El Magazín Cultural

Los detectives salvajes

Una vez se ha leído a Bolaño no hay vuelta atrás: la poesía no se expresa en metáforas cerradas ni en elusivas prosas anecdóticas o memorialistas.

Alberto Bejarano
18 de julio de 2018 - 01:45 p. m.
Los detectives salvajes ganó el premio Herralde en 1998 y el Rómulo Gallegos en 1999 y catapultó a Bolaño como escritor de culto y como faro lúcido para las nuevas generaciones de lectores-nómadas del nuevo siglo / Cortesía
Los detectives salvajes ganó el premio Herralde en 1998 y el Rómulo Gallegos en 1999 y catapultó a Bolaño como escritor de culto y como faro lúcido para las nuevas generaciones de lectores-nómadas del nuevo siglo / Cortesía

“Y él entonces reordenaba las piezas de su narración y me hablaba de aquellas sombras, sus escuderos ocasionales, los fantasmas que ornaban su inmensa libertad, su inmenso desespero” (Bolaño, Los detectives salvajes)

 

Hace veinte años se publicó Los detectives salvajes, una de las novelas más revolucionarias de las últimas décadas: una novela-río de tres partes que desarmaría en buena medida el coro de las lamentaciones sobre la aparente muerte de la literatura latinoamericana tras el supuesto ocaso del Boom. Roberto Bolaño era poco conocido hasta ese momento para la mayoría de lectores. Tenía 45 años, una enfermedad crónica en curso, poemas en agendas descocidas, cuentos como búfalos en concursos provinciales en España, miles de noches de poesía y vagabundaje a cuestas y numerosos intentos de novelas más o menos dilatadas. Había perdido un país (Chile, desde 1973), como él mismo lo dijo en uno de sus recurrentes autorretratos, pero había ganado un sueño: la escritura como máxima resistencia posible. Era una Estrella distante. Ignoraba que le quedaban apenas cinco años de vida, de intensa actividad, de febril escritura de una novela-total, novela-alga, 2666, que quedaría inacabada más no incompleta. Hace 20 años el mundo parecía en una tensa calma, antes del “terrorismo global” y de las nuevas tempestades. Bolaño desconocía que le aguardaba póstumamente el honor de ser el paradigma de una nueva literatura sustentada en la ruptura de los géneros y en la apuesta por un nuevo tipo de lector, más libre y más errante. Lejos estaba quizá de imaginar que mucho le copiarían y le imitarían a través de retorcidas historias de falsos-bajos-mundos vistos de manera esnobista.

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Los detectives salvajes ganó el premio Herralde en 1998 y el Rómulo Gallegos en 1999 y catapultó a Bolaño como escritor de culto y como faro lúcido para las nuevas generaciones de lectores-nómadas del nuevo siglo, emigrantes del espíritu sedientos de anti-poesía, de leer entre líneas devociones y sin-sabores de poetas callejeros que miran la luna sin pretender hacer lunarios sentimentales. Más que una novela de iniciación o de testimonio de una generación utopista y vencida, más que una novela-mundo o recopilación de vidas mínimas expuestas a la intemperie, se podría decir que los detectives salvajes es un largo poema visceral que desanda el tiempo a través de la dilatación del espacio en la segunda parte de la historia. Podría ser también una larga pesadilla soñada por Mario Santiago, el poeta mexicano, gran amigo de Bolaño, el Ulises Lima de la novela, salvaje poeta del nomadismo radical. Santiago-Bolaño/ Lima-Belano nos enseñan la ruta de una poesía que ya no es de confesionario: o es de ataúd o es de campo nudista. Esa es la cuestión.

“el poeta es el microbio

es el virus que habla

desde esa vejiga-tercer ojo

 

Qué sinfonía la del agua quemada en los urinarios

escritura-taladro

cine de nervios crispados

¿cuál es mi próxima parada?

¿1 ataúd? ¿1 campo nudista?” (Mario Santiago, La escalera está caliente).

 

Releer Los detectives salvajes hoy nos produce la misma pulsión mesmérica de entonces, el mismo goce unido al temblor, la misma devoción unida al desparpajo de la digresión en miles de micro-historias laberínticas que solo pueden confluir en un Amuleto: en dos poetas, en Auxilio Lacouture y Cesárea Tinajero, inolvidables anti-musas de otros poetas anónimos. Hablamos de una novela que nos despierta una radiante fascinación por la poesía, de Rimbaud a Nicanor Parra. A través de Bolaño es posible llegar a las autopistas abiertas hacia la poesía: al contacto íntimo con las carreteras desiertas al amanecer, con los burdeles de luces amarillentas, con los faroles de cafés abandonados, con las buhardillas de lectores miopes, con las faldas a cuadros de comadronas iniciadoras, con los hombres duros que no saben bailar, con los impalas voladores, con los crucigramas de Perec, con las conversaciones eternas tomando mezcal Los suicidas, con los amores des-contrariados, fogosos, atrevidos, prohibidos, con el trance de los cines y las películas de serie B, con los talleres y revistas de poesía efímeros, con los viajes onanistas alrededor del cuarto, con los sueños, vigilias y pesadillas intermitentes de América Latina...

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“Y a veces sueño que Mario llega

con su moto negra en medio de la pesadilla

y partimos rumbo al norte,

rumbo a los pueblos fantasmas donde moran

las lagartijas y las mosca” (Roberto Bolaño, El burro)

 

Por Alberto Bejarano

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