El Magazín Cultural

Las mil y una muertes de Maradona II (Homenaje)

Maradona, morir y resucitar, caer y levantarse. Maradona, todo o nada. Maradona, voluntad más que talento, mucho más que talento e inspiración. Maradona, aprender de los errores, aunque nadie lo reconozca.

Fernando Araújo Vélez
03 de marzo de 2020 - 09:02 p. m.
Las mil y una muertes de Maradona II (Homenaje)

Maradona, dolor, caída, droga, resurrección, trampa, política, traición. Maradona, despertarse una mañana en un quirófano, sentirse enyesado, estar enyesado, y prometer que ese despertar será en un año una simple anécdota, el recuerdo del principio del resto de la vida. Maradona, llanto, pena, rabia, y una venganza atravesada en el pecho. Maradona, la convicción de que su única venganza podrá ser con una pelota, y para que sea, habrá que darle y darle, aunque el cuerpo aguante.

Si está interesado en leer la primera parte de esta historia, ingrese acá: Las mil y una muertes de Maradona I (Como de cuento)

Maradona, eterno niño, “purrete” convertido en “cebollita”. Maradona y el barrio, las calles de polvo, las bandas, la mafia, el que se descuida muere y el que no aguanta se queda llorando, y más que llorar, se queda en la nada. Maradona, pueblo. Maradona, Villa Fiorito, donde las únicas leyes son la violencia y el fútbol. Maradona, cabecita negra, rulos, sudor, esfuerzo. Un día, a los 10 u 11 años, dice ante un noticiero perdido que sueña con ser campeón del mundo. Ha trabajado día tras día para serlo. Sabe, está absolutamente seguro de que si no trabaja no será nada. No basta con pegarle bien a la pelota ni gambetear a cinco rivales una sola vez. No basta con un gol de chilena ni con un sombrero.

Lo único que alcanza y que debe sobrar es luchar siempre, cada una de las 24 horas de cada día, y seguir. Toda la vida. Por eso se queda hasta que no haya luz dándole a la pelota, haciendo juego, y después, a la luz de una bombilla desnuda, abdominales, flexiones de pecho, correr y saltar, correr y saltar. Pasan los años, el debut en primera división, los titulares en los diarios, las entrevistas, los flashes, la fama, las polémicas, los goles y los títulos. Pasan Argentinos Juniors y Boca, la Boca y Maradona, Maradona y el pueblo, los cabecitas negras como él en la tribuna, sus peleas casi a cuchillo con la barra brava, sus puteadas a la “12”, sus rebeldías, y pasan su fractura y la hepatitis. Y pasan su traspaso al Nápoli y convertirse allá en San Maradona, y la droga, y la Copa del 86, el Mundial, los foles a Inglaterra, el mundo a sus pies.

Y en ese camino y por ese camino surge una y mil veces Diego Maradona de sus muertes y sus muertos, reventando los establecimientos con sus palabras e insultos, sus propuestas y protestas, como aquella de armar una especie de sindicato en el Mundial del 86 para que los partidos no fueran a la una de la tarde y el sol y la altura de México no perjudicaran tanto a los jugadores. Era un asunto de televisación, le dijeron. Horarios cómodos para Europa. Después el presidente de la Fifa, Joao Havelange, lo mandó callar. “Dígale al bocón de Maradona que no hable más”, dijeron que le susurró a Julio Grondona, luego vicepresidente de la Fifa. Maradona no se calló. Ni en aquel instante ni después. Su única arma era y fue el fútbol.

Podían negarle visas, espiarlo, amenazarlo, delatarlo por su adicción a las drogas y cuestionarlo, pero él, en un partido, obligaba a sus detractores a rendirse a sus pies. Cayó, mil veces estuvo al borde de la muerte. Le rompieron las piernas, como dijo entre sollozos en el Mundial de 1994 luego de su segunda suspensión por doping. No obstante, siempre terminó por levantarse, y de pie continuó con su sarta de imprecaciones y denuncias. Incluso, con sus gestos solidarios invisibles, que por invisibles es preferible callar. “Cuántas veces me mataron, cuántas veces me morí, sin embargo estoy aquí, resucitando”, parecía ser su canción.

Jamás le perdonaron sus resurrecciones. Nada más arrogante que un drogadicto que se levanta y acusa, nada más despreciable que un “cabecita negra” de Villa Fiorito-Villa miseria proclamando “sus” verdades. Tanto ofendió Maradona a los aristócratas de barrio que hasta los intelectuales y políticos se dedicaron a rebatirlo en sus tesis y libros, como Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Alvaro Vargas Llosa en la segunda edición del Manual del Perfecto Idiota Latinoamericano. Ni a ellos ni a los poderosos de siempre y sus señoras les cuadraba que un personaje que salía todos los días en los medios luciera tatuajes del Che, visitara a Fidel Castro y hablara con Hugo Chávez.

Ninguno había podido sepultarlo. Lo intentó Carlos Menem, cuando por tapar escándalos de narcotráfico en su gobierno lo mandó apresar a la vista de camarógrafos y curiosos, lo intentó Havelange y lo intentó Berlusconi como presidente del Milán. Lo intentaron cientos de miles de periodistas y fanáticos que llevados por el “deber ser” impuesto por los “santos” consideraban que él era un transgresor agresor. ¿Un peligro por sus palabras? Su rebeldía jamás declinó. En 2009, cuando Argentina clasificó al Mundial, les dijo de todo a varios periodistas. El triunfo, una vez más, como antes, era su venganza contra el mundo. La Fifa, una vez más también, lo suspendió y multó.

En diciembre, durante una entrevista, a Joaquín Sabina un periodista de televisión le preguntó sobre ciertos personajes que le criticaban sus relaciones con funcionarios del alto gobierno. Respondió que les diría como el sabio Maradona y guardó silencio. El periodista volvió a interrogarlo. Entonces Sabina contestó que si lo decía lo podrían suspender, como a Maradona. Sabina ha sido uno de sus “fans”, como Emir Kusturika, que hizo una película sobre él, como Andrés Calamaro o Rubén Blades, que le compusieron canciones, todos ellos, personajes salidos de la línea del Bien, desafiantes, rebeldes, hijos de los ’60. Todos ellos, enemigos de lo establecido, dibujado, decidido. Todos ellos, y Sindelar, Garrincha, Cantoná, Higuita, Gerard Muller y Romario, destinados a la quinta paila del infierno.

Por Fernando Araújo Vélez

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