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“Llegó la plaga a destruir el paraíso”: Fernando Vallejo

“¡Llegaron!” es el título del nuevo libro del escritor antioqueño radicado en México. Retoma los días azules de la niñez para adentrarse en los días negros previos a la muerte.

Nelson Fredy Padilla
16 de agosto de 2015 - 02:23 a. m.
Fernando Vallejo frente al reloj que le recuerda Santa Anita, en la casa que restauró en Medellín y que inspiró su anterior novela “Casablanca la bella”. / Luis Benavides – El Espectador
Fernando Vallejo frente al reloj que le recuerda Santa Anita, en la casa que restauró en Medellín y que inspiró su anterior novela “Casablanca la bella”. / Luis Benavides – El Espectador

La admirada o condenada literatura de Fernando Vallejo Rendón está de vuelta. Ahora en un viaje de ficción desde Ciudad de México, donde está radicado hace 45 años, hasta la finca Santa Anita, donde pasó la niñez junto a sus abuelos, a ocho kilómetros de Medellín, entre Envigado y Sabaneta.

Llega de vacaciones la veintena de hijos de Aníbal Vallejo y Lía Rendón –apenas un puñado de ellos, con su cara de insoportables, cupo entre el carro en la portada del libro–; los esperan solitarias, entre resignadas y alborozadas, la abuela Raquel y la tía abuela Elenita, que disfrutaban el paisaje desde el apacible corredor delantero, entre macetas de bifloras y geranios.

El aire fresco primero huele a perfume de gardenia –como en Los días azules, la primera novela de Vallejo en la pentalogía autobiográfica El río del tiempo–. Sin embargo, enseguida el lector transita entre el aroma a café despulpado puesto a secar en los corredores y el hedor a paisano y a rata muerta de puertas para adentro. La atmósfera de lo que el autor llama a los 72 años de edad “mis últimos días negros”.

Santa Anita puede ser el cielo si uno le hace caso a la abuela Raquelita: “ ‘Vengan, niños, que hoy nos vamos de viaje a Cartagena a conocer el mar’. El río Magdalena era el corredor delantero de Santa Anita. Los barcos de vapor, las mecedoras. Cartagena, un ensueño de piratas. ¿Y el mar? El mar para nosotros tenía más presencia que Dios: lo oíamos en los caracoles enormes con que cuñaban las puertas de la finca”. Ni qué hablar de la búsqueda de un supuesto tesoro enterrado o del baúl de joyas del abuelo.

O un infierno en el que Fernando, el narrador, y sus consanguíneos capaces de acabar hasta con el nido de la perra enfrentan entre tinieblas a un ejército de pulgas y le hacen la vida imposible a vivos y fantasmas. Un rosario de diabluras con las que Vallejo, como siempre, satiriza de él, de su familia, de su región, de su país, de los políticos, de los curas y hasta de las tragicomedias de la literatura irlandesa con una más universal. Le roban la caja de dientes al abuelo Leonidas como pieza central del sainete de “la Muerte dientona”, que montan en el garaje, se limpian el culo con su revista hípica preferida y terminan por amarrarle los brazos por debajo de la cama donde agoniza.

Si Fernando mata a su padre en la casa de El desbarrancadero (Premio Rómulo Gallegos 2003), aquí Carlos mata al abuelo; Lía, la odiada madre loca, a Elenita, y a Lía la consume la diabetes mientras su prole se ensaña contra ella y contra el prójimo, sea familiar, sirviente, vecino, forastero, campesino, rico, pobre, monja o político. Explotan “pedos químicos” y orinan cultivos propios y ajenos de día. De noche hacen sonar inodoros, jalan patas, asustan con sábanas en la cabeza. Del manicomio no se salva ni el pleno del Directorio Conservador de Antioquia, en cabeza de Belisario Betancur. El viaje es para ponerse de ruana a Santa Anita y, de paso, “patasarribiar el mundo”.

¿Finca, pantano o edén?, la ambigüedad juega a favor de la estructura armada con la característica fuerza del diálogo vallejiano con su yo, con su familia, con un amigo imaginario, con un narco, con su psiquiatra. El todopoderoso prosista increpa mientras viaja en Avianca, vía México-Colombia, aunque se refundirá en un país equivocado. A la par de cóndores y gallinazos va “sobrevolando el planeta de los corruptos”, va mostrando cuarto por cuarto de Santa Anita, incluido el cuartico de la “máquina del tiempo” desde donde la imaginación viaja “de la luz a la oscuridad, de la oscuridad a la luz”. El personaje que más ilumina es el sabiondo tío Ovidio, el que todo lo nubla con las palabras precisas ya saben quién es: el novelista amargado, cuyas diatribas han sido traducidas a más de 30 idiomas –rumano el más reciente– y nunca deja títere con cabeza.

Entre la felicidad y la desdicha, “el tiempo es una saeta, y la vida un raudo vuelo que va rumbo a ninguna parte”, mientras la casa vieja se va desmoronando, sin remedio, como se derrumba en su pasada novela Casablanca la bella, inspirada en la que el escritor restauró en el sector de Laureles para impedir que la convirtieran en un edificio para procrear familias. Así llegamos a la entrevista.

¡Llegaron! parece el retorno definitivo a Santa Anita, no tanto para ver la vida desde los infantiles días azules sino la muerte en estos días negros. ¿Esa ambivalencia es la que justifica la novela?

Sí, la escribí para hablar de estos días negros a un paso de mi muerte, tomando como pretexto mis días azules. Llegó la plaga a destruir el paraíso.

Las críticas insisten, e insistirán ahora, que usted se repite en los temas. ¿Pasa con sus novelas lo que describe en este libro sobre la realidad?: “Un uroboro que gira y gira hasta que se agarra la cola con el hocico. Agarrada la cola la suelta y vuelve y empieza”.

¿No será más bien el mundo el que gira y gira repitiendo las mismas vueltas? ¿O la política colombiana repitiendo las mismas infamias de siempre?

Diría lo mismo de su voz literaria apoyado en sus palabras: “el mismo disco rayado, el del empecinamiento del yo”. ¿Esa terquedad de estilo labra nuevos surcos en la literatura?

Habrá que ver qué camino toman las cosas.

La estructura de este libro mantiene, como los recientes, el diálogo entre el narrador y sus conocidos ahora montado en un falso itinerario de retorno. ¿Cómo surgió esa avionada?

Como todo lo mío, por desocupación. Por lo demás el avión nunca llega, pero los que llegaron (¿llegamos?) terminan yéndose, como habremos de terminar todos: desapareciendo, esfumándonos.

Desde los personajes, se percibe un homenaje a su abuela Raquel y a su tía abuela Elenita. ¿En la vida real fueron las mujeres de su vida?

Sí, las que más quise. O mejor dicho, que sigo queriendo.

Insiste en condenar a su madre Lía, “la loca”, y dice que “da para un libro”. A pesar de que protagoniza novelas como “El desbarrancadero”, ¿piensa despotricar más de su mala madre biológica publicando ese borrador que dice guardar en su escritorio bajo el título “Lía o el desgobierno del mundo”?

No. El que pienso escribir es Santos o el desgobierno de Colombia.

Vallejos y Rendones, con los que uno se identifica hasta sentirse parte de la batalla campal, llegan a destruir el supuesto paraíso y no lo logran. ¿De nosotros y de Colombia quedará algo más que cenizas?

Sin el supuesto: la finca era el paraíso. En cuanto a Colombia… ¿Cuántos millones más de colombianos aguantará el territorio? ¿Otros cincuenta millones? ¿Cien? ¿Doscientos? ¿Quinientos? ¿Mil millones? Colombia es un país riquísimo en colombianos. Y cada día lo será más. ¡Qué afortunados somos!

Entre “la horda de Atila” que usted describe el narrador se declara Atila. ¿Se considera el Atila colombiano?

¡Ojalá! No doy para tanto.

Es un viaje raro a una finca, no sólo de fiesta familiar sino de velorio, porque se llora más en la vida que lo que se goza.

Pero muchisísimo más. La felicidad sólo dura segundos. La desdicha, el resto de las veinticuatro horas.

No es una obra tan inocente como ”Las pequeñas memorias” de Saramago ni tan tragicómica como ”Las cenizas de Ángela” del irlandés McCourt, teniendo en cuenta que usted incluye una burla a los irlandeses. ¿Es la búsqueda de la inocencia perdida entre una familia inviable y un país sin futuro?

Más que eso: un mundo sin futuro.

Evocando a Dante y “La divina comedia”, aquí no hay muchos círculos de distancia entre el paraíso y el infierno. ¿O sí?

La vida es un infierno y el paraíso mío lo inventé, es cosa de literatura.

Sabiendo del sentido de sus obras, el cuartico de la máquina del tiempo en Santa Anita es simbólico para ver cómo pasó una vida del cielo de los días azules a la penumbra y a la oscuridad, cómo terminaron fundidas niñez y vejez. ¿Qué opina?

Vivimos instante por instante cargando con el pasado, que es el que constituye el yo. Yo soy la memoria de lo que he vivido.

¿Esta es la desembocadura de la pentalogía “El río del tiempo”

?Esa pentalogía me quedó mal, la acabé a los trancazos, dándome de cabezazos contra el piso, que es como empieza, siendo yo un niño rabioso. ¡Qué desastre de niño, qué desastre de viejo, qué desastre de país!

¿Habla en serio cuando escribe: “Colombia me necesita para que la ilumine”?

¡Claro! ¿Y si no soy yo, quién?}

El libro está dedicado a David Antón, su pareja. ¿Está de acuerdo con que homosexuales adopten niños, proyecto de ley que se discute en el Congreso colombiano y norma ya vigente en México?

Yo no soy homosexual, soy inasible. En cuanto a los niños, hay que abortarlos in utero.

¿Qué ansiedades le quedan?

Ansiedades lo que se dice ansiedades, no: deseos: que explote esto.

“Los días azules” termina con la familia elevando un globo. Aquí el globo como metáfora y como fuerza narrativa logra su cometido: “subir, brillar, caer, quemar”. ¿En literatura usted es un pirómano como en política el procurador Ordóñez, personaje de sus escritos?

El cavernícola Ordóñez tiene veinte mil años. Nació en las cuevas de Altamira y de Lascaux, donde su mamá pintaba bisontes.

¿En la realidad quién se quedó con Santa Anita y qué queda de ella?

Mi tío Argemiro, que era mal negociante y bruto, se quedó con ella, la vendió, la tumbaron, hicieron en su terreno una urbanización, la montaña que la dominaba desde arriba se vino abajo y se arrastró la urbanización y hoy de Santa Anita no queda sino el recuerdo, el mío, que se me ha ido borrando de la memoria.

Su obra ya pasó por todas las casas de su vida, casi todos sus habitantes figuran en su libreta de muertos. ¿Por qué cuenta que ya pagó la cremación e insiste en mayúsculas (página 72) “Pienso en la Muerte”?

Nunca, hasta donde recuerdo, he escrito “pienso en la muerte”, ni en mayúsculas ni en minúsculas, Dios libre y guarde, y si en algún sitio la he escrito, bórrenla por favor.

¿Su obra literaria será letra muerta?

Ya es. Todo pasa, nada queda.

¿Va a morir en Ciudad de México como García Márquez o en Medellín como Gardel?

En Medellín, pero no en un avioncito: dado de baja en el parque de Bolívar por un sicario contratado por el señor cardenal primado para cobrarme lo dicho en La puta de Babilonia, el sumario de los crímenes de la Iglesia contra los hombres y contra los animales. ¡Tan fácil que le quedaba excomulgarme! Nunca han querido. Me voy a morir sin ese honor.

En “¡Llegaron!” la plaga de culicagados termina yéndose de la finca, pero ¿cuándo se va del todo Vallejo el escritor?

Preguntémosle al cardenal.

* * *

Como sea que termine sus días, sin descartar el suicidio que contempla en El don de la vida, esta “alma en pena sin posible salvación” cierra el vuelo sin aterrizar, a bordo de su jet privado hacia la nada, confesado en el avión-consultorio por su psiquiatra mexicano, abrazado a sus seis perras, más allá de cielos azules o negros, muerto de la risa entre nubes grises. “Al Reino de Dios voy a subir yo en la nube de polvo en tanto Colombia entera arrodillada grita: “¡Santo súbito!”.

Por Nelson Fredy Padilla

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