'Los meteoritos odiaban a los dinosaurios'

Los meteoritos odiaban a los dinosaurios. Esa es una verdad evidente, pues terminaron por extinguir a toda la especie hace ya muchos millones de años. Si no es así, ¿por qué no cayeron en otro planeta, en Marte o algo así? ¿Por qué un meteorito tan grande? ¿No podía ser uno más pequeño, letal quizá, pero no catastrófico?

Bueno, esa, una parte. Hay otras teorías, ampliamente discutidas en círculos de la comunidad científica más bien oscuros, ligeramente clandestinos. “… los dinosaurios pertenecían a una civilización superior que abandonó en naves la Tierra. En cuanto se percataron de que, en unas decenas de millones de años más, estaba por aparecer el hombre, les dio miedo. Levantaron todo y dejaron los fósiles”.

Resulta claro. Casi evidente.

Un factor que podría entender con facilidad Luciano Rojas, un albañil enamorado de Dorotea. Dorotea está muerta; vive bajo la forma de espanto.

—Amor mío, susurra la muchacha.

—Señorita Dorotea, por favor, dice Luciano. No me moleste. Usted es un espíritu.

—Pero te gusto, decí la verdad.

—Sí, pero no puede ser.

Bajo una luz más fuerte, el señor Rojas tal vez tenga problemas aceptando la realidad, al menos la versión que le fue dada vivir. Tal vez se sienta incómodo sintiendo cosas por una entidad que, en la más estricta de sus definiciones, no puede sentir.

La negación no lleva a ningún buen resultado. Manual de alguien en problemas, primer capítulo, parágrafo uno: acéptelo, lo que sea.

Resulta claro. Casi evidente.

Esto lo sabe Eugenio, de 7 años, quien llega a la casa de una tía en Buenos Aires, pues su madre está enferma y ya no puede cuidarlo en Jujuy. “Cuando llega el niño, grandes abrazos, besos de tía, qué grande que estás y esas cosas. Pero esa noche cuando va a bañarlo, le saca las zapatillas y descubre algo redondo en el dedo gordo del pie derecho. Horror, qué es eso. Una garrapata, dice Eugenio. Me la traje para no extrañar”.

Eugenio va al médico. Técnicamente, lo lleva su tía. El médico conversa con él largamente, sin la presencia de la tía. Una charla seria. Extirpa la garrapata y le ordena una dieta estricta, está delicada. Eugenio continúa su vida, con su garrapata en una pequeña caja. “Una noche, la tía espera a que el arácnido se duerma y llama a Eugenio en voz baja.

—Quiero preguntarte algo, le dice.

—Pregunte, tía.

—¿Qué te dijo el doctor cuando te llevó al cuarto y cerró la puerta?

—Me dijo que había sido un chiquito muy imprudente al criar una garrapata en el dedo gordo de mi pie.

—¿Eso solo te dijo? Estuviste casi una hora adentro de ese cuarto.

—Me dijo además que no me preocupara, que él me entendía, porque era santiagueño y también se había traído un recuerdo de su provincia cuando vino a Buenos Aires.

—¿Qué se trajo?

—Un puma.

En el universo habitado por Eugenio y el señor Rojas y Dorotea y la garrapata convaleciente que debe hacer dieta hay un niño que habla con Marisa, una mosca, y le pregunta cuántas moscas hay en el mundo. Marisa responde:

19.688.300.415.204.297.622.056.435.981.

Que ese mundo no es real. ¿Acaso importa? ¿Alguien ha visto noticias últimamente?

En ese lugar hay un niño que se quiere casar con las acelgas, pero su papá no lo deja. En ese lugar un profesor ha perdido el interés de sus alumnos. Es un caso extraño.

—Prof. Esperanza: ¿Qué materia dicta, profesor Anselmo?

—Prof. Anselmo: Enseño Algo, profesora Esperanza.

—Prof. Esperanza: ¡Qué raro que no se motiven los ninios! ¡Es una materia fundamental!