Hace tres años se habían divorciado. Cuando la mujer murió, el hombre volvió a la casa y tuvo que hacerse cargo de sus tres hijos, sin embargo, él solo esperaba el regreso de su cuñada para dejarlos con ella mientras se tomaba un descanso y enfrentaba su duelo.
En casa, el menor golpeaba su cascabel contra el borde del corral y los mayores corrían de un lado al otro. El padre parecía un insecto disecado sobre el sofá; su ocio estaba matándolos de hambre. El tiempo pasaba por encima de sus piernas, lo lamía y le saltaba en el pecho, pero él no lo sentía.
—¡Dejen dormir! —era lo único que les decía a los niños. Los cajones de las golosinas tenían viejos pegotes de azúcar; las hormigas, que nunca encontraron nada para llevarse, parecían estrellas marrones en un cielo de madera. El aroma a cilantro marchito serpenteaba al interior de la nevera y las moscas caminaban por entre las viejas migajas de pan que habían quedado sobre los platos.
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Los días y las noches pasaban frente a la ventana y la vida se les iba a los niños entre sus costillas y tobillos pegados a la piel. Un día, el padre estaba en el sillón y no pudo llenar el crucigrama del periódico ni ver televisión ni dormir, que era lo más preocupante. Le dolía la cabeza y la boca del estómago y eso le impedía concentrarse. Necesitaba comer algo para dejar de sentir el tiempo y volver a ser un insecto en el sillón. Afortunadamente, no tardó mucho en encontrar una solución.
Tomó al hijo mayor, que estaba chupándose los dedos, y le sacó los ojos. Los llevó a la estufa, los puso en una olla con agua hirviendo y les agregó una pizca de sal. El tarro tambaleó por unos segundos sobre el mesón. Luego sacó un plato, sirvió un poco de sopa, se llevó un sorbo a la boca y dijo: “A este niño le faltó llorar” y escupió el líquido.
Después tomó a la hija del medio, que se comía los cabellos de su muñeca de trapo, le arrancó la lengua y la llevó a la estufa. La depositó en otra olla con agua hirviendo, esperó unos minutos, imaginó que le ponía encima un guiso de cebolla y tomate, lo puso en otro plato, partió un pedazo, se lo llevó a la boca y exclamó: “¡A esta niña le faltó hablar!” y arrojó la cuchara.
Por último, el padre se levantó y fue en busca del hermano menor. Lo levantó del corral, miró su nariz llena de mocos y le sacó su pequeño corazón. Lo llevó a la cocina, lo depositó en una olla de vapor y lo sazonó. Aguardó unos minutos, bajó la sopa del fuego, la sirvió en un plato, la degustó y dijo: “¡A este niño le faltó reír!” y la tiró al lavaplatos.
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Volvió a degustar los tres platos, la sopa de ojos, la de lengua y la de corazón, y se dijo a sí mismo: “Ningún plato sabe bien. Si el tiempo alcanzara para llenar crucigramas, ver televisión y estar con los niños, tendría mejores ingredientes”. En ese momento puso a hervir agua con sal, se arrancó los ojos y la lengua, los depositó en la olla, imaginó que agregaba un guiso de tomate y cebolla. Esperó unos minutos y se extrajo el corazón.
La llama del fogón quedó encendida. Sobre el mesón estaban los tres platos.