El Magazín Cultural

Libros y bandoleros (1962-1964)

Presentamos uno de los capítulos del libro La paz olvidada, de Robert A. Karl, que hace un profundo e investigado recuento de la historia de Colombia desde el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, e intenta encontrar las respuestas a lo que ha ocurrido con los procesos de paz en Colombia.

Robert A. Karl
02 de junio de 2018 - 07:55 p. m.
Orlando Fals Borda, autor de una de las investigaciones más completas de lo que ocurrió en Colombia en los tiempos de La violencia.  / Cortesía
Orlando Fals Borda, autor de una de las investigaciones más completas de lo que ocurrió en Colombia en los tiempos de La violencia. / Cortesía

Las noticias viajaban rápidamente entre la ciudad y el campo, sobre todo si en una de las puntas del recorrido había una reina de belleza. Era apropiado que, en septiembre de 1962, la Reina de Reinas de Colombia hiciera un gesto a favor de la convivencia, ya que había recibido su primera corona en el Festival Folclórico de Ibagué, dos años antes. En un momento en que los colombianos sufrían por una avalancha de ataques perpetrados por quienes habían dado en llamar “bandoleros”, la reina ofreció visitar las tierras remotas de su Tolima natal para tratar de convencer a los jóvenes descarriados de que volvieran a una vida pacífica. Para los observadores internacionales —y quizá también para otros—, la idea era descabellada; sin embargo, desde que los líderes políticos se habían comprometido a poner término a la violencia, a finales de la década de los cincuenta, los colombianos tendían a ver a las mujeres como un correctivo para el exceso de las pasiones políticas1. En todo caso, la invitación de la Reina de Reinas, como comentó la Embajada de Estados Unidos, “probablemente tuvo el efecto contrario; el de inducir a nuevos reclutas”2.

El largo proceso al cabo del cual se inventó “la Violencia” llegó a una fase crucial en 1962. Al tiempo que los proyectos intelectuales y personales de Orlando Fals Borda y sus colegas letrados se intersecaban con la alta política en la capital, los asaltos no partidistas de bandoleros en las carreteras del país hacían que se propagara el miedo a la violencia. En medio del debate sobre la violencia pasada y presente, los colombianos trataban de entender cómo las manifestaciones recientes de violencia se conectaban con lo que habían vivido en los años cuarenta y cincuenta, pero no eran su continuación. Las ideas y propuestas que aparecieron en el terreno público en forma de peticiones, discursos y monografías académicas determinaron los rasgos fundamentales de una narrativa nacional duradera. Las ideas múltiples sobre la violencia empezaron a transformarse en el concepto de la Violencia. Debemos, entonces, volver a la pregunta acerca de qué querían decir los colombianos cuando hablaban de “violencia”. La publicación, en 1962, de La violencia en Colombia, de Fals Borda y sus colaboradores, amplió el espíritu inquisitivo que había caracterizado la primera etapa de la transición democrática. Al revelar los hallazgos de la Comisión de Paz, La violencia en Colombia reabrió el tema de la responsabilidad por la violencia partidista de las décadas anteriores. El asunto de la memoria adquirió una importancia sin precedentes en la transición colombiana. La nueva política con respecto al pasado contribuyó a moldear la política del presente. A partir de 1962 la memoria partidista y generacional, en sus diversas formas, influyó en las discusiones en torno a la experiencia compartida de los colombianos. La revisión que de la convivencia hizo la élite, elaborada sobre la premisa de que no era recomendable hablar sobre el pasado, se ha convertido en un eje de los relatos del periodo del Frente Nacional3. Sin embargo, el silencio decretado por el país político no tuvo tanto alcance ni fue tan eficaz como se ha supuesto. Paradójicamente, abrió el espacio para que dos versiones opuestas del pasado entraran en la conciencia del público.

La ciencia social fue el vehículo para la primera de las dos versiones. Los acercamientos académicos a la idea de la violencia no se suspendieron después de los feroces debates de 1962. Los estudiosos dieron sus visiones y alcanzaron sus conclusiones a la luz de la oposición política y de su propia evolución como pensadores. Los cambios en la práctica de la violencia generaron consideraciones adicionales. Una nueva ronda de intercambios entre la idea y la práctica de la violencia llevó a los científicos sociales a buscar marcos conceptuales nuevos dentro de los cuales pudieran explicar la violencia. La búsqueda fue intelectualmente productiva, pero también inquietante. Germán Guzmán Campos, que hizo un puente entre el estudio de la violencia de los años cincuenta y la ola académica de los años sesenta, escribió, en La violencia en Colombia, que “se pensó elaborar... [el] inmenso esfuerzo realizado desde el 10 de mayo de 1957 para presentarl[o] en un segundo tomo que deberá llamarse: ‘Cómo se hace la paz’”. Dos años después, escarmentado por los efectos colaterales de su trabajo anterior y preocupado por la seguridad en las provincias, ya no escribía de manera tan confiada sobre la paz; entonces, describió la violencia como un fenómeno generalizado. Con base en uno de los posibles relatos del pasado se construyó el concepto de la Violencia, que expresaba la experiencia de los letrados. Como sugieren las palabras de Guzmán, los programas de rehabilitación de la administración de Lleras estuvieron en el centro del debate en 1962 y los años siguientes. La nueva política con respecto al pasado estuvo acompañada por un rechazo al enfoque del presidente liberal, con su indulto político, sus fondos para la reconstrucción de la provincia, y su colaboración entre el Estado y los ciudadanos del campo. “Esas medidas están gastadas y no se pueden emplear de nuevo”, se dijo en El Tiempo en agosto de 1962, parafraseando al recién posesionado ministro de Justicia. “[Hacerlo] significaría un exceso de magnanimidad para quienes no quisieron rehabilitarse, sino que prefieren desafiar al Estado y declarar la guerra a la nación”4. El llamado de la reina de belleza a la persuasión como camino hacia la paz reflejaba un estilo en desuso. La lucha entre el país político y el país letrado por definir el conflicto de la nación influía profundamente en la manera como los colombianos pensaban y actuaban en contra de las formas contemporáneas de violencia. Junto a los intelectuales y los políticos que estudiaban la violencia como idea y como práctica, apareció en la escena un grupo de letrados militares. Eran oficiales jóvenes de alto rango. Tenían una visión próxima a la de los intelectuales en cuanto consideraban la violencia como un objeto de estudio científico; sin embargo, abogaban por una respuesta basada en la fuerza, lo cual hacía que su posición fuera semejante a la de los líderes de ambos partidos, especialmente el Conservador. A medida que el lenguaje de la paz daba paso al de la pacificación impuesta de arriba hacia abajo, el ejército, armado con una nueva estrategia y con mayor capacidad, intervenía en el Tolima Grande como nunca antes. Los debates políticos que se produjeron en Colombia entre 1962 y 1964 son esenciales para comprender tanto los orígenes de las ciencias sociales en el país como el surgimiento de un nuevo establecimiento militar. Ambas empresas fueron, en su momento, celebradas en todo el hemisferio. Los programas militares y los científicos sociales compartieron un contexto: el desarrollismo. Como parte de la expansión de las Fuerzas Armadas, los pensadores militares profesaron sin reservas su fe en que los programas militares y el desarrollo socioeconómico se beneficiaban mutuamente. La experiencia que se vivió desde comienzos de los años sesenta hasta mediados de la década en la provincia sugería que, en efecto, los dos procesos estaban conectados, pero no del modo como los militares letrados creían. De hecho, ambos procesos podían llevar a grandes desilusiones. El optimismo de los primeros años de la transición democrática y de la paz criolla disminuyó, aunque los colombianos obtuvieron un sentido renovado de nación entre 1962 y 1964 gracias a que los estudios sobre la violencia ayudaron a mejorar la mutua comprensión entre el campo y la ciudad, así como a las campañas del ejército, que llevaban el Estado a lugares aislados. Tanto para las comunidades rurales como para los intelectuales reformistas de la Universidad Nacional de Colombia, el recuerdo de este periodo desplazó el de un pasado más lejano. Esto hizo que una nueva imagen de nación —marcada por cierto pesimismo— tomara forma. Cómo se hizo La violencia en Colombia (1960-1962)

Aunque se había escrito y hablado mucho sobre la violencia entre 1957 y 1958, el público colombiano nunca pudo digerir del todo los contenidos de las indagaciones acerca del tema. El vasto conjunto de memorias y documentos que la Comisión Nacional Investigadora acopió no se difundió popularmente; solo influyó en el diseño de políticas gubernamentales. La ausencia de una narrativa nacional y sintética sobre el pasado reciente impidió que las lecturas partidistas, regionales y locales de la violencia se reconciliaran. Para que la conciencia pública empezara a estructurarse en torno a un referente compartido, se necesitó que confluyeran la experiencia de la Comisión Nacional Investigadora y la energía intelectual de la nueva camada de científicos sociales del país. Cada campo encarnaba, a su manera, la influencia del celo investigativo que había caracterizado el primer periodo de la transición democrática. Alberto Lleras Camargo, representante de esa disposición de ánimo, fue el primero en ensamblar las piezas de la empresa y en ponerlas en funcionamiento. Durante una parada improvisada en el Líbano, en enero de 1960, mencionó ante el Concejo que el padre Guzmán estaba “en mora de escribir un libro sobre la violencia, dado el conocimiento que tenía del problema”. La declaración expresaba la predilección de Lleras por la convivencia y la palabra escrita. Guzmán, aparentemente, no tenía en ese momento la idea de escribir el libro. Desde que la Comisión de Paz mermara su actividad, el año anterior, el padre había regresado a su parroquia llevando consigo el archivo de la comisión. Pronto la Iglesia católica habría de recompensarlo con el título de monseñor por sus servicios a Colombia y a la fe. Como tantos otros testigos y tantas otras historias de la violencia, Guzmán y su archivo se habían desconectado de la conversación nacional sobre el tema5. Pasaría otro año antes de que Guzmán comenzara a escribir. Habría de hacerlo tras ser espoleado de nuevo por Lleras. Cuando los letrados de la Universidad Nacional volvieron sobre el asunto de la violencia, Camilo Torres les sugirió casualmente que revisaran el archivo de Guzmán. Su propuesta fue decisiva tanto para el destino de la ciencia social en Colombia como para el futuro de los viejos y nuevos letrados. Los sociólogos fueron a visitar a Guzmán en el Líbano, y la conversación que sostuvieron, acerca del archivo y del compromiso de la Facultad de Sociología con el estudio de la “problemática colombiana”, desembocó en la propuesta de que Guzmán escribiera sobre la violencia. Al principio el sacerdote se mostró renuente, pero, a instancias de los académicos, Lleras intervino para convencerlo del valor de la empresa. El presidente también intercedió ante los superiores del sacerdote para que le concedieran una licencia que le permitiera reunirse en Bogotá con sus nuevos interlocutores6. La mano de Lleras estuvo, pues, en el inicio de la segunda ola de investigaciones sobre la violencia, como había estado en el inicio de la primera. En la primera mitad de 1962 se allanó el terreno para que se transformara la idea que los colombianos tenían de la violencia. Guzmán y sus anfitriones empezaron a trabajar con la intensidad característica de aquellos tiempos. La fácil integración de Guzmán a la ciudad letrada facilitó el empeño. El padre, que —como demuestra la investigación hecha por la Comisión Nacional Investigadora— no era ajeno al campo de la sociología, aprovechó la oportunidad para estudiar la disciplina junto a los mejores sociólogos del país. De Camilo Torres lo impresionaron su magnetismo y, sobre todo, su manera de vivir el evangelio de manera comprometida, con el desapego del servicio combinado con el rigor del educador7. A sus compañeros, Guzmán les ofrecía no solo la información contenida en sus entrevistas y otros documentos, sino también su experiencia de primera mano con la Colombia rural que había estado dominada por la violencia y que constituía un mundo que los académicos apenas empezaban a descubrir. Guzmán facilitaría además el primer viaje de campo de Fals a Sumapaz, y lo acompañaría en esa experiencia formativa8. A medida que el libro soñado por Lleras y por los sociólogos tomaba forma, el ejemplo de la Comisión de Paz también iluminaba de otras maneras el proyecto de los letrados. Para reproducir en parte la estructura de la comisión y para incorporar la diversidad de la ciencia social contemporánea, la Facultad de Sociología pidió a un militar y a un psicólogo que escribieran sendos capítulos de la obra. La propuesta no tuvo éxito, pero Fals y Guzmán lograron que Eduardo Umaña Luna, contemporáneo de Fals y de Torres, y primo hermano de este último, se incorporara al proyecto. El abogado Umaña Luna había formado parte del aparato burocrático que contribuyó a la implementación de la paz criolla9. Mientras que el trío integrado por el sacerdote católico, el profesor protestante y el jurista librepensador escribía, Camilo Torres, tras bambalinas, conseguía que la Fundación de la Paz, una institución creada por una prominente familia liberal, le otorgara los fondos que permitirían la manutención de Guzmán en Bogotá y la publicación del libro10. El libro apareció en 1962, meses después de que se iniciara su escritura, y se convirtió inmediatamente en un clásico. Su primer tomo es la obra de no ficción más famosa en la historia de Colombia y ha sido la más controversial. Su repercusión en la vida intelectual y política del país nunca ha sido plenamente apreciada, en parte debido a que los términos de la polémica que rodeó su publicación se leyeron a la luz de los primeros años de la transición democrática y se entendieron como rasgos incuestionables del relato que los colombianos se contaban sobre la política del Frente Nacional. Las discusiones más explícitamente científicas incluidas en La violencia en Colombia presentaban a la opinión pública argumentaciones en verdad novedosas. El contenido histórico del libro también dio paso a un replanteamiento de la política, que posteriormente se convirtió en una parte ineludible de la idea de la violencia. La violencia en Colombia —la obra más extensa de cuantas se han publicado en la serie de monografías de la Facultad de Sociología— es, a la vez, más y menos que la suma de sus dos partes. Fue un ejercicio de pluralismo intelectual: cada autor tuvo la libertad de acercarse a sus temas de la manera que considerara apropiada11. En grados diversos, los conceptos de la sociología estructuralista ataron el producto de cada autor al tema común; al respecto es significativo que el subtítulo original, desechado en la edición más reciente, fuera “Estudio de un proceso social”. La violencia en Colombia garantizaba la viabilidad de la sociología en la Universidad Nacional y confirmaba la posibilidad de una ciencia social nacional. La diversidad de voces que conformaban el libro también hacía que este se dirigiera a un público diverso. Esta fortaleza acarreaba, a su vez, desventajas. A mediados de la década de los noventa, el historiador Carlos Miguel Ortiz escribió que “aún se percibe desintegración entre el valioso material proveniente de las fuentes orales y escritas y las conceptualizaciones inspiradas en teóricos de la sociología, lo cual se hace más notorio al pasar del discurso de un coautor al otro”12. Los dos volúmenes de La violencia en Colombia (el segundo se publicó en 1964) son de difícil lectura; están llenos de referencias crípticas a acontecimientos y de una terminología disciplinaria abstrusa, de la que Fals comenzó a alejarse tan pronto como terminó de trabajar en la obra13. Por otra parte, La violencia en Colombia también está lleno de complejidades que han pasado inadvertidas. Hay que considerar, en primer lugar, las influencias que se perciben en el libro como trabajo sociológico. No sorprende que el lenguaje del estructuralismo predomine (que se haga énfasis en cómo la violencia dio forma a “instituciones” tales como la familia, o en cómo —en el largo capítulo de Umaña— las instituciones judiciales colombianas no estaban alineadas con la “situación socioeconómica del país”)14. Cuando se contemplan sobre el telón de fondo del compromiso de los letrados con la idea de la violencia, se hace evidente que tales análisis contribuyeron gradualmente a formular una definición que hizo que la “violencia” se convirtiera en “la Violencia”. Por ejemplo, pese a la descripción explícita que hizo Guzmán del periodo que siguió a 1957 como un periodo de paz, el lente estructuralista hizo que se viera la violencia como un sistema que perduraba, a pesar de su aparente ausencia. “La violencia es algo más que una hecatombe brutal y que los incendios y que la miseria”, escribieron Guzmán y Fals Borda en un capítulo sobre las “consecuencias de la violencia”. Siguiendo una línea argumentativa a la que volverían en el segundo tomo, propusieron que “la violencia es una problemática que no ha pasado... pervive en sus más hondas implicaciones, macerando factores que precipitarán un cambio radical de estructuras en el país”15. Era un razonamiento oscuro, que estaba ligado a la idea de que la revolución colombiana se encontraba a la vuelta de la esquina, y que contenía la semilla de la idea que hacía de la violencia un rasgo definitorio de la historia de Colombia. La evaluación de Guzmán y Fals muestra el sentido ambiguo que a mediados de siglo tenía el término “la violencia”. Mientras que hoy, por reflejo, prevalece el término “la Violencia” (una instancia históricamente específica de violencia), en aquel tiempo “la violencia” podía significar simplemente violencia16. Hay indicios de que en los años cincuenta y sesenta los colombianos emplearon el término para delimitar un periodo de tiempo y no la “técnica de la violencia”, como dijo Fals17. Con todo, ese uso estaba lejos de ser la norma o siquiera común; a mediados de la década de los sesenta, seguían circulando ampliamente las antiguas nociones de “violencia política y económica”, sin especificidad cronológica18. Al tiempo que presentaba el término “violencia” como denotativo de un problema amplio, Fals avanzaba hacia la fijación de un significado particular. Sus papeles privados indican que durante años probó con diversas maneras de escribir la palabra19. En la segunda página de La violencia en Colombia puso el término entre comillas, al declarar la importancia de que la “sociedad colombiana” daba al “problema de la ‘violencia’20. En otro lugar del libro, Guzmán lo emuló al utilizar “la violencia” no para denotar la violencia en general, sino en el pasado reciente de Colombia. Otros harían lo propio en los años siguientes. A partir del primer tomo de La violencia en Colombia, la idea de la violencia tomó nuevas formas; se amplió a la vez que se estrechaba. Mientras Fals usaba La violencia en Colombia como terreno para ensayar ideas nuevas, Guzmán aprovechó la oportunidad para regresar al trabajo con la memoria que había dejado incompleto en 1958. Su inmersión en la bibliografía académica del cambio social parece haber fortalecido en él la convicción —que expresó por primera vez en 1958— sobre la autorrealización redentora de los campesinos colombianos. La sistematización de este concepto caracteriza el esfuerzo de Guzmán en La violencia en Colombia y constituye la segunda interpretación que el autor haría de la “violencia”. En los dos primeros tercios del primer tomo, Guzmán transformó el drama que había escrito en su diario, a partir de testimonios de primera mano, en una exploración estructurada de la expansión geográfica y social de la violencia. En La violencia en Colombia se llegó a una conclusión doble. En el libro se describía la experiencia del país con la violencia como la crisis total de la sociedad nacional21. “Todos podemos ser culpables, por comisión y omisión, de los hechos violentos que han venido ocurriendo”, escribió Fals en el prólogo22. Por su parte, Guzmán se decantaba por algo más específico al encontrar en la “violencia oficial planificada” del Partido Conservador el origen de la “catástrofe” nacional que se inició en 194623. Esta acusación desató el debate que Fals luego describiría como “uno de los… más agitados e intensos en la historia del país”, que modificó las conversaciones de los colombianos sobre la violencia y significó una prueba de fuego para los letrados de la Universidad Nacional24. Los contextos político, intelectual e individual serían esenciales para la gestación de “la Violencia”.

Violencia del presente y Violencia del pasado

Los capítulos de Guzmán constituyeron una revelación para el país letrado. La violencia en Colombia, aparecida en julio de 1962, le presentó al público una serie de teorías unificadas que vinculaban la violencia a la política, a la economía, a la sociedad y a la cultura (es decir, que exploraban la idea de la violencia, o la violencia como idea), al mismo tiempo que detallaba de manera terrorífica la agonía de la masacre y la mutilación (la violencia como práctica, o la práctica de la violencia)25. Los primeros críticos del libro no salían de su asombro. El trabajo de Guzmán era “la más seria, útil, objetiva, justa y patriótica investigación de las raíces sociales de la violencia, adelantada con… la comprensión humana del integral discípulo de Cristo, y la penetración científica de un sociológico riguroso”, escribió a mediados de julio el liberal Fabio Lozano Simonelli, exsecretario privado de Lleras26. Es importante anotar que la primera ronda de reacciones al libro trascendió la división entre partidos. Gonzalo Canal Ramírez, que de muchas maneras había sido pionero en la discusión sobre la violencia rural tras la caída de la dictadura, admitió que no había podido dormir después de leer La violencia en Colombia. Guzmán y compañía habían llevado a cabo la investigación que el mismo Ramírez dejara inconclusa en 1958, y lo habían hecho con genialidad. En su reseña publicada en El Tiempo a finales de julio, Canal dice que La violencia en Colombia es “acaso el [libro] más importante de cuantos he leído de autor colombiano”. Ese conservador de provincia, estrechamente vinculado con el estamento militar, le atribuía gran parte del éxito de la obra a Guzmán; explicaba que ningún otro colombiano igualaba la claridad que el sacerdote tenía sobre “el principal flagelo de nuestro país”, y que su conocimiento estaba reforzado por las indiscutibles pruebas recogidas por la Comisión de Paz. “Hay conclusiones ante las cuales uno no puede dudar, como aquella de que la violencia comenzó como una autodefensa del campesino ante el abuso, la codicia y la persecución de ciertas autoridades”, escribió Canal Ramírez27.

Las discusiones sobre la violencia del pasado rápidamente se solaparon con la violencia del presente. En particular, dos formas de violencia condicionaron la respuesta política a La violencia en Colombia. La primera fue la incursión (hasta entonces inusitada) de la violencia en el escalón medio —de provincia— del país político: en vísperas de la posesión presidencial del 7 de agosto (en un periodo que solía ser tranquilo), asesinaron a dos congresistas, cada uno perteneciente al bloque minoritario de uno de los dos partidos28. La violencia en Colombia, publicada pocos días atrás, se convirtió en munición para la lucha que a continuación se libró en el Congreso. Un congresista liberal puso de relieve el hecho de que el conservador laureanista asesinado aparecía en el libro por sus posibles conexiones con los pájaros (sicarios conservadores) del Valle del Cauca, de donde era nativo29. La segunda forma de violencia que condicionó la respuesta política al libro era de mayor alcance. A mediados de 1962 el tema de la violencia estaba otra vez en boca de los colombianos, y no solo por la nueva publicación. Mientras se escribía La violencia en Colombia, y cuando muchos colombianos seguían hablando de paz y del fin de una época violenta, varias regiones sufrieron el retorno del azote de 1958: los asaltos de carretera, en los que la identidad de partido no garantizaba la supervivencia30. Si bien los ataques representaban apenas un pequeño porcentaje de los homicidios perpetrados entre enero y julio, su distribución a lo largo y ancho del territorio nacional generó una preocupación que trascendió el interés regional (mapa 8). Además, al interrumpir el tránsito a través de los Andes, sobre todo entre Tolima y Caldas, los ataques amenazaban con desarticular el país. El coro de la oposición conservadora en el Congreso sonaba estruendosamente, al tiempo que se sucedían los ataques violentos. Tras un incidente ocurrido en el Huila en noviembre, que dejó más de diez muertos (entre ellos un prominente ganadero conservador), el senador laureanista Felio Andrade Manrique —que, en el puesto de gobernador, había hecho importantes contribuciones al establecimiento de la paz criolla en el Tolima Grande— se preguntó cómo era posible que menos de trescientos bandidos estuvieran “ganando la guerra”31. El cambio en la práctica de la violencia fue lo suficientemente marcado como para alterar el discurso de los colombianos sobre la violencia. “La violencia no se ejerce ya desde el gobierno”, escribió el antiguo editor de Semana en abril de 1962; la “violencia política” había dado paso a “una violencia bandolera”32. La Policía Nacional coincidía. Casi al mismo tiempo en que el editor de Semana hizo su declaración, la categoría en la que el gobierno llevaba la cuenta de las víctimas muertas por motivos partidistas, o relacionados con el partidismo, fue remplazada por la categoría más específica —pero no más concreta— de “Muertos por acción de bandoleros”33. ¿Quiénes eran los “bandoleros”? Un ministro estimaba que “el 80 %... son adolescentes con edades que oscilan entre los 15 y 20 años”34. Aunque la estimación podía ser exagerada, era ampliamente aceptada: “los hijos del monte” —esa generación de muchachos del campo que habían quedado huérfanos por el conflicto de los años cuarenta y cincuenta— se habían hecho hombres de muy mala manera. En la imaginación de muchos, solo el aislamiento total con respecto a las instituciones sociales podía explicar el sadismo y la “descomposición moral” característicos de ese tipo de delincuentes35. El ejemplo era Teófilo Rojas, alias Chispas, que a los veintisiete años era ya un veterano. Hacía tiempo que Chispas, perseguido constantemente por el ejército, había abandonado la finca que el gobierno lo ayudara a comprar por medio de la Rehabilitación. Campeaba de nuevo sobre las cumbres que separan el Tolima Grande de las tierras cafeteras al occidente. El saber popular culpaba a Chispas y su cuadrilla por el mayor de los asaltos cometidos contra buses y otros vehículos a comienzos de 1962. El gran Coco de la región central de Colombia había resucitado. La aparición, en 1962, de esa forma de violencia tan gravosa (los asaltos a vehículos) incidió en la manera como el país político y el país nacional juzgaron los triunfos del gobierno de Lleras y en la manera como vieron el futuro del país. En primer lugar, el que uno de los mayores beneficiarios de los préstamos de la Rehabilitación protagonizara la nueva ola de violencia revitalizó la oposición de los conservadores a la medida más insigne del presidente. En segundo lugar, el perfil demográfico de los herederos de Chispas indicaba, aparentemente, que la atención que Lleras había prestado a la educación no era suficiente. Según cierto sector de la opinión, no había rehabilitación posible para aquella generación. Aunque los seguidores de Laureano hacían hincapié en su compromiso con la intención original de los pactos del Frente Nacional, habían quedado fuera de la coalición del gobierno, lo cual aseguraba que ninguna política de Lleras estaba a salvo de sus críticas condenatorias. A fines de julio, el senador Álvaro Gómez revivió uno de los temas principales de los acalorados debates de 1959; aseguró que “un bandolero tan monstruoso” como Chispas había recibido ayuda del gobierno, “de tal manera que pudiera interpretarse la tarea de rehabilitación adelantada por este gobierno como una obra encaminada a facilitar los crímenes de las pandillas violentas”. Esta posición marcó un cambio de rumbo para Gómez, que, como notaron los senadores liberales, había defendido apasionadamente la Rehabilitación tres años antes36. Las críticas conservadoras a la administración liberal se mezclaban con los ataques a La violencia en Colombia. Álvaro Gómez, para no ir más lejos, fundió su crítica de la rehabilitación con su condena a la obra, con el argumento de que estaba “respaldada por unos documentos secretos” e incluso “financiada posiblemente con dineros públicos”37. Cuando El Siglo, el periódico de los Gómez, reprodujo la acusación de Álvaro, también descalificó al patrocinador privado y liberal de La violencia en Colombia, al describirlo como “una institución que arranca patrocinando el recrudecimiento de odios”38. Este golpe presagiaba una estrategia mayor del Partido Conservador para cuestionar los medios de Guzmán y sus colegas. Hay dos rasgos de la vida intelectual de la Colombia de mediados del siglo xx que explican el procedimiento de la campaña contra la violencia en Colombia.

Primero, los colombianos concebían la memoria y la historia como maneras separadas de narrar el pasado (su concepción resuena con la distinción que hace el historiador francés Pierre Nora)39. Todos los colombianos que habían llegado a la escuela secundaria desde la segunda década del siglo oyeron que se definía la historia como “maestra de la verdad”, objetiva e incuestionable. Se trataba de un campo del saber que estaba más allá del control humano40. La memoria, en cambio, se consideraba parcial y sujeta al capricho de los hombres. Algunos sectores de la sociedad colombiana podían reclamar su poder sobre la “historia” para negar la legitimidad de representaciones alternativas del pasado en el terreno público. Esta estrategia se vio reforzada por una característica estructural del país letrado: durante la década anterior al Frente Nacional, el control absoluto del Partido Conservador sobre la burocracia había obligado a los liberales como Fals a cursar en el exterior sus estudios especializados41. Esto trajo como resultado que, en 1960, hubiera en el país menos practicantes conservadores de las ciencias sociales contemporáneas que liberales. La respuesta de los conservadores a La violencia en Colombia se basaba, en su mayor parte, en invocaciones generales a la verdad científica que reflejaban el vago reclamo de la prerrogativa de la historia. Hubo una excepción importante: Miguel Ángel González, un jesuita conservador, profesor de Economía, que acababa de volver de estudiar sociología en Europa y que era algo así como el opuesto de Camilo Torres42. La larga reseña de La violencia en Colombia que González publicó en 1962 es una pequeña obra maestra que no ha sido valorada como se merece. Es el examen más cuidadoso y exhaustivo del libro hasta la fecha. González hace un escrutinio intelectual y moral; señala la narrativa irregular de Guzmán; afirma que en el estudio, que pretende ser nacional, el cubrimiento regional es insuficiente, y desaprueba el cálculo que Guzmán y Fals hacen de los homicidios que tuvieron lugar a lo largo de la década43. La reseña del jesuita precipitó “el clímax de la reacción” a La violencia en Colombia en la prensa conservadora44. Fue publicada inicialmente por la universidad jesuítica de Bogotá, y luego se reprodujo en los dos periódicos nacionales de los conservadores45. Entonces, El Siglo le propinó a Guzmán un fuerte golpe. Con base en la información de la que González, siendo religioso, disponía —respecto a que monseñor Guzmán no había obtenido permiso eclesiástico para publicar el libro (que era un asunto aparte de su traslado autorizado del Tolima a Bogotá)—, en el periódico se dijo que el cubrimiento positivo que se hacía en La violencia en Colombia de “un niño bandolero” (figura 2) y de otros personajes similares probablemente habría impedido que la publicación fuera aprobada por la Iglesia. Al día siguiente —y como si se hubiera preparado para ello—, el cardenal arzobispo de Bogotá reprendió a Guzmán por violar la ley canónica y eximió a la Iglesia de toda responsabilidad con respecto a los contenidos del libro46. La prensa conservadora de Bogotá se presentaba, pues, como más católica que Guzmán. Reconvenido por su superior, el sacerdote se marchó a Europa y luego a México. Corrieron rumores de que había sido expulsado del país. En la única de sus cartas a Camilo Torres que ha sobrevivido, parece decir que el clima político fue la razón de su exilio. Se refiere a sí mismo como “este infeliz, humilde, hundido y desmedrado hijo de la democracia”, y le pregunta a Torres: “¿Es oportuno que regrese a Colombia?”. El castigo eclesiástico que temía no era el exilio sino ser trasladado de Bogotá, sede del país letrado, a alguna parroquia tolimense47. Los conservadores reclamaban para sí la historia del mismo modo como reclamaban la defensa de la fe y la moral. Como Camilo Torres comprobaría al año siguiente (durante la disputa que se armó en torno al centro de entrenamiento de los Llanos), Álvaro Gómez no admitía que se cuestionara el legado de su padre: aun antes de la reseña del jesuita, negó que su partido tuviera parte alguna en el desorden de Colombia. Cualquier insinuación que lo contrariara era anatema; una “deformación de la historia”, en sus palabras48. Las condenas seguían produciéndose. La sociología, según El Siglo, era una fachada: “A la sombra de ellos, se urde una trama de historia anti conservadora”. Una y otra vez, los columnistas y la dirección del periódico decían que La violencia en Colombia exhibía un “crudo sabor partidista con empaque de ‘técnicos’”, “cuatrocientas páginas de sectarismo concentrado, purificado hasta el máximo a través de un filtro ‘sociológico’49. Según el relato de los conservadores, el pasado se leía en la verdad objetiva de la historia. Decir otra cosa constituía un acto de violencia contra el pasado50. Los críticos conservadores atacaron la evidencia que yacía en la base de la escritura de Guzmán. Los análisis de González encabezaron ese ataque. En la reseña se leía: “Al hacer la ‘historia’ del conflicto no se consultaron muchas opiniones, documentos o personas que tomaron parte eminente en aquel periodo histórico… El solo testimonio de un criminal ocupa un espacio por lo menos 20 veces mayor que el de todos los Señores Obispos del país”51. Esas palabras animaron a los letrados y los políticos conservadores. En una columna de opinión se dijo que “[las] páginas [de La violencia en Colombia] carecen de honestidad intelectual, por la sencilla razón de que por ellas no asoma la fundamentación científica ni la seriedad documental”52. De acuerdo con ese razonamiento, la supuesta inclinación partidista del libro se burlaba de la objetividad científica, y su vinculación con el archivo de Guzmán (de la Comisión de Paz), al que González se refería como “un sistema de auto-citas ad infinitum”, lo descalificaba por completo53. Los recuerdos de los colombianos de las provincias, ya fueran víctimas o victimarios, se consideraban una representación ilegítima del pasado. Los políticos conservadores presentaron vigorosamente un contrarrelato del siglo xx, articulado sobre la República Liberal de la década de los treinta, en la que el conservatismo ubicaba el verdadero origen de la violencia política. El líder de la oposición liberal, Alfonso López Michelsen, observó que al comienzo del debate sobre La violencia en Colombia a Álvaro Gómez “seguramente no le había gustado” que Guzmán y compañía “dedica[ra]n a duras penas diez páginas para hablar de la violencia en los gobiernos liberales, y más de trescientas para analizar ese problema en los gobiernos conservadores”54.

Los liberales no objetaron la afirmación de que las disputas hubieran empezado tras la victoria del liberalismo en 1930. Ese hecho, como indicó cierto conservador de alto rango, no estaba en disputa55. La disputa real giraba en torno a las cuestiones de responsabilidad regional y nacional y a la proporcionalidad: a la diferencia entre violencia y “violencia”; a la diferencia entre el uso de la coacción en la política y la represión sistemática de un partido. Las posiciones de los partidos eran perfectamente opuestas: los liberales sostenían que la resistencia conservadora, y no la acción gubernamental, había llevado al desorden a comienzos de la década de los treinta, mientras que los conservadores afirmaban que exactamente lo inverso podía decirse sobre el final de los años cuarenta56. Los conservadores señalaron, como evidencia de la simetría, el uso que, en el pasado, los liberales habían hecho de la frase “guerra civil no declarada”. La frase, sin embargo, era anterior a los descubrimientos sobre la violencia en la Colombia rural57. Para octubre de 1962, los conservadores habían endurecido sus posiciones. Por ejemplo, el antiguo vicepresidente de Laureano, que además había sido ministro en el gobierno liberal de 1930, describió en 1960 cómo “se desató la persecución de los liberales triunfantes contra los conservadores vencidos, especialmente en los departamentos de Boyacá y los Santanderes”, pero felicitaba al gobierno liberal porque había hecho “todos los esfuerzos imaginables para estancar la sangría,” pese a que esos esfuerzos solo hubieran dado resultados parciales58. En cambio, en 1962, el laureanismo promovía una narrativa de total victimización. La represión de 1930 contra los conservadores, según se dijo atronadoramente en un editorial de El Siglo, había sido “ordenada por las autoridades liberales. Y con la complicidad del gobierno [en Bogotá]... Y se prolongó durante la administración liberal”59. El pasado y el presente estaban volviéndose intercambiables. La aparición de La violencia en Colombia coincidió con la primera transición presidencial del Frente Nacional e hizo que fuera más urgente la discusión política acerca de cómo debía el nuevo gobierno hacer frente al encarnizamiento de la violencia rural. El apoyo implícito que se daba en el libro a la convivencia de Alberto Lleras tenía como contraparte el discurso de cero conciliación que emitía el gobierno. La necesidad de que se formara una unidad nacional en apoyo a la administración contribuyó a ahogar el debate en torno a la responsabilidad partidista que el libro había ocasionado. La violencia en Colombia, pues, influyó de manera importantísima en la formulación de respuestas a las preguntas sobre la idea y la práctica de la violencia. El rechazo del trabajo que la Comisión de Paz había hecho con la memoria conllevaba un rechazo de su trabajo pacificador. Guillermo León Valencia no solo divergía de su predecesor en cuanto a estilo, sino que no compartía la opinión de Lleras con respecto al legado de autoritarismo de los años cuarenta y cincuenta. Aunque al final de su presidencia Lleras había parecido más dispuesto a considerar un enfoque militarista para abordar el problema de la violencia, no se decidió a adoptarlo. “Hay dificultades políticas que impiden que el gobierno se decida por adoptar una línea más dura”, dijo un consultor de seguridad británico a sus superiores en Londres en 1962. “Siento que le tienen miedo a la opinión pública. Creen que la aplicación de medidas más fuertes podría llevar al público a pensar que el gobierno actúa de manera antidemocrática o que se está revirtiendo a una dictadura”60. Además, Lleras y sus consejeros estaban “fuertemente identificados, para bien o para mal, con una política de apaciguamiento con respecto a los bandoleros”. Valencia podía estar “completamente comprometido con la eliminación de la violencia”, ya que no tenía ningún vínculo con la convivencia y deslegitimaba la mayoría de las formas de violencia por considerarlas bandolerismo. La pacificación por las armas —antes que la “persuasión y los sistemas de conciliación” de la época de Lleras— estaba a la orden del día61. Una vez más, los acontecimientos en las provincias acondicionaron la receptividad política. A la semana siguiente de que, en su discurso de posesión, Valencia llamara a una campaña nacional inflexible contra la violencia, una banda conservadora asesinó a más de veinte personas en una carretera. El ataque tuvo lugar en la frontera entre Boyacá y Santander, una región que durante mucho tiempo había estado libre de ese tipo de derramamientos de sangre (mapa 8). Canal Ramírez resumió el estado de ánimo que por esos días embargó al país al llamar al episodio “un caso típico de la violencia actual… cruel, morbosamente cruel, ensañada, exterminadora… Terrorista”62. Sobrevino entonces una avalancha de cartas y pronunciamientos procedentes de sindicatos, asociaciones profesionales, grupos comerciales y ciudadanos individuales (reinas de belleza, ingenieros, activistas de los derechos de la mujer, comerciantes, estudiantes, latifundistas y abogados), que les hicieron saber al gobierno y a la nación que repudiaban todo apoyo popular o político a los violentos. Proponían, además, una amplia variedad de terapias: desde la aplicación de la “técnica” para el desarrollo, hasta el establecimiento de la pena de muerte63. Desde los “días de mayo”, en los que se había tumbado la dictadura, la Colombia urbana no se hacía oír tan fuertemente y tan al unísono. El ejecutivo publicó su estrategia en una serie de discursos bastante dramáticos que pronunció ante el Congreso el 21 y el 22 de agosto (figura 12), justo cuando empezaba a mostrarse la influencia de La violencia en Colombia.

Citados por los ávidos legisladores de ambas cámaras, los ministros “jóvenes y enérgicos” de Valencia hablaron de la magnitud del problema y de sus posibles soluciones. El ministro de Guerra, general Alberto Ruiz Novoa, hizo la intervención más sonada —“la más completa que se hubiera escuchado”— de cuantas se hicieron sobre la violencia de mediados de siglo en el Congreso, de acuerdo con Gonzalo Sánchez G. y Donny Meertens64. Otros discursos tuvieron mayores consecuencias en el país político y el país letrado. El ministro de Gobierno anunció las políticas de la administración al decir que “la batalla definitiva” contra “los malhechores [que] le han declarado la guerra a la república” necesitaría “todos los recursos, aunque haya que reducir el ritmo en los demás órdenes de la actividad nacional”. Valencia, además de pedirle al Congreso amplios poderes especiales para reformar la justicia, buscó que se impusiera una “cuota de paz” del 20 %, en remplazo de un impuesto anterior destinado al desarrollo socioeconómico65. Algunos funcionarios del gobierno y miembros del Partido Liberal se lamentaron ante los diplomáticos estadounidenses por el daño que se haría a los prospectos de reforma y, en general, a la salud económica del país 66. Si bien muchos notables liberales estaban de acuerdo con Valencia en que se priorizara el programa contra la violencia, los conservadores eran los que más presionaban para que el programa se llevara a cabo. El ministro de Justicia, Héctor Charry Samper, acabó de entreverar la controversia en torno a La violencia en Colombia con la conversación sobre cómo proceder para enfrentar la violencia. Charry Samper estaba en la vanguardia ministerial de Valencia. Tenía treinta y dos años, y cara de búho. La evolución de su pensamiento trasunta los cambios de mentalidad que se produjeron en el Partido Liberal en cuanto al tema de la violencia. Sus posiciones con respecto a la Rehabilitación y a la discusión sobre el pasado anticiparon el encuentro del país político con el libro de Guzmán, Fals y Umaña. En 1959, el precoz Charry Samper, entonces miembro del Congreso, les dijo a sus compañeros congresistas que “el Estado colombiano es responsable directo de que los campesinos colombianos fueran lesionados y por ello al Estado le compete rehabilitarlos, ya que se les lesionó con las armas del Estado”. Sorprendentemente, esta idea liberal sobre la violencia no suscitó mayores críticas por parte de los conservadores, quizá porque Charry tuvo el cuidado de añadir que “deben ser castigados quienes persisten en el delito”67. Al inicio de la administración de Valencia, la preferencia de Charry por la ley y el orden, que antes había sido secundaria, pasó a definir su posición. Mientras él y sus colegas se alistaban para dar sus discursos, los demás congresistas hablaron profusamente sobre el pasado gobierno de Lleras. Por ejemplo, el senador laureanista del Tolima dijo que la “amnistía” de Lleras era directamente responsable por las fechorías actuales de los bandoleros. A esto, Charry Samper respondió con una tibia defensa de las políticas Lleristas: “Afirmó que en su época fueron buenas y produjeron resultados positivos.

Aclaró que, sin embargo, esas medidas están gastadas, y no se pueden emplear de nuevo porque ello significaría un exceso de magnanimidad para quienes no quisieron rehabilitarse, sino [que] prefirieron desafiar al Estado y declarar la guerra a la nación”. Colombia ya no estaba envuelta en “una guerra entre liberales y conservadores”, sino en una guerra entre los bandoleros y el Estado68. A Charry, consecuentemente, le parecía inútil discutir el pasado. Se declaraba parte de un grupo de coetáneos (y, podemos suponer, de un grupo de personas pertenecientes a un mismo mundo geográfico) que “no participó en [la guerra civil no declarada], que no ha recibido heridas del adversario, no tiene ningún reclamo nacional o generacional que hacer en un presunto juicio de responsabilidades”, y explicó ante las galerías atiborradas del Congreso que “me siento limpio de odio, me siento limpio de rencor”. En respuesta a los legisladores liberales y conservadores que lo escuchaban, y a los letrados de la Universidad Nacional que se encontraban a una distancia de pocos kilómetros al noroccidente, expuso la idea que se convertiría en central para el Frente Nacional: “El mayor servicio que le podemos prestar al país no es simplemente abstenernos de seguir haciendo juicios de recriminaciones, sino, además, abstenernos de seguir haciendo teorías sobre la violencia”. Charry añadía: “Si como político beligerante que he sido, jamás me empeñé en la plaza pública o en el parlamento en un debate de recriminaciones… Jamás pronuncié una sola palabra encaminada [a] herir al conservatismo”69. Con todo esto, conquistó al público. La noción de rehabilitar a Colombia no estaba muerta al inicio del gobierno de Valencia. Los miembros del gabinete hablaban de los esfuerzos en materia de educación y de los programas para los desplazados urbanos como “verdadera[s] obra[s] de rehabilitación” que no se habían visto mancilladas por los males de la Rehabilitación de Lleras70. En palabras de Charry, “Nada tienen que temer quienes están en paz, quienes han cumplido sus compromisos con el Estado colombiano”71. Los que no pertenecieran a esta categoría habían perdido su oportunidad. Aun cuando era un sentimiento comprensible en los colombianos traumatizados por la violencia, habría de tener graves repercusiones en las provincias, particularmente en el Tolima Grande. A finales de septiembre, al tiempo que las propuestas del gobierno para el reordenamiento judicial y el impuesto especial se estudiaban en el Congreso, La violencia en Colombia irrumpió nuevamente con la escena política, y su intervención amenazó con impedir el consenso dentro del país de la política y el país letrado. Los mil ejemplares de la tirada inicial del libro, financiada por la Fundación de la Paz, volaron tan rápidamente a las manos del país político y de la burocracia estatal, que los rumores sobre una posible censura por parte del gobierno no se hicieron esperar. La violencia en Colombia se convirtió en una rareza; encontrar un ejemplar constituía una experiencia social inusitada. Los ejemplares pasaban de mano en mano; todos buscaban a quien pudiera acceder a alguno72. A los pocos días de la publicación de la crítica del jesuita González, la segunda edición, de cinco mil ejemplares, llegó a las librerías. El libro, que se vendía junto con una copia de su crítica, editada a manera de panfleto, se apropiaba así de la controversia, que servía para aumentar las ventas. Vino entonces el clímax del drama de la recepción del libro. La Embajada de Estados Unidos comentó que “el alboroto fue tal que habría justificado un volumen adicional titulado Violencia causada por ‘la violencia’”73. El poder del pasado conmocionó al gobierno cuando el Monstruo abandonó el retiro de su senectud. Entre los propietarios (miembros de ambos partidos) de la joven editorial que publicó la segunda edición de La violencia en Colombia —y que antes había publicado varios títulos en los que se expresaba la melancolía del país político— se contaba Belisario Betancur, el ministro de Trabajo de la administración de Valencia, que era laureanista. “Verde de ira con el libro”, según se dijo, Laureano confrontó a su seguidor. El ministro ofreció su renuncia, con lo que se produjo una crisis ministerial74. El incidente era previsible, si se toma en cuenta la inquina que se tenían los dos partidos. Los conservadores ya estaban predispuestos por una columna que, en respuesta a la reseña del jesuita, un venerable letrado liberal había escrito para El Tiempo. En ella se equiparaba el apasionamiento de los “doctrinarios” conservadores por el “precepto” con el de Hitler, el de los soviéticos y el de los “fanáticos de todas las religiones del mundo”. El Siglo leyó en estas ofensas una conspiración y arreció los ataques. A comienzos de octubre, La violencia en Colombia era el tema predominante en sus páginas de opinión: llegaron a dedicársele tres columnas al día. “No hubiéramos querido tocar estos puntos históricos, menos cuando los periodistas estamos empeñados en una campaña contra la violencia”, se decía en el editorial de El Siglo del 1.o de octubre; sin embargo —seguía el editorial—, la columna del letrado liberal —un autoproclamado sociólogo de vieja data— “no puede pasar inadvertida... Mientras no se suspenda esa campaña de difamación anti conservadora, no podrá cerrarse el debate. Todo indica que la ofensiva contra la violencia también debe orientarse contra los ‘sociólogos’ de vieja o de última hora, que han demostrado ser mejores francotiradores que los llamados guerrilleros”75. Para la mentalidad conservadora, la sociología había demostrado ser un peligro para el futuro y el pasado: era un medio para la perpetuación de la violencia y significaba el final de la objetividad de la historia. Cuando el Partido Liberal reabrió la puerta al pasado, algunos conservadores del Congreso optaron por celebrar, en lugar de minimizar, la contribución de su partido al conflicto partidista. Sus comentarios reflejaban identidades regionales y no una identidad generacional, como sí hacían las manifestaciones de Charry Samper. Un congresista del Huila, que había dicho que Guzmán y los otros autores del libro “se ganan la vida en forma más indigna que unas cortesanas”, al defender a un colega suyo recientemente asesinado (un congresista del Valle del Cauca, departamento donde la violencia estaba asociada sobre todo con ciertas bandas de pistoleros cuyas formaciones fluidas les habían granjeado el nombre de “pájaros”), explicó orgullosamente que el término “pájaro” “se ha aplicado ‘a grandes conservadores’ y por lo mismo es honroso”. Meses después, cuando la controversia alcanzó su pico, la esposa del expresidente Mariano Ospina Pérez hizo una referencia típica de la época en que su esposo gobernaba; en una reunión de conservadores, dijo: “No tengo más doctrina que la chulavita del Partido Conservador”. El presidente del Senado, que venía de Boyacá, el departamento donde se habían originado los chulavitas, tomó una posición menos extrema; dijo que, en décadas anteriores, cuando el gobierno había movilizado a ciertas fuerzas semioficiales, “pudo haber desmanes de tipo humano y apenas excepciones muy explicables”, pero alabó a los chulavitas por “el sacrificio glorioso de defender a la república” durante los días aciagos que siguieron al asesinato de Gaitán, en 194876. Nunca antes durante el Frente Nacional se había visto que las corrientes dominantes de los dos partidos se interpelaran en términos tan agresivos. El deterioro del discurso político provocó dos situaciones profundamente incómodas. La primera surgió de la vieja creencia de que los debates en el Congreso podían ocasionar la conflagración en el campo. Como temían Canal Ramírez y otros, “la recriminación sobre los muertos pasados no resucitará a ninguno, sino traerá más muertos”77. Se temía que la nueva política con respecto al pasado, que implicaba una nueva idea de la violencia, pudiera suscitar nuevas prácticas de la violencia. La segunda situación incómoda se dio por el temor a que los ataques y contraataques entre los partidos escalaran lo suficiente como para deshacer la convivencia dentro del país político. La política sobre el pasado amenazaba la política en el presente. Algunas figuras políticas de envergadura nacional, decididas a prevenir el contagio, hicieron que el clímax del asunto de La violencia en Colombia derivara, de la noche a la mañana, en lo que Fals llamaría luego un anticlímax. Para reducirle el fuego a la pelea política, los directores de El Tiempo y La República (que pertenecía a Ospina) les pidieron a los directores de “prácticamente cada diario colombiano” que se reunieran en Bogotá. La reunión demostró cuán profunda era la penetración mutua entre el país político y un sector del país letrado. Juntos, los dos grupos establecerían una serie de reglas para generar una nueva convivencia en la esfera pública. 78

El gobierno desenrolló la alfombra roja para el evento. En un salón del Capitolio Nacional que llevaba el nombre del padre del presidente Valencia —famoso poeta—, casi cuarenta directores de periódico escucharon al ministro de Justicia Charry Samper y a sus colegas de los ministerios de Gobierno y Guerra repetir los discursos que habían pronunciado en agosto ante el Congreso. Su mensaje estaba alineado con el modelo de cambio social que prevalecía en el hemisferio, el cual llamaba a modificar las actitudes para provocar cambios en el comportamiento. Tanto los ministros como los coordinadores de la reunión hablaron de la violencia como un problema relacionado con el conocimiento; en particular, dijeron que la poca comprensión de los colombianos se había manifestado como apatía con respecto al surgimiento del bandolerismo. Charry concluyó que “el aporte de la prensa... [sería]… decisivo” en el intento de corregir lo anterior por medio de la creación de “una conciencia nacional”79. El país letrado pretendía ayudar al país político a gobernarse, y, entre tanto, quería disciplinar al resto de la nación. Desde antes de las intervenciones de los ministros, los directores de los periódicos habían aprobado —con la excepción de uno— una declaración de principios que constaba de diecisiete puntos. El llamado central del acuerdo era a “predicar virtudes democráticas, justicia, tolerancia y concordia”. La declaración incluía varias declaraciones en contra de los gobiernos antidemocráticos, tanto en el país como en el resto de América Latina. El centro del asunto continuaba siendo la cuestión de la violencia en Colombia. Al suscribir el acuerdo, los periódicos se comprometían a eliminar de su cubrimiento noticioso todas las etiquetas de partido. Los perpetradores de actos violentos figurarían en adelante como “simplemente… malhechores y asesinos”. Tampoco se predicaría de las víctimas ninguna afiliación partidista. La violencia recibiría una “total condenación... cualquiera que sea su móvil y su origen”, y las instituciones del Estado recibirían el firme apoyo de los periódicos. La declaración de principios también determinaba cómo debía lidiarse con el pasado. Décadas más tarde, esta sería su disposición más citada: que los periodistas debían “Evitar toda polémica sobre las responsabilidades que en la violencia hayan tenido los partidos políticos, dejándole el necesario juicio histórico a una generación menos angustiada y comprometida”80. El voto de Charry Samper de olvidar el pasado se impuso —al menos en teoría— y dominó sobre gran parte de la esfera pública colombiana. La reunión de los directores confirmó el Frente Nacional al mostrar, de manera hiperbólica, el impulso político con el que se había celebrado el pacto. Más adelante, algunos académicos colombianos se confundirían en cuanto a la cronología y dirían que la indefinida postergación del juicio histórico —el “pacto de olvido”— y la difusión, por parte del país político, de la idea de que “todos somos responsables [de la violencia]”81 habían propiciado un abandono del sentido de responsabilidad. Si bien “la estrategia del olvido de las mutuas heridas” estaba en el discurso público desde los primeros días del Frente Nacional, solo tras la publicación de La violencia en Colombia pasó de ser una “cláusula no escrita” a una expresión explícita y frecuente82. Los organizadores de la reunión de directores de periódico se vieron obligados a contraer el tiempo para conectar las necesidades de 1962 con el espíritu democrático de 1957-1958. “Esta reunión es un índice del nuevo clima que han creado el plebiscito y los actos constitucionales que lo complementan”83, se escribió en La República. La convivencia se rediseñaba cuatro años después de convenida. Tanto quienes apoyaron la reunión de directores de periódico como los críticos posteriores del Frente Nacional creían en el poder de la palabra escrita, como era propio del país letrado. La preocupación en torno a “palabras tan explosivas como un máuser, adjetivos venenosos y asfixiantes” animó a los directores de los periódicos84. Los sucesores intelectuales de la generación de Fals, por su parte, les atribuirían a los “caballeros” del Frente Nacional la capacidad casi mítica de hacer que sus palabras se convirtieran en hechos. Dicha atribución era excesivamente generosa: la declaración de principios de los directores estuvo en pie solo durante unas horas. “Pasaron pocos días del suceso y resultó que de nada había valido el montón de tierra [que se pensó echar sobre el libro]”, dijo el Partido Comunista en su comentario sobre La violencia en Colombia, aparecido poco después de la reunión, todavía en 1962. Ni siquiera El Tiempo se resistió a publicar detalles sobre las fechorías de los bandoleros.85 ¿Qué decir de la capacidad del país político para negar el pasado? De algún modo, la reunión de directores de periódicos estableció un consenso nacional sobre la violencia que sobrepasó el alcance de La violencia en Colombia. Al convocar en la capital a notables de varias regiones, la reunión, al menos de modo parcial, se apartó de la tendencia marcadamente centrista del país (el organizador, conservador, estaba especialmente orgulloso de la participación de periódicos de la Costa Atlántica, una región que no había sufrido de derramamientos de sangre como la región andina)86. Dado que el proyecto intelectual de la convocatoria era un proyecto de negación, a lo máximo que su conceptualización nacional podía aspirar era a que quedaran juntas, en su estado de suspensión, las lecturas partidistas, regionales y generacionales de la violencia. Al bloquear la discusión sobre el pasado, la élite política y periodística permitió, inadvertidamente, que las representaciones alternativas llenaran el vacío que dejaban. Dos casos ilustran la parcialidad del acuerdo al que se llegó en la reunión. El primero es el del director de Tribuna, el periódico de Ibagué que defendía a los desplazados liberales del Tolima y que constantemente denunciaba las falencias de Bogotá con respecto a las provincias. El director fue el único en no aprobar la declaración de principios. La veía como un ejemplo más de la negligencia y la condescendencia metropolitanas. “Tribuna no necesita aprobar declaración alguna para que sus lectores y el gobierno sepan que condena la violencia”, declaró, y su declaración hacía eco de lo que los residentes del Tolima Grande habían dicho cuando la Comisión Nacional Investigadora se puso en marcha, en 1958. “Fuera... de las columnas, de las ediciones, de los palacios de gobierno y de los clubes, la realidad es bien conocida y nada se hace por transformar la vida del hombre colombiano”87. Con sus palabras, se mostró que la lectura colombiana de la violencia y del Estado conservaba una marca regional. El segundo caso que puso de manifiesto la parcialidad del acuerdo es la afrenta que con él recibieron los letrados de la Universidad Nacional y su proyecto intelectual. Guzmán, Fals y Umaña habían escrito La violencia en Colombia creyendo, como era propio de los letrados, en el poder transformador de las palabras. En privado podían bromear sobre las consecuencias de la publicación del libro (“¿Por qué no me has contestado la carta que te envié?”, le preguntaba Guzmán a Torres desde Roma, ocho meses después del lanzamiento. “¿Sería que se la robaron para el contra-libro del libro sobre esa fogadita [de la violencia]?”88. Pero eran conscientes del daño que se les había hecho. Los letrados soportaron ataques e incluso amenazas de muerte, y sufrieron lo que Umaña llamaría más adelante “una confusión y un caos tremendos”89. Las facciones de los conservadores, que habían estado divididas durante los debates sobre la Rehabilitación en 1959, hicieron frente común en 1962. El gobierno conservador le quitó al Congreso la dirección de la discusión política. Con esto, Lleras y su política de convivencia perdieron a muchos de sus defensores más conspicuos. El propio Lleras se silenció. “Acabé mi tarea físicamente molido, incapaz de hacer ningún esfuerzo intelectual o físico”, dijo, y se apartó de la vida pública, como tantas veces había querido90. El aislamiento no hizo que Fals y sus colegas desistieran, pero poco a poco redujo su compromiso. En el prólogo a la edición de La violencia en Colombia de 2005, Fals todavía deja traslucir cierta amargura91. El grupo de intelectuales al que pertenecía había esperado que la fuerza de las ideas moviera al país político a la acción; en lugar de eso, había ocurrido que la mitad de la clase política se había puesto en su contra. Fals y Torres —un protestante y un sacerdote católico— lograron que la Facultad de Sociología fuera un espacio de convivencia, y luego se dieron cuenta de que la tolerancia que se vivía en la universidad no se extendía a la vida pública. Pero La violencia en Colombia era tan solo el primer capítulo de una vasta obra cuya influencia había de cuestionar la política con respecto al pasado que se impuso en octubre de 1962.

Ideas y prácticas de la Violencia (1963)

Después de estremecer los círculos políticos de la capital, La violencia en Colombia siguió alterando los términos que los colombianos empleaban para hablar de la violencia. A los intelectuales del Partido Comunista, que ya conocían el trabajo de Fals, el libro les resultó sumamente satisfactorio. Uno de los principales teóricos del partido, que veía con deleite la ansiedad que el libro producía en el país político, les dijo a otros miembros del partido que “difícilmente se da en la historia el caso de que una clase dominante renuncie públicamente de puro miedo a su derecho de dirigir el debate sobre la crisis nacional”92. La visión estructuralista de los letrados podía conjugarse fácilmente con la convicción comunista de que la violencia era un resultado inevitable del “actual régimen económico y político”. Por otra parte, a diferencia de lo que sucedía en la mayoría de las explicaciones de la violencia que se daban en aquel momento, en La violencia en Colombia no se culpaba al Partido Comunista93. Por otra parte, la innovación de Fals de poner el término “violencia” entre comillas señalaba un cambio intelectual en el país letrado. Al describir el conflicto reciente como “la violencia”, se les permitía a los intelectuales del Partido Comunista que lo diferenciaran de “otros tiempos de violencia”, a saber: las guerras civiles del siglo xix. La violencia en Colombia les daba a los letrados comunistas un nuevo vocabulario con el cual escribir acerca de la violencia94. Un año después de la publicación del libro, la violencia seguía estando en el centro de la vida intelectual; esto se debía, en parte, a que la misma violencia seguía practicándose del mismo modo que en 1962. En 1963, dos días antes de la celebración de la independencia nacional, un puñado de hombres uniformados detuvo una caravana de vehículos en un lugar llamado La Italia, en el noreste de Caldas, a un kilómetro de distancia de la frontera departamental. A pesar de que siete meses antes el ejército había atrapado a Chispas, no había calma en las laderas de la cordillera Central. Sangre negra, Desquite y Tarzán, cual jinetes del Apocalipsis, asolaban la tierra. Los tres compartían orígenes similares. Desquite era un veterano del ejército y un ladrón de poca monta que había jurado venganza por el linchamiento de su mejor amigo, o bien, por la muerte de su padre a manos de los conservadores (la historia variaba según quien la contara). Los Tres Jinetes actuaban a menudo juntos, pero, en La Italia, Desquite no contó con el apoyo de los otros. El mandato general de eliminar a los conservadores sirvió de poco cuando los cuarenta y tantos asaltados trataron de defenderse mintiendo sobre su afiliación partidista. Desquite y su banda los mataron y descuartizaron a casi todos. La brutalidad del acto catapultó a Desquite a la celebridad y reafirmó en la memoria de la región una modalidad de la violencia que ya le era conocida95. Los letrados de Bogotá, continuando con el trabajo intelectual que habían realizado en 1962, formularon nuevas ideas sobre las atrocidades. Algunas veces sus percepciones se ocultaban detrás de argumentos manidos. En una de sus columnas, Fabio Lozano Simonelli se fijó en la cuestión del apoyo extranjero comunista a los levantamientos en Colombia; su primera línea, sin embargo, apuntaba a una lectura más amplia: “En el país se está generalizando la sensación de que ha comenzado ‘una segunda violencia’”, escribió96. La idea de que la violencia de 1962-1963 y la violencia de 1948 o de 1958 eran “dos violencias” distintas, como sugeriría luego Lozano Simonelli, guio a otros en sus tesis. La violencia de los años cuarenta y cincuenta pudo verse bajo un nuevo lente tras la emergencia de una nueva forma de violencia. Algunos letrados siguieron los pasos de Fals. Quince meses después de la aparición del primer tomo de La violencia en Colombia, un historiador de la Universidad Nacional concluyó que, en el país, el ejercicio de la “violencia” como arma política había sido generalizado desde la independencia. Aun así, para describir lo que había sucedido entre 1948 y 1950, el historiador —quizá de manera independiente, o quizá tras las huellas de su colega Fals— puso el término entre comillas. “La violencia” debía tratarse como un periodo especial97. La reconceptualización de la “violencia” sería una de las dos acciones que llevarían a que la paz criolla se convirtiera en la paz olvidada. A pesar de todo lo que se había hecho entre 1959 y 1960, la erupción en 1960 de una violencia localizada ocasionó dudas, a escala local y a escala regional, sobre el éxito —cuando no la existencia— de la paz. La discusión sobre “las dos violencias” contribuyó a elevar las dudas a la escala nacional. En el proceso participó el discurso político de los conservadores, que desde Bogotá oscurecía los logros del final de la década de los cincuenta. Las ideas sobre “las dos violencias” y “la violencia” dejaban irresuelto el problema de la relación entre la violencia de los años cuarenta y cincuenta, y la violencia de los años sesenta. La segunda acción que llevó al olvido de la paz criolla consistió en transformar “la violencia” en un bloque continuo. Para la consolidación del concepto final de “la Violencia”, aún hacía falta que la “violencia” pasara por una redefinición adicional; los responsables de esa etapa intermedia serían nuevamente Orlando Fals y los letrados reformistas de la Universidad Nacional.

Los letrados repasan la Violencia (1963-1964)

Al tiempo que otros intelectuales refinaban sus ideas, los autores de La violencia en Colombia volvían a su vida. Umaña pasó de puesto en puesto en el Ministerio de Justicia, Fals volvió a la docencia y la investigación, y Guzmán se quedó en Bogotá colaborando con el Estado desarrollista (como Fals y Torres) y ampliando su archivo sobre la violencia. El tema requería atención adicional, y en el curso de dieciocho meses los tres letrados le dedicaron todo el tiempo que les quedaba. Aunque el segundo tomo de La violencia en Colombia, publicado en 1964, no igualó a su famoso predecesor, entrañaba una oportunidad para entender las tendencias en la violencia posterior a 1962 y en la vida intelectual de Colombia —es decir, las tendencias en el país nacional y el país letrado, y en especial las maneras como el segundo retrataba al primero—. Su marginalización por parte de los académicos ha hecho que se pierda esa oportunidad. Aunque, a diferencia del primer tomo, no daba forma a un momento histórico preciso, constituye un importante testimonio de su tiempo. Las preocupaciones de los colombianos entre 1962 y 1963 atañían sobre todo a los “hijos de la violencia”, “la generación del monte”; a esa cohorte campesina de la que salía “el nuevo antisocial”, “el neocriminal”98. Umaña en particular parecía presa del pánico. “Hay que librar la ‘guerra santa’ por la niñez”, escribió en un largo capítulo dedicado al “problema social” de “la niñez abandonada”. Su puesto en el gobierno no solo le permitía tener a mano las estadísticas que demostraban la escasez de los servicios gubernamentales, sino que también le facilitaba un contacto directo con los males que aparentemente atenazaban a toda una generación y que, por tanto, amenazaban el futuro de la nación. El centro del capítulo de Umaña en el segundo tomo de La violencia en Colombia es la reedición de un reporte que él había preparado el año anterior, en el que resumía la inspección que había hecho de un orfanato de Bogotá, hacinado, infestado de parásitos y —para él— moralmente vacío99. Aun cuando su relato es fundamentalmente urbano, Umaña pretendía hablar, a través de él, acerca de la situación de la nación entera. La advertencia de Umaña sobre la situación de la juventud colombiana encajaba bien con el tono general del libro. El hecho de que él hubiera tenido que escribir un solo capítulo hacía más fácil que sus palabras tuvieran una coherencia de la que carecían las de Guzmán. Posiblemente, el ritmo vertiginoso que la vida intelectual de los letrados tenía en 1963 impidió que Fals escribiera mucho más que la introducción al segundo tomo, y que Guzmán enriqueciera sus prometedoras contribuciones, o bien, que afinara las inconsistencias en el tono de sus textos. A diferencia de Umaña, Guzmán hizo explícito el vínculo entre la ciudad y el campo. Aunque su argumento era en parte el ya conocido sobre la incitación del campo por parte de agitadores urbanos, al desarrollarlo no cayó en la trampa del anticomunismo. Es particularmente interesante que le diera el nombre de “Violencia urbana” a la violencia posterior a 1958. Fue la primera vez que el término “Violencia” con mayúscula apareció publicado en una obra colombiana de ciencia social. Con todo, Guzmán no innovó conceptualmente; su idea (que, casi con certeza, se originó en Fals) tenía implicaciones poco claras, y él no le dio más espacio que el de una página después de enunciarla100. En suma, el segundo tomo de La violencia en Colombia se lee como un volumen aún menos coherente, en su totalidad, que el primero. Quizás esto se debió al apresuramiento en su composición. Fals, Guzmán y Umaña se enfrentaban a un objeto movedizo; escribían en un género que todavía era incipiente en Colombia, y seguían siendo presionados por las condiciones políticas que ya habían estado presentes durante la preparación del primer tomo. Más allá de la idea inicial de Guzmán de hacer “un segundo volumen que deberá llamarse: ‘Cómo se hace la paz’”, no tenemos noticia de la manera como los autores concibieron el proyecto. Quizás la única de las piezas originales que sobreviven de 1962 es aquella con la que se inicia la quinta parte del libro, y que consta de materiales inéditos de la Comisión de Paz, a saber: versiones anotadas de los códigos legales redactados por la resistencia liberal de los Llanos Orientales al comienzo de la década de los cincuenta, y la ley orgánica adoptada por el Movimiento Revolucionario Liberal del Sur del Tolima en 1957. En cuanto a la cuestión de qué incluir en el libro —y, en términos más generales, de cómo tratar el tema de la violencia—, Germán Guzmán intentó conciliar las exigencias políticas nacionales con sus obligaciones morales y sus inclinaciones intelectuales. Escarmentado por la sanción eclesiástica, tuvo cuidado de aclarar que su contribución al segundo tomo era solo suya. Por lo demás, los fundamentos de su filosofía siguieron firmes. Desafiando la nueva convivencia, que llamaba a excluir de la discusión pública el tema de la violencia, Guzmán profesó otra vez su fe en el poder de la conversación como base para una convivencia diferente. “Dialogar es persistir en la solución”, escribió hacia el final del libro, y afirmó que las interrupciones del diálogo público habían impedido la aplicación consistente de políticas contra la violencia101. Tenía en mente la Rehabilitación, que aún defendía. En la segunda mitad del libro, adoptó una perspectiva más optimista. Si bien la violencia de 1962 y 1963 ocupaba su mente, reconoció los avances alcanzados después de 1957. El que no haya tenido tiempo para conjugar sus posiciones hizo que el segundo volumen quedara como una creación sin solidificar. Las tensiones irresueltas se dejan ver también en el tratamiento que en el libro se hace de la teoría. El segundo tomo, que se escribió después de que sus autores abandonaran el funcionalismo, contiene menos reflexiones sociológicas que el primero. Sin embargo, el viejo modo de pensar no ha quedado totalmente en el olvido: en el segundo tomo, las fuentes primarias derivadas de la Comisión de Paz ofrecen una ilustración de las “normas propias y actitudes” generadas por los grupos armados, y el resumen que Fals hizo de la controversia que produjo el primer tomo culmina en un análisis de “actitudes”, “roles” y “estructuras” algo forzado102. Con todo, puede decirse que, al soltarse de su anclaje intelectual original, Fals y Guzmán pudieron experimentar en nuevos terrenos. El resultado influyó seriamente en la manera como los académicos colombianos entendieron la “violencia”. Durante la escritura del segundo volumen, Fals y Guzmán se conectaron con el incipiente intercambio internacional en torno al tema de la violencia. Ya que carecían de bases disciplinarias propias que fueran lo suficientemente firmes, los sociólogos —más Guzmán que Fals— gravitaron hacia los últimos hallazgos estadounidenses de las ciencias del comportamiento. En La violencia en Colombia se colaron ciertos razonamientos sobre las bases biológicas de la agresión, tomadas de las últimas publicaciones internacionales103. “El problema [de la violencia] no puede circunscribirse a tal o cual bandolero o a aquel multi homicidio o al sanguinario jefe de turno o a determinada zona geográfica… La violencia no es... Chispas, Tarzán, Desquite o Sangre negra ni la masacre de la Italia”, concluyó Guzmán, que empleaba nuevos conceptos para exponer un argumento que él y Fals ya habían desarrollado en el primer tomo. En otras palabras, “la violencia es un estado antisocial, una latencia que se intensifica o decrece pero que se oculta en el sub fondo de grupos humanos”, “pasiva casi siempre e imperceptible”104. La idea de la “violencia” se ensanchó. Aunque acopió largas listas de asesinatos masivos, Guzmán se guardó de vincular la “violencia” con un momento o un lugar específico. El precio que se pagó por escapar a la jerga del primer volumen de La violencia en Colombia fue la naturalización de la violencia. A diferencia de lo que sucedió en casos latinoamericanos posteriores, en el caso colombiano se dejaba poco espacio para contemplar la reconciliación o la justicia. Si bien Guzmán podía retornar a las lecciones tranquilizadoras de la paz criolla que su comisión había ayudado a construir en 1958, la escena estaba lista para la supresión intelectual y popular de los recuerdos de aquel periodo. Si la violencia existía en todas partes, también era omnipresente en términos temporales. Las diferencias entre la violencia de la década que siguió a 1946 y el derramamiento de sangre de los primeros años de la década de los sesenta podían obviarse teóricamente; las “dos violencias” podían conformar una sola si se borraba la paz criolla. Para que la “violencia” se transformara en “la Violencia” fue preciso que se llevaran a cabo varias acciones. Con la publicación del segundo tomo de La violencia en Colombia se realizaron las primeras dos: la violencia tenía que adquirir cierta fijeza y pasar por un proceso de tamizado, que podía ser discursivo (“el problema de ‘la violencia’”, “la Violencia urbana”) o conceptual (la eterna “violencia latente”); luego, los patrones disparejos de la violencia partidista, económica, estatal, colectiva e individual que existían en 1946, 1948, 1952, 1955, 1958 y 1962 tenían que fundirse en un solo bloque105. En 1964 esto no había ocurrido totalmente, pero estaba ocurriendo a través de la identificación de hilos conectores. La visión de la violencia como algo que siempre había estado presente en Colombia facilitaría el establecimiento de una continuidad temporal y la desaparición de las ideas sobre la transición. Ideas estructuralmente similares sobre la violencia podían provenir de fuentes disímiles. Aunque la preeminencia intelectual de los autores de La violencia en Colombia daba vigor a sus argumentos —y su influencia puede rastrearse en varias obras de la época—, no puede decirse que el libro haya sido el único progenitor de la concepción de la violencia como un rasgo innato o como una línea ininterrumpida durante varias décadas. El ejército colombiano, por razones obvias, estaba predispuesto a ver las dos décadas anteriores como un periodo de conflicto ininterrumpido. A largo plazo, las teorías que los pensadores militares desarrollaron en torno al tema influyeron también en la formación de ideas nacionales sobre la violencia —aun cuando no de modo directo— y sirvieron como piedra angular de la política que se dictó desde Bogotá para la provincia durante la primera mitad del gobierno de Valencia.

Por Robert A. Karl

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