El Magazín Cultural

Los Buendía al diván

Mediante el despliegue de un lenguaje exacto Rebeca, la niña adoptada por los Buendía que se mama el dedo, come tierra y tortas de cal arrancada con las uñas a la pared, comparece a una inflexible consulta que rastrea y desentraña la etiología del trastorno en el brutal maltrato infantil a que sistemáticamente es sometida por Úrsula, la nueva madre disfuncional aquejada de temor delirante con su florilegio de malas maneras.

Leo Castillo
21 de noviembre de 2017 - 05:34 p. m.
Archivo particular
Archivo particular

En efecto, Úrsula Iguarán, ya desde el embarazo, vive aterrorizada de tener hijos con malformaciones congénitas, miedo que se explica por el grado de consanguinidad con su marido, José Arcadio Buendía, el macho, el patriarca caribe de una personalidad premórbida manifiesta en el asesinato de Prudencio Aguilar, gallero derrotado que osa cuestionar su desempeño sexual públicamente. Rebeca fue maltratada y, según diagnóstico presuntivo de los síntomas analizados con el apoyo de una solvencia de insumos científicos y bibliogáficos notable, abusada: “Nada le llamaba la atención (…) Se sentaba en el mecedorcito a chuparse el dedo en un lugar apartado de la casa”*, escribe García Márquez. Abusada fue también Pilar Ternera en su infancia, “arrastrada por su familia para separarla del hombre que la violó a los catorce años” (Cien años de soledad, p. 35.)

Como a Rebeca, a quien Úrsula “barbeándola como a un becerro” hacía tragar en ayunas un bebedizo de ruibarbo, complementando el “tratamiento” con correazos, son José Arcadio Buendía (habla solo y traba relaciones con seres imaginarios, de una simpleza sentenciosa: “la tierra es redonda como una naranja”, sus actos “pueden corresponder a un cuadro de retardo mental con rasgos delirantes […] que observados con atención presagian el cuadro psicótico final”); José Arcadio Buendía Iguarán (abusado sexualmente por Pilar Ternera, alguna vez prostituto, expropiador de tierras), Aureliano Buendía, (el obsesivo compulsivo artesano de los pescaditos de oro, criminal de guerra -pero en el psicópata no hay culpa), Amaranta (rasgos histéricos, reacciones agresivas contra mujeres, imposibilidad de vínculo afectivo saludable, prospección de suicidio) y la misma Úrsula Iguarán (cuyo motivo de consulta es la negativa a consumar el acto sexual con José Arcadio Buendía) vengo diciendo, hacen turno en la sala de espera del consultorio de Antonio Quintero, psicólogo con 25 años de experiencia en el Instituto de Seguros Sociales, escritor, poeta y compositor barranquillero.

Advertimos en Macondo una cultura sin vida privada –distinto de vida interior, quizá no huelgue aclarar. Los Buendía parecen vivir en una casa en que jamás se cierra la puerta de la calle ni de los dormitorios: “hasta que la intuición popular olfateó que algo irregular estaba ocurriendo y soltó el rumor de que Úrsula seguía virgen un año después de casada, porque su marido era impotente” (Cien años de soledad, p. 29.) La intromisión de la comunidad en la vida privada de los Buendía deriva en el asesinato de Prudencio Aguilar a manos de José Arcadio, el macho indiciado en la picota pública de impotencia sexual: la vida particular expuesta como un reality show. Ello, sin embargo, a despecho de Úrsula, siempre en procura de impedir que se desvele la teratología real o imaginaria de sus vidas. Cien años de soledad es una novela descriptiva en que la acción misma pareciera un refuerzo apenas de la pintura de una idiosincrasia. El tamaño de los genitales, la brutalidad física, el habla sentenciosa a veces feble, otras consistente, la exageración no pocas veces poética de una Arcadia sin desbastar.

El autor de las 153 páginas de este análisis se detiene, hace zoom sobre ciertos detalles, hila delgado: “Entendemos el carácter totémico cuando el gallo representa en el mejor sentido al macho, y son, además, las peleas de gallos, sangriento y revelador deporte de la virilidad dada entre machos. Prudencio Aguilar, diríamos, simbólicamente encarna el gallo-varón que agua la fiesta de entrega de Úrsula. Y allí no habrá espacios conciliatorios sino actos; por lo tanto, Prudencio tendrá que morir para que la mujer se pueda entregar”, como en efecto ocurre: esa misma noche, mientras se vela el cadáver del gallo-Prudencio Aguilar, José Arcadio Buendía requiere a su mujer, que se está poniendo el “cinturón de castidad” en el dormitorio en estos términos: “Quítate eso (…) tú serás responsable de lo que pase.” El marido llega incluso a cargar en su mujer la responsabilidad del asesinato de Aguilar: “no habrá más muertos en este pueblo por culpa tuya.”

Las acciones delictivas de José Arcadio Buendía Iguarán recuerdan a Pedro Páramo, entre otros personajazos de la novela llamada del Boom, los dictadores, digo. Así vemos a este delincuente brutal arrasar con los predios vecinos al suyo, apropiándose del ganado, todo ello sin considerar consecuencias. Esta semejanza con el personaje rulfiano se manifiesta en el lace con Pietro Crespi por el desposorio de Rebeca que Quinetro Palmera recoge: “Me caso con Rebeca, le dijo. Cuando se quedaron solos… Pietro Crespi dijo: -Es su hermana. –No me importa –replicó José Arcadio. –Es contra natura –explicó- y además la ley lo prohíbe. José Arcadio se impacientó…-me cago dos veces en natura –dijo- y se lo vengo a decir para que no se tome la molestia de irle a preguntarle nada a Rebeca.”

No se trata aquí escuetamente de definiciones tópicas, sino de sumersión clínica psicosocial en patologías demostradas. Esta obra arroja un inquietante inventario del ambiente patológico, de un ruralismo cochambroso en ocasiones y de una cotidianidad cargante que reina en Cien años de soledad. Escrito al parecer sin pretensiones aunque invirtiendo en ello un notable esfuerzo, de una seriedad mortal parece sin embargo un juego –lo que constituye un perfecto logro y es uno de sus aciertos- en su inocencia trascendental. El sugestivo estudio de Quintero Palmera, en cierto sentido, no es ajeno al análisis literario, pero no se distrae en ningún momento con el tiempo, espacio, estilo, escuela literaria de la obra abordada ni dice una sola palabra sobre Gabriel García Márquez, limitándose oportunamente a su terreno: la ciencia psicológica. Lo es sólo en cuanto se ocupa de “personas” de una obra literaria, y las representaciones que vengo de nombrar son signos en rotación subyacente que se confrontan y convergen en una reiteración que progresa de manera elíptica a medida que avanzamos en la lectura sin redundar en tema de técnica literaria, recursos expresivos, estilo ni posición del narrador. El autor, Gabriel García Márquez, su modus operandi, no son objeto de estudio en ningún momento. La conducta y psicología de los personajes en interacción familiar, social regidas por causa y abocadas a consecuencia es nada más y nada menos de lo que aquí se trata. La vida del sótano junguiano exhumada a partir de su signo positivo, su sintomatología, el yo vedado de quienes protagonizan la novela más celebrada en la narrativa contemporánea hispanoamericana: ¿son ellos, según se promulga, lo que somos?

La obra cuenta con fichas de historial clínico para cada paciente, así: Nombre, Edad, Escolaridad, Estado civil, Ocupación, Hijos, Procedencia, Natural (de), Entidad que remite, Psicólogo, etc. Luego se describen el Motivo de consulta, Historia personal y otros particulares. La edición que manejo es la segunda, y ha sido impresa en Barranquilla por SantaBárbara Ediciones EU (2010), contando con una fotografía de contratapa en que aparecen Gabriel García Márquez entre María Jimena Duzán y Antonio Quintero Palmera en Valledupar, 1983, seguramente durante el Festival Vallenato, unos meses después de haber sido distinguido el novelista con el Premio Nobel de Literatura.

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*Todas las citas de Cien años de soledad aparecen en Perfiles psicológicos en Cien años de soledad, y han sido transcriptas literalmente.

Por Leo Castillo

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