa, a los últimos [dos] presidentes de Colombia, a todos los antioqueños, a los colombianos en general, y por supuesto a Dios, [a] una manada de…” obvio, “hijueputas”. Pero, eso es lo que, abusando de su podercito, dice Santamaría después de titular su engendro no informativo sino deformativo (aunque viéndolo bien, sí… in, nice, light): “Prohibir al sicario” (pobrecito, no sabe quién es el sicario), porque otra cosa es lo que dice el guión y lo que Schroeder plasmó en su película. La que, a propósito y como se verá luego, puede analizarse desde una triple perspectiva: la de la memoria, la nostalgia y el olvido.

En primer lugar, los personajes creados por Vallejo y desarrollados por Schroeder se caracterizan por la autonomía, realizan sus actos independientemente aunque medie una relación erótica (o sexual, para Santamaría: pobrecito, él que tan poco parece saber de eso) en sí misma subversiva, como de hecho lo es el filme: subversivo en cuanto ofrece una versión por debajo, aunque mejor sería decir… por encima, de la historia oficial. Entonces, sólo Alexis (A. Ballesteros) y después Wilmar (Juan D. Restrepo) son victimarios, y éste liquida a aquél por haberle matado a su hermano, aunque Vallejo, el personaje, que se libra de la muerte así la desee, sí tenga que ver con el sacrificio de un perro, y no de humano alguno, en una escena memorable por su significado. Alexis sólo asesina seres humanos: quizás para él los animales merecen mayor respeto, lo que no necesariamente habla mal del sicario, sino de los… Luego, el escritor, en la ficción, solo, aunque se haya equivocado de personaje (debió ser Santander, el Pastrana o el Uribe de la época) no reduce a Bolívar, en sentido estricto, ya que se trata de un icono entre muchos, no el más adecuado eso sí, sino a la gloria, “esa estatua que cagan las palomas”. En cuanto al Papa, lo trata como un “viejo pendejo, que se la pasa besando pisos”. Y sobre Dios, Vallejo, conociendo la historia y la religión y la historia de la religión, no dice, no podría decir, que sea un hijueputa, sino que lo desconoce o lo cuestiona justo después de la escena del perrito: “Dios no existe y si existe es la gran gonorrea”. ¿Acaso no dizque fue concebido por la Virgen pero no engendrado sino por obra y gracia del Espíritu Santo, a quien se ha querido pasar por una persona? Así, ¿cómo podría ser Dios, en caso de que existiera, cualquier hijo de vecino?

En lo que toca a los [dos] “últimos presidentes de Colombia” (Gaviria, 90/94; Samper, 94/98), respecto al tiempo diegético de la novela y del filme, Vallejo no ha expresado otra cosa que un juicio de estricto rigor histórico que no tiene que ver con la amnesia de los colombianos: aquello de hijueputicas es lo de menos. La importancia del aserto radica en que el primero es el responsable del modelo aperturista, de la farsa con Pablo Escobar (su antiguo $alvador [sic] y ese “gran empleador del pueblo” del que habla el filme), del uso pernicioso de los medios y de las telecomunicaciones para someter a un pueblo; y Samper, continuador del modelo neoliberal, aunque en menor grado, aliado y falso justiciero de los narcos, desfacedor de 8.000 entuertos y una monita retrechera y encantador de serpientes en este circo sin pan y sin empleo. Sin vivienda, salud ni educación. Pero, eso sí, como ahora, con desplazados, cárceles (aunque sigan faltando, dice el hacinamiento: aun así todas deberían sobrar) y cementerios al por mayor. Por último, sobre antioqueños y colombianos en general no hay mucho qué decir, después de saber que se trata de un país en el que “nadie es inocente, cerdos…” Y esto va también para aquél director de revista, moralista que finge hablar “sin falsos moralismos”, como ciertos medios cacarean al unísono.

Cuando se dice que de La virgen… —y ya se dirá por qué de los sicarios— se puede hablar desde la triple perspectiva de la memoria, la nostalgia y el olvido es porque se trata del relato biográfico, testimonial, que no novela, mediocre por demás desde el punto de vista literario e inflada en Francia por tratarse de un producto mediático exótico y un ejemplo, para sus intelectuales, de porno-miseria, de un escritor que después de 30 años regresa a su natal Medellín, a morir, aunque también y por eso mismo a “recoger sus pasos”, en esencia los de la infancia, aquella que en palabras de Rilke constituye la patria (“La patria es la infancia”, dice el autor de Cartas a un joven poeta). Pero, encuentra a casi todos sus familiares muertos; a Medellín (cuyo nombre se debe “a un chiquero de Extremadura”) destruida y en manos de la mafia; a la sociedad feminizada, con no pocos sicarios homosexuales. Al serle imposible aprehender los vericuetos del pasado, el personaje entra en la ciénaga de la nostalgia, la misma peligrosa zona en la que se aguanta o se sucumbe pero no se triunfa: y es que la nostalgia, como el amor, es a la postre fracaso. Y Vallejo, el escritor (Fernando) en últimas fracasa tanto en la búsqueda de satisfacer su nostalgia como de encontrar el amor, un amor (o dos) imposible, no sólo en lo físico sino en lo metafísico.

Un amor imposible a través del cual Vallejo reivindica el derecho a la diferencia, en un país hipócritamente homofóbico; reclama el deber de la tolerancia: que no es, como se dice para rechazarla, poner la otra mejilla; relación que no debe ser vista desde una simple postura homofóbica. Una vez salido de la nostalgia, por vía de la derrota, al protagonista no le queda otro recurso que el olvido, sucedáneo de la desesperación y por ende de la muerte. Olvido, desesperación, muerte: constantes en la vida fugaz de aquellos jovencitos que son acompañados por Vallejo, “el último gramático de Colombia”, en su odisea tanática, en su periplo erótico (bueno, sexual, Santamaría), en su devenir errático: errático desde una perspectiva exógena, ajena a ellos, no endógena pues ellos no han sido origen del desajuste socio-político, precisamente, sino víctimas del caos, el despilfarro, la corrupción ni, por supuesto, causa de la inequidad, la injusticia, la violencia, la guerra, la muerte.

¿Por qué La virgende los sicarios? Se trata de una síntesis descarnada de la idiosincrasia colombiana y en particular de la antioqueña, en torno a la feminización consciente de la sociedad, el perfecto reverso de su pretendida masculinización. A la par de la ausencia o de la desaparición del padre, que hace volcar todo el afecto sobre la madre, el patrón religioso cambia también de connotación sexual: así, los jóvenes sicarios, después de adorar a Chuchito, por Jesús, pasan a hacerlo con la Virgen, por la del Carmen o María Auxiliadora. Además, ante la temprana desaparición y/o irresponsabilidad de muchos padres, a su forzada ausencia no pocas veces y ante la falta de patrones de virilidad, es lógico que los sicarios devengan homosexuales. Así, o “al fin o a la final, que viene a ser lo mismo”, la obra de Vallejo/Schroeder contiene un ataque trifronte: contra la mojigata sociedad paisa y su doble moral; contra la insumisión de los colombianos (que no es virtud aquí); y contra el entramado sicarial, supuestamente machista o, por lo mismo, proclive a la homosexualidad.

El 5/nov/2017 Luis Ospina publicó en su Facebook una nota, a propósito del homenaje que el IX FICCALI (9-13 nov/2017) le rendirá a Barbet Schroeder y que incluirá su Trilogía del mal, la conformada por Général Idi Amin Dada (1974), un retrato del dictador ugandés; El abogado del terror (2007), sobre Jacques Vergès (el defensor del terrorista Ilich Ramírez Sánchez, El Chacal) más conocido por su comunismo anti-colonialista; y Le Vénérable W. (2017), la cuestión de un posible genocidio, el primero del siglo XXI, a través de Wirathu, extremista e influyente monje budista; en dicha nota Schroeder cita el título dado en francés al filme basado en el relato de desahogo autobiográfico La virgen de los sicarios: “Aprendí que el mal no puede estar separado de la humanidad. Justo hoy estaba hablando de esto con mi amigo Fernando Vallejo, el gran escritor colombiano cuya novela ‘nuestra señora de los asesinos’ [sic] hice en una película. Él dijo, el mal es el alma del hombre y la civilización busca controlarlo y no tiene éxito.” A esto el neurofisiólogo Rodolfo Llinás, le responde: “Mire, el bien y el mal son pendejadas nuestras. El problema es que la gente hace lo que hace por conveniencia y está negociando continuamente. Pero esto es una cuestión existencial. Es cuestión de hacer el bien por el placer de hacer el bien.” (4) 

Mientras C. Durán, en La toma de la embajada, fracasó al hacer turismo queriendo hacer historia, B. Schroeder hizo Historia; mientras aquél fue intocado por la claustrofobia, el conflicto humano, la trascendencia de los hechos, y se dedicó al rebusque para acometer tamaño despropósito, éste se metió de lleno a tratar de develar los abismos del hombre colombiano, a desentrañar las causas de la violencia que ha escindido tanto a actores pasivos (el escritor) como activos (los sicarios), a revelar causas sobre tanta intolerancia y a desnudar contradicciones del sujeto concreto: como desde la comedia negra ya lo había hecho de modo magistral Felipe Aljure en La gente de la universal, microcosmos gansteril y alegórico de un país sostenido por lo ilícito (pero del cual todos creen salvarse: cada colombiano es correcto y honrado hasta la saciedad; no pocos, incluso hasta el acceso homicida), con base en dos pilares al revés: corrupción e impunidad. Ambos, enquistados en casi toda institución pero desvirtuados rápidamente por el Gobierno por tratarse de “unas manzanas podridas”, en especial al hablar de congresistas, soldados, policías y jueces.

Por último, mientras Durán hace imposible que el espectador se identifique con el hecho al que acude o pueda dejar de pensar en una simple boutade fílmica… Schroeder ha permitido el acercamiento crítico del mismo espectador a lo narrado, con base en la claridad del relato, la limpieza de las imágenes, la coherencia narrativa, la pulcritud de la iluminación, la sencillez de un montaje que por momentos responde a la sorpresa, a lo intempestivo de los sucesos (muerte de Alexis), la utilización adecuada tanto de música incidental (vallenato, bolero, tango) como de la, sobria, compuesta para el filme, aunque también de la ópera incidental (Rossini: canta, Maria Callas); en fin, el acertado empleo del steady-cam en su recorrido de muerte por las bóvedas de la iglesia de San Antonio, en Medellín.

En síntesis, Schroeder, de un testimonio ha hecho un filme existencial; de un texto descriptivo/narrativo, una película de síntesis crítico/reflexiva; de un libro escandalizador, si quieren los que como Santamaría se escandalizan de lo que no se debe y no de lo que sí. Una obra de madurez, estremecedora e inquietante que, sin embargo, no renuncia a la belleza aun basada en el horror, que sacude desde la sinceridad. Vallejo y Schroeder han inventado una canción para los que no tienen voz y que aun así no quieren olvidar. Y aunque la mayoría quiera olvidar, al autor y al cineasta/productor no se les olvida que no pueden olvidar que así como la patria es la infancia para los hombres, la memoria (“esa especie de cuarta dimensión”, Borges; “el único tribunal incorruptible”, Giardinelli) es la identidad para los pueblos: sin memoria no hay historia y sin esta no hay identidad.

La virgen de los sicarios es, antes que todo, un filme existencialista, no uno criminal, en el que la muerte no es física sino simbólica, metafísica: el vehículo que va de la violencia general a la muerte particular, no transporta pasajeros gratuitos ni exhibe víctimas en afán de morbo, sino en respuesta a un estado de cosas anómalo e indeseado pero, por lo visto y por encima de cualquier cosa, padecido, comprobado, irremediable; de manera que a ése “director de revista no inocente” al que le será difícil “envejecer feliz después de haber escrito artículos parecidos a los que se escribían durante la ocupación en Francia”, como señala el propio Schroeder, frente a su paramilitar ataque de “Prohibir al sicario” (5), y pese a saber que “no hay que gastar pólvora en gallinazos”, como decía mi padre y lo recuerda Vallejo, sólo resta despacharlo con un lacónico/eficaz prohibido prohibir, sicario cultural.

FICHA TÉCNICA: Título original: La virgen de los sicarios. G: Fernando Vallejo, con base en su relato de desahogo autobiográfico homónimo. D: Barbet Schroeder. I: Germán Jaramillo (Fernando Vallejo); Anderson Ballesteros (Alexis); Juan David Restrepo (Wílmar); y la participación de Manuel Busquets y Jaime Osorio. Cámara: Rodrigo Lalinde. Dir. de arte: Mónica Marulanda. Sonido: César Salazar. Edición: Elsa Vásquez. Montaje de sonido: Jean Goudier. Mezcla: Dominique Hennequin. Año: 1999; Color; 101 min. País: Francia/Colombia. P: Les Films du Losange – Margaret Menegoz y Barbet Schroeder – Le Studio Canal + - Vértigo Films – Tucán Producciones Cinematográficas Ltda. – Jaime Osorio Gómez (con la participación de Canal +) D: Les Films du Losange.

 

Notas:

(1) Además, en 2007, en un extraordinario acto de heroísmo frente a la masa patriotera y gavillera, tomó la determinación de renunciar a la nacionalidad colombiana, actitud desde luego muy mal vista por los patrioteros y chauvinistas a ultranza.

(2) O, más recientemente, Rosario Tijeras (2005), del mexicano Emilio Maillé, sobre la novela homónima (1999) de Jorge Franco. O Satanás, sobre la obra de Mario Mendoza. O Paraíso Travel

(3) El vaticinio, en relación con Uribe, se cumplió toda vez que este ensayo se empezó en 2001: el autor siempre esperó que no hubiera Uribe más allá de 2010, al menos si se quiere mantener la caña sobre una presunta democracia en Colombia… La que, de acuerdo con el maestro Carlos Gaviria (1937-2015), “no hay”. En cuanto a Santos, sólo esperé fallar y que no llegara a 2018, pero como se trata del capataz escogido, primero, por los gringos y, luego, por la (mala) clase política pero antes por siete y medio millones de votos comprados o exigidos pues… ¿qué otra cosa podía pasar?

(4) http://www.revistaarcadia.com/periodismo-cultural-revista-arcadia/revista-arcadia/articulo/con-el-alma-en-las-neuronas/31348

(5) El filme provocó en Colombia duras críticas por parte de los sectores conservadores de la sociedad antioqueña, encabezados por Germán Santamaría, entonces director de revista Diners, quien en un editorial1​ pidió “sabotear y ojalá prohibir” la exhibición de una obra “siniestra y truculenta” contra Medellín y “contra todo lo colombiano”.2 (Wikipedia) En cambio, quienes la apoyaban sostenían que los hechos descritos no eran producto de la ficción pues mostraban una problemática latente en los barrios marginados de Medellín y rechazaron cualquier censura. Entonces, como se puede inferir, no se trata de un asunto personal, en contra de Santamaría, sino de otro filosófico, ético, profesional.

Nota 1 (del 5): https://web.archive.org/web/20040822022030/http://www.revistadiners.com.co/noticia.php3?nt=5125 Nota 2 (del 5): Reseña del diario El Colombiano, que no aparece en la búsqueda.

 

* (Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Colaborador de El Magazín. E-mail: lucasmusar@yahoo.com

Por Luis Carlos Muñoz Sarmiento*

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