El Magazín Cultural
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Los “Días hábiles” de Óscar Daniel Campo

Reseña de la novela del egresado de la Maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional, que ganó en España el Premio Anne Bonny 2020.

Farouk Caballero / Especial para El Espectador
14 de abril de 2021 - 10:05 p. m.
Óscar Daniel Campo Becerra había ganó también el premio de cuento Ciudad de Bogotá 2013 con "Los aplausos", editado por IDARTES y Taller de Edición Rocca en 2014.
Óscar Daniel Campo Becerra había ganó también el premio de cuento Ciudad de Bogotá 2013 con "Los aplausos", editado por IDARTES y Taller de Edición Rocca en 2014.
Foto: Archivo particular

Dentro de los distintos tipos de vacunas contra el encierro y el agotamiento, no hay duda de que los libros ayudan mucho a sobrevivir en estos meses dolorosos de Covid al por mayor. En ese contexto, Óscar Daniel Campo, barramejo de 36 años, se hace presente para narrar, con técnica y destreza, las historias vivas que conforman su última novela, Días hábiles, galardonada con el Premio Anne Bonny 2020. (Recomendamos: Libro sobre la Maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia).

El jurado, compuesto por Toni Díaz Grau, Raquel Carrasco y José Bocanegra, decidió otorgarle el primer lugar y publicar el libro en España, porque ponderó la “capacidad para mirar con crudeza su propio interior y mostrar el desamparo en que vivimos”. El premio contribuyó a la difusión de Días hábiles que ya se encuentra en librerías en Colombia.

Este tipo de certámenes han sido un camino de señales artísticas para el autor. Apenas con 13 años, Óscar Daniel obtuvo el primer lugar en el Concurso Nacional Ciudad de Barrancabermeja. Eso hizo que él se creyera su propio cuento y se dedicara a las letras, pero no fue sencillo. Sus orígenes como escritor, las voces de padre y madre fueron fundamentales. En los orígenes del escritor y del tipo de literatura que le interesa, está presente la memoria familiar. Su padre, Daniel Campo, es soldador y contratista de Ecopetrol, viene de una familia costeña (de la Loma, César) que llegó al puerto petrolero varias décadas atrás en busca de oportunidades. Su madre, Mariluz Becerra, quien alternó sus tareas de mamá con labores docentes como profesora de Ciencias Sociales, pertenece a una familia santadereana. Pero el primer referente familiar relacionado con la literatura se remonta en realidad al abuelo materno, Gustavo Becerra, un hombre nacido en Galán, a quien se le recuerda en la familia, entre otras cosas, como poeta y rezandero. (Más: Otra columna de Farouk Caballero, sobre la obra de Alfredo Molano Bravo).

El nieto, aunque nunca leyó los cuadernos de poesía del abuelo que se perdieron en múltiples trasteos, acepta que el llamado de las letras lo sintió temprano, pero lo escuchó tarde: “Yo ya había ganado un concurso en Barranca, pero cuando decidí estudiar mi universidad, me matriculé para Ingeniería Mecánica en la Universidad Industrial de Santander”. La experiencia fue enriquecedora en cuanto a lo vital, pero negativa en cuanto a lo académico. Óscar no se hallaba en medio de la ingeniería y tan lejos de la escritura, como tampoco se halló cuando después decidió cambiarse a Ingeniería de Telecomunicaciones en la Santo Tomás. Por eso terminó mudándose a Bogotá al descubrir que existía una carrera de Literatura en la Universidad Nacional de Colombia. La cosa fue tan bien, que siguió estudiando y se graduó como Magíster en Escrituras Creativas en la misma universidad. En esa maestría, empezó a trabajar el proyecto que hoy es su primera novela y que tuvo la destacada asesoría de Tomás González, Julio Paredes y Marta Orrantia. Ellos pulieron la escritura del autor para hacerla más contemporánea y disfrutable.

Hoy, Óscar es estudiante de Doctorado en Literatura y Cultura Latinoamericana en la University of Illinois at Chicago. Allí, sigue su camino de escritor y lo combina con las labores académicas. Antes de irse, obtuvo el premio Ciudad de Bogotá (2013) con el libro de cuentos titulado Los aplausos, para el que entrevistó a sus familiares buscando contar la historia de sus orígenes. Óscar recuerda ese importante galardón y señala: “No hay que escribir para ganar concursos, pero sí es importante generar y mantener espacios para promover la difusión de la lectura y la escritura, sobre todo a nivel de provincia, porque ahí es más difícil que te lean y te publiquen”.

El mismo autor recuerda cómo iniciativas culturales de su terruño marcaron un sendero claro desde su infancia. Primero, menciona la importancia de leer a su paisana Andrea Cote Botero, ganadora de concursos literarios locales. Ahí comprendió que, desde Barrancabermeja, también se hacía literatura nacional. Esto lo corroboró cuando a sus manos llegó una revista cultural auspiciada y editada por el movimiento obrero de Barranca. En esas páginas leyó una nota que exponía la labor escritural y académica de otro paisano suyo, Pablo Montoya. Con estos dos referentes como guías, Óscar Daniel inició su propio trasegar por los caminos empinados de la educación y la literatura. Se entiende por qué, desde hace un tiempo, el autor ha emprendido iniciativas culturales en la ciudad que están ahora en marcha.

Escritor y profesor

Óscar ha sido profesor en distintas universidades colombianas y desde ahí empuña los libros como armas educativas. Por eso, en Días hábiles el lector puede encontrar un mundo universitario, autobiográfico, real y colectivo. El texto desarrolla una fortaleza narrativa desde la sencillez del lenguaje que invita a los lectores a degustar las 250 páginas en una o dos sentadas. Sus personajes, mientras se van consolidando, entregan reflexiones muy claras, como la cantidad de materias que no pertenecen al pensum de las carreras y que son dictadas por profesores que se esfuerzan mucho y ganan menos que poco: “Para los estudiantes, estas clases son material de spam. Requisitos que cumplen sin interesarse, clases destinadas al ejército raso de profesores de cátedra con los que se juega tetris para completar la carga académica”.

También, hay que decir que la realidad llega a la ficcionalización del relato desde la primera página y su protagonista se encarga de hacernos sentir identificados cuando reflexiona sobre su irrelevancia vital y lo mezcla con ese rasgo tan colombiano de querer gastar más de lo que se gana: “Tengo el aparato sensible de un cerdo burgués y el poder adquisitivo de un maestro de obra […] tengo una sofisticada capacidad para la intrascendencia”.

Asimismo, las descripciones y los detalles enriquecen la lectura y les permiten a los lectores imaginar con precisión las escenas. Esto sucede en estas dos postales: “Reconozco la pinta de estudiante pobre en los jeans descoloridos, los zapatos de tela con la suela delgadita y frágil, la chaqueta de una marca deportiva imitada sin ningún rigor en los locales del centro”. Y: “el dinero de las compañeritas muy millonarias se notaba en la piel y en las tiras de los brasieres”.

Dentro de la creatividad propia de la novela, hay que destacar su estructura, pues los cinco capítulos son un “contrato” que el lector hace con las distintas voces narrativas, y también un contrato que los personajes firman con sus vidas y que nosotros revisamos. La jerga irónica de la vida adulta y del mundo laboral está presente en la forma como se divide la novela: Uno. Las partes, Dos. Régimen simplificado, Tres. Vencimiento de términos, Cuatro. Letra menuda, Cinco. Otrosí. En estos cinco capítulos, Bogotá es relatada desde la intimidad de sus habitantes desconocidos. Muchos de ellos están sobreviviendo en la pobreza y esto es ratificado por uno de los personajes centrales cuando piensa: “Ser pobre significa estar condenado a la lentitud y a la montonera. Fila para el bus, fila para las urgencias, filas para autorizar pagos cada mes”.

Finalmente, hay que remarcar que este relato es disfrutable porque es vivo. Sus lenguajes y sus escenas son contemporáneos e incluso uno puede tomarse una cerveza con los personajes en una tienda emblemática del centro bogotano. Los invito, entonces, a que lean Días hábiles y disfruten una pola donde doña Ceci: “Isabel estaba en la tienda de doña Ceci con sus amigas, un grupo de niñas ricas a las que embelesa irresistiblemente la luz proletaria de la tienda de barrio en donde comulgan con los obreros. Doña Ceci es eso, un lugar ideal para que los gomelos hagan proletariado. También es puerto seguro y barato al que arriman turistas en busca de francachela”.

Por Farouk Caballero / Especial para El Espectador

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