El Magazín Cultural

Margarita Pacheco, o el arte de romper (Historias de Vida)

En Historia de Vida, una serie producida y ejecutada por Isabel López Giraldo para El Espectador, presentamos a Margarita Pacheco, una eterna defensora del ambientalismo.

Isabel López Giraldo
26 de diciembre de 2019 - 09:39 p. m.
Margarita Pacheco, quien estuvo a cargo de uno de los más originales programas de la televisión colombiana, "Su madre naturaleza".  / Cortesía
Margarita Pacheco, quien estuvo a cargo de uno de los más originales programas de la televisión colombiana, "Su madre naturaleza". / Cortesía

Raíces y Lazos familiares 

Resumir la historia de vida resulta en una compleja terapia de recuerdos y un ejercicio espiritual para llegar a saber dónde estoy. Desde que tengo uso de razón experimenté la intuición y el sentido de observación por el entorno natural y construido. De ahí que mi proyecto sea la defensa de la vida y de la diversidad cultural, en un país único en el mundo.

Siendo muy niña, adoré a mis perros Dandy, Marcos, Sonia, Piccolo, Panthera, y otros animales consentidos, jugando en el jardín. De aquella época de la primaria, me queda un recuerdo que no logró desaparecer, el período educativo, corto, con monjas católicas. De ahí mi declarado estado laico que me confiere hoy, una apertura de pensamiento y universalidad para respetar cultos, mitos y lugares sagrados en selvas y montañas.

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De adolescente, ya era consciente de que hombres y mujeres, en nuestro medio cultural latino, no crecemos en igualdad de condiciones y tenemos tratos distintos. Siempre me asombró la diferencia (de libertades) que brindaban nuestros padres a mis hermanos y a nosotras. Por ser tan evidente esa diferencia, recién graduada de arquitecta quise romper con ese esquema tradicional familiar, con reglas estrictas y educación con jerarquías de padre militar. La reacción internacional de los años setentas frente a las guerras y Paris 68, nos llegó a la universidad, influenciando la actuación de miles de jóvenes en proceso de entender el mundo. Mi generación de estudiante salió a trabajar en la tesis de grado en barrios del sur de Bogotá, lo cual formó una nueva generación de urbanistas pensando más en la ciudad y la región que en el proyecto de una mansión.

Vida en Suiza y en el África del Oeste 

Largas ausencias de Colombia, con un marido suizo francés y adaptación al medio estudiantil y profesional protestante y calvinista de Lausana y Ginebra. Es una época donde ser latina en un país conservador y xenófobo de los años setenta del siglo pasado, es una experiencia extraña de sentirse minoría. Esto me hace sentir solidaria con otras minorías y refugiados chilenos, bolivianos y argentinos víctimas de las dictaduras militares que llegaron a Suiza. Estos recuerdos, con la vida de trabajo rural en Burkina Faso y Mali, en el África del oeste, me marcan como ciudadana del mundo, entendiendo mejor ese medio familiar bogotano que me brindó tantas oportunidades de estudio y afecto, y una ética social que preservaré hasta mi muerte.

A mi padre coronel retirado del ejército, mi primera imagen masculina, lo recuerdo como un hombre recto, ecuánime, apuesto y elegante, estricto y en su vejez, tierno y vulnerable, con la mirada profunda en afectuoso silencio.  A mi madre, personalidad fuerte de donde viene mi independencia y ejemplo de superación como mujer, en un mundo de profundas diferencias. Mamá tenía dieciocho años y viviendo en Bogotá conoce a mi papá en alguna de esas empanadas bailables, a la que asistió acompañada de una amiga y se casaron muy rápidamente. Era el año 50. Su matrimonio duró sesenta y cinco años hasta que él murió de párkinson, que padeció por más de treinta años. Yo me devolví de Europa, precisamente porque quería estar con él en lo que consideraba podían ser sus últimos años de vida. Tengo una gran satisfacción de haberlo acompañado los últimos cinco años antes de su muerte.

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En mi personalidad de niña se conjugan dos regiones culturales. Mi abuela paterna, una matrona del Valle de Upar, con su moño de pelo blanco, sentada en su mecedora frente al mar, con una medalla de oro del Corazón de Jesús y su vestido de algodón almidonado, las tías y primas samarias, que me enseñaron a querer el olor de palo santo y de cálido mar Caribe. Estos recuerdos de vacaciones infantiles donde la tía Margot y familia en Santa Marta, marcaron mi necesidad de frecuentar el horizonte marino. Allí conocí el maravilloso Rodadero de arenas finas y blancas, donde reíamos inocentemente, sin sospechar que treinta o cuarenta años después, este paraje desaparecería entre edificios que vierten sus aguas residuales directamente al mar, ventas de pescado frito en la playa y un cambio urbanístico que transforma el rodadero de infancia en un peñasco de arena gris, contaminada por el abuso. Este lado del Caribe me dejó conocer la historia de mi padre y entender la aversión de mi madre por el calor samario.

Del lado materno, originarios del Tolima, conocí a la abuela ibaguereña ya emigrada a Bogotá. Este lado familiar me inculcó la grandeza de una bella abuela viuda que crió a sus cuatro hijos, los educó y ya organizados, decidió irse a probar suerte a Nueva York a vivir sin hablar inglés. De ahí mi admiración por mujeres osadas ante el cambio de ambientes, recias de carácter, decididas de su proyecto de vida, hasta la vejez. Ella y su hermana Isabel, me enseñaron las fantasías de viajar, de gozar gente y ambientes distintos. De mi línea materna, aprendí a añorar el verde de las montañas andinas y a reconocer una capacidad adaptativa a diferentes climas y paisajes tropicales. Por ese mestizaje de regiones, desde la infancia, nace mi interés por explorar paisajes, culturas, gentes, idiomas, desde las antípodas en el sur este asiático hasta la Colombia profunda en parajes antes blindados por el conflicto.

Para llegar a reciclar mi proyecto de vida en esta etapa de adultez, aprovecho las ricas   experiencias académicas, de consultora nacional e internacional, el trabajo voluntario con ONGs en Europa y en Colombia, mi gusto por escribir como columnista de opinión  y otros quehaceres, logro descubrir el gusto por la comunicación ambiental, la utilidad de los lenguajes audiovisuales y el nicho que viví intensamente en la televisión pública, como instrumento de pedagogía ciudadana.

Ahora, en plena carpintería de la paz, el compromiso se torna aun más claro.

Historia de afectos

La vida profesional se entrelaza con los varios capítulos de vida conyugal, Suiza, en el Africa occidental, en Francia, Colombia y más tarde entre Inglaterra y el lago Leman. Estos países coinciden con vidas amorosas, ricas en experiencias con cada uno de mis compañeros de vida, compartidos en español, francés y en inglés, aprendiendo lenguas locales, para poder disfrutar el trabajo con mujeres en varias latitudes.

Soy el mestizaje de esos paisajes, y físicamente llevo la huella de algún antepasado celta o catalán, o mezcla de pijao con algún colono francés. Raíces y lazos familiares son vividos de manera muy distinta por cada uno de mis dos hermanos y dos hermanas, con quienes hemos construido relaciones muy diversas a lo largo de juegos infantiles, ausencias de cada uno, regresos a la casa familiar, diferencia de edades y de pensamiento. Las relaciones de hermanos y hermanas ameritarían otro capítulo.

Educada en Bogotá, del kínder al colegio Anglo Colombiano y a la Universidad de los Andes, siempre aprecié que mis padres nos quisieran dar la mejor educación posible. Esa oportunidad me hizo latina y ciudadana del mundo. Nací entre paisajes urbanos de alta montaña, jardines y calles arborizadas, espacios lúdicos que mi mamá me enseñó a apreciar, por su propio gusto y dedicación a su deporte favorito en exteriores, en campos de golf, gusto que heredó mi hermana menor.

Entre gustos no hay disgustos. Logro entender, en mi estudio de pregrado en arquitectura y urbanismo, que la naturaleza está amenazada por la expansión urbanística y que defender las diferencias sociales estratificadas y las fronteras entre el campo y la ciudad serían parte de mis preocupaciones para construir un proyecto de vida. En esa decisión tengo gratitud con varios maestros, unos vivos y otros muertos, que llevo en mi corazón.

Roles de la feminidad

Mi hábitat ha variado en intervalos, desde la vida infantil, la estudiantil y la profesional, en el rol de hija, esposa, compañera conyugal, madre, abuela, amiga. Bogotana mezclada con fuertes lazos en Ginebra, la otra ciudad donde me siento a gusto y me muevo como en casa. Allá viví más de quince años, compartí mi vida conyugal con mi compañero inglés y reside parte de mi familia, mi nieto Olivier. Es un muchacho suizo-polaco a quien complemento su educación pública con interesantes viajes de verano. Es un grato compañero adolecente de viaje, que forma parte del paisaje familiar en otras latitudes.  El skype y el whatsup nos mantienen en una bella relación virtual, tejiendo afectos con sus hermanas, Mía y Melanie, las nietas bogotanas. El delicioso rol de abuela, de nuera de dos mujeres, de mamá con hijo casi cuaretón, es una etapa de la vida que vivo con gran intensidad, conservando mis espacios profesionales, de redes sociales y amistades comprometidas con el ambiente.

Como mujer, esculpir el territorio personal en todo un trabajo de desapegos de la casa, de rutinas, de trayectos, de cultos y de creencias que le inculcan a uno desde temprana edad. En el régimen familiar y escolar se tienen que aceptar preceptos y no cuestionarlos. Llega el momento de volar propio y de repensarse como profesional, amante, esposa, hija, nieta, hermana, sobrina y amiga. Llega la hora de explorar caminos y de abrirse al mundo, para mitigar las diferencias de género, que vienen ancladas desde la infancia.

Desde muy pequeña quise marcar la diferencia y seguir el ejemplo de mi mamá, a quien me parezco en rasgos físicos y de personalidad, sobre todo por su carácter y con cinco hijos y un marido mandón. Desde la adolescencia marqué mi territorio y tan pronto terminé estudios de arquitectura, decidí viajar fuera del país por varios años.

El primer amor me lleva a seguir estudiando en Suiza francesa. Con su apoyo, y gracias a sus conexiones de arquitecto en el Canton de Vaud, la vida europea empezó en Lausana. Con Daniel Desponds, me convierto en ciudadana suiza, para toda la vida, aún después del divorcio. Así guardo amigas y amigos de toda la vida en medio de esos paisajes alpinos y del Lago Leman, que visitaré siempre que pueda.

Decidí quedarme en Europa desde los veintitrés años. En este largo viaje, en compañía de mi suizo, me demoré siete años en regresar a Bogotá.  Meandros por Suiza, estudio de posgrado en Ginebra y beca para trabajar en Burkina Faso, en África del Oeste. En este capítulo termina una etapa amorosa. Nuevo amor, vida en el sur de Francia y regreso a Malí, para trabajar con Naciones Unidas en el desplazamiento de miles de campesinos, por la construcción de la represa hidroeléctrica de Selingué. En colaboración con mi segundo amor, Roger Katan, vivimos el drama del desplazamiento y la tristeza de inundar la tumba de los antepasados, los árboles frutales y los muertos bajo el lago.  El nacimiento de mi hijo Mateo me trae de regreso a Colombia a los treinta años.

 

Vivir y trabajar en Burkina Faso, con comunidades Loby y Mossi, y en Mali con pueblos Barbara Malinke, en el caluroso campo, conocer por dentro el mundo de la cooperación y la ayuda humanitaria internacional en África del Oeste, sentirme minoría étnica en una región (islámica y espiritista) del Sahel, marca profundamente el proyecto de vida.

En el campo saheliano, semi-desértico, el agua escasea y cobra sentido el ahorro de cada gota. Muchos meses sin lluvia, obliga a ser mesurada, a evitar el despilfarro. Allí existe otro uso del tiempo y de relación con comunidades rurales, que hablan sus propias lenguas, otros credos y costumbres entre hombres y mujeres. La división del trabajo en una sociedad matrilineal o patrilienal, en una zona semi-desértica de gran riqueza cultural, con agua escasa, son escenarios que se marcan la memoria.

Mi segunda pareja, Roger y yo, trabajamos como cooperantes internacionales, con funcionarios públicos malianos, expertos de muchos países, con jefes tradicionales y en particular, con mujeres campesinas. Con este capítulo de vida, transformo la arquitectura del concreto por la construcción en adobe y tierra pisada. Cuando acabamos la misión en Mali, regresamos juntos a Colombia. Embarazada, busco el seno familiar y condiciones climáticas más apropiadas para el parto y la crianza de mi bebe.

La adaptación al medio bogotano después de una larga ausencia implica entenderse nuevamente con cada miembro de la familia, con el clima lluvioso de alta montaña, con los protocolos de un medio social, aceptar la elasticidad de los horarios de la gente justificados por el trancón. Esos códigos generan a la llegada al país, después de tantos años afuera, una capacidad de resiliencia frente al medio bogotano. Con segundo marido importado al altiplano cundi-boyacense, después del calor africano y la vivencia calvinista en Suiza, se requieren condiciones adaptativas para mantener el equilibrio familiar.

Vidas y paisajes diversos

Con hijo pequeño y la segunda separación conyugal de Roger, el francés padre de mi hijo, asumo el triple rol de ser mama, trabajar y manejar una casa como mamá-papá. Con conflictos de separación, las amistades son siempre un remanso. Responsabilidades para mantener el ritmo de vida con un hijo estudiante, con vaivenes entre las casas del padre y la madre, contar con el apoyo doméstico y familiar, permiten cerrar un ciclo de vida, agudizado por las condiciones violentas en el país. De mama- profesora- consultora- y otros menesteres más, la condición de profesora es un alivio y el equipo de colegas del IDEA de la Universidad Nacional, se convierten durante casi trece años, en una base para fortalecer el proyecto de vida, apoyándome en una red con universidades y ONGs en Holanda, Inglaterra y Suiza.

Allí empecé a entender la dificultad de la interdisciplina, la necesidad de investigar, de entender la diversidad biológica del trópico, de culturas, los efectos de la colonización y el respeto que merecen las minorías étnicas y la necesidad de compensarlas por proteger sus ecosistemas y sitios sagrados. El dedicar tiempo voluntario a causas de interés público y defensa de los más vulnerables marca un hito de mi personalidad, que espero mis nietos entiendan y fortalezcan en el futuro.

Diez y siete años es un largo capítulo de vida en Bogotá, en especial por la situación política de Colombia a finales de los años noventa y el período de adolescencia y de crisis estudiantil de mi hijo único, en el Liceo Francés.  Este periodo es preparatorio para el autoexilio en Europa. La angustia ante tanta violencia de narcos, paramilitares, guerrilla y delincuencia en Colombia, me obliga a emigrar, buscando sosiego en otras latitudes. El año sabático de la Universidad es la mejor excusa para volver a salir de Colombia en 1997, el cual se convirtió en una estadía de quince, estudiando, viviendo en Ginebra, Suiza, y dirigiendo desde allí una ONG internacional “Nuevas sinergias en el desarrollo”, asociada con mi nueva pareja y amigos solidarios con la paz en Colombia.

Este nuevo capítulo francófono/anglófono, y una nueva relación conyugal, circulando entre fronteras del Cantón de Ginebra y Francia vecina, trabajando en el mundo de las ONG con redes y amistades de muchos países, defino otra forma de vivir, cruzando aduanas cada día. En el centro de Ginebra y en Thonon les Bains, Francia, el lago Leman y las montañas siempre estuvieron presentes en mi vida, al lado de mi compañero británico, Adrian Atkinson, con quien descubrí paisajes rurales maravillosos y el trópico en Indonesia, Tailandia, Vietnam y Filipinas.  Quince años después, Adrian, ya fuera de mi vida, desaparece en el mismo lago donde nunca lo encontraron. Desapareció sin dejar rastro, abandonando a su última mujer, una filipina. Para mí, hacer el duelo de un desaparecido con quien compartí tantos momentos, es otro aprendizaje de la vida.

El paisaje alpino, la nieve y los prolongados inviernos, la cultura calvinista, el lago Leman y los atardeceres de verano, los viajes al Asia marcan un capítulo de vida, con un compañero británico, un hijo suizo/francés/colombiano, estudiante convertido en joven padre y yo estrenándome de abuela con un nieto suizo-polonés, que nace en el 2001.  Con él comparto la francofonía y las vacaciones escolares en cada verano.

El hecho de tener el privilegio de vivir, en la edad adulta, entre tantas culturas distintas de la mía, de explorar tantos rincones del mundo, hizo que mi propia cultura se nutriera, para afianzar mi respeto por la diferencia y reubicarme en un universo más amplio.

Gracias a Adrian descubrí el trópico asiático, el de las antípodas, países de prácticas budistas, musulmanas, minorías cristianas, judías y pensamiento oriental. Allí donde la vegetación también es exuberante, con otras frutas, lenguas y formas de interactuar, existen otras formas de relacionarse con la naturaleza, especialmente en los países de filosofía budista. El compromiso por la defensa de comunidades y territorios se afianza con este cúmulo de experiencias en múltiples latitudes.

Creo que el privilegio de poder aprender a convivir con otras culturas es lo que lo hace a uno cuestionar sus propias creencias y patrones culturales. Comencé a viajar desde muy joven y lo seguiré haciendo hasta que me alcancen las fuerzas vitales. Mi nieto adolecente ahora, vive del otro lado del mar y mi misión es mantener el vinculo familiar, a pesar de la distancia.

Fui educada en colegio de monjas católicas dominicas en Boston y luego en Bogotá, y me pareció una experiencia que no repetiría para mis nietas bogotanas Mía Sofía y Melanie. Cuando éramos cuatro hermanos pequeños, vivimos en Estados Unidos por razones de estudio de mi papá y a mí me pusieron interna a la edad de siete años en un colegio católico, en el Saint Domique’s Institute. Esto me marcó muchísimo, porque esa obligatoriedad de rezar el rosario todas las mañanas y levantarse temprano para ir a misa, no fue fácil para mí. No me gustan las imposiciones y detesto las rutinas como las de las misas, repitiendo las mismas palabras en cada culto.

Con el tiempo entendí que las deidades, en cada cultura, tienen fisonomías diferentes y ceremoniales distintas, lo cual hace que las relaciones de cada creyente con la naturaleza sean diversas, según la creencia. El budismo tiene una relación muy clara y respetuosa con los recursos naturales, esto se evidencia en países de alta montaña del Himalaya como en Bhutan, uno de los lugares más inspiradores que he visitado.

Volviendo a mi adolescencia, la experiencia educativa en Boston y luego en el Nuevo Gimnasio y en el Anglo Colombiano en Bogotá, me permitió ser bilingüe y comenzar a incursionar en francés, mi tercer idioma. Cuando uno incursiona en otras lenguas, descubre otros mundos y gracias a éstos, de adulta, conviví con tres europeos, un suizo-francés, un Francés y un Inglés. Ellos forman parte del grupo de personas de pensamiento complejo abierto al mundo y al respeto por el patrimonio natural. Todos fueron cómplices y amigos.

Me sirvió mucho la educación laica que recibí en el colegio. Cuando volvimos de Boston, en el Anglo Colombiano, tuve amigas judías, negras, de distintos credos y razas, por lo tanto, el tema religioso era optativo. Esto abre la mente al mundo, se quita la pena del pudor, de la necesidad de esconderse y de ocultar el cuerpo. Allí pasaron siete años de mi vida expuesta a la cultura anglosajona.

Desde mi niñez hasta hace pocos años, cuando murió, mi tía abuela-madrina Isabel, fue un personaje fuera de serie, junto a sus dos maridos, Alberto, un judío-egipcio y Cicerón, el piloto que voló por los territorios nacionales. Ella, tía de mi madre, nos mostró la belleza del campo, su potencial de recuperación y las situaciones de la vida campesina, por sus mismos recuerdos de niñez tolimense.

Acompañó y se gozó muchos viajes anuales a Europa, en los mejores hoteles del mundo, siempre generosa con sus regalos de viaje. Siempre ayudó a su familia, supo entender y transmitir su gusto de vivir países europeos. Fue una mujer referente.

Una circunstancia que recuerdo con simpatía era cómo mis primas, hijas de mi tía Isabel, alumnas del Liceo Francés, hablaban perfecto francés, como segunda lengua y lo hacían en mi presencia. Como yo no entendía, me propuse a hablarlo algún día mejor que ellas. Y lo logré.

Si pienso en personajes, pienso en mi mamá, una mujer echada para adelante, con una relación amorosa y tolerante con mi papá, como lo hicieron la mayoría de las mujeres de su generación. Ella que no trabajó, es un referente estimulante para sus tres hijas trabajadoras. Cómo no mencionar a la tía Margot que fue la tía solterona de la casa paterna, la que se quedó cuidando a la abuela como se usaba en la época. Ella fue un referente de fidelidad con su mamá. Mi papá se portó muy bien con ellas, pues cuidó de las dos tías hasta que murieron. La abuela paterna, costeña, murió a los 103 años como un personaje de Macondo. La abuela materna, tolimense, bella, fue fruto de profunda admiración.

Esas imágenes masculinas y femeninas a lo largo del tiempo me fueron afianzando el carácter.

La universidad también me marcó porque soy el coletazo del año 68 que llega a Colombia en el año 73. Era el tiempo del ‘Make Love Not War’, del fume marihuana. Ahí las mujeres comenzamos a jugar un rol en la vida diferente al tradicional. Eso marca el siglo XX, por ese movimiento social que sucedió en París que aquí llegó cuatro años más tarde. Fue muy difícil para los papás entender esa nueva forma de pensar y de relacionarse; ahí sí se marca una diferencia generacional muy fuerte. Las reglas de la casa me imponían unos ritmos difíciles de aceptar. No me daban la llave, debía llegar, como Cenicienta, a las doce de la noche, identificando quién me llevaba y traía a la casa. Existían una serie de controles que yo decidí abolir y por tanto me fui del país. Así lo hicimos varias mujeres de mi generación. En los viajes me encontré gente mucho más evolucionada, con el mundo abierto, lo que me permitió reconocer mi realidad latina en Europa, durante crudos inviernos y hermosos veranos.

En la facultad de arquitectura de la Universidad de los Andes está el “Campito” enclavado en los cerros orientales de Bogotá, y en mi vida, un antiguo manicomio que conservó las huellas de un sitio de reclusión psiquiátrica donde los barrotes de las ventanas impedían que los enfermos se escaparan. Asocio el frio paramuno a este lugar, compartido con estudiantes de pintura y escultura, teatreros mechudos y enruanados, y tintos conversados con profesores amigos.

En Talleres y en trabajos caseros, estudiamos dos mujeres con treinta varones, en épocas en que la arquitectura y la planificación del territorio era oficio exclusivo de ellos. Con Jackie Albarrán, amiga cubana y mi única compañera de clases, disfrutamos noches de insomnio preparando las presentaciones, en medio de risas con los amigos de curso.

Mi época de universidad corresponde a la de una generación contestataria frente al urbanismo, gracias a unos profesores visionarios como Jaime Valenzuela, urbanista chileno, quien vino como asesor de Planeación Nacional, Germán Téllez, gran historiador y fotógrafo, Ramiro Cardona, quien murió retirado en la isla de Barú, después de liderar temas de migraciones internas. Las ciudades de Colombia en ese momento seguían recibiendo miles de campesinos, se agravaba la violencia rural, el desplazamiento y el acceso a la tierra; se extendían los barrios populares con invasiones y barrios piratas sin servicios públicos. Por esa razón el tema de estudio urbanístico me preocupó y fascinó. Escogí mi tema de tesis de grado en el Barrio Nuevo Chile en Bosa y allá pude empezar a entender la dimensión socio ambiental de los problemas urbano-regionales contemporáneos.

Fui de las primeras arquitectas que hizo un trabajo en un barrio clandestino (no legalizado ante Planeación Distrital) en un microclima semidesértico, único sitio donde se encuentran cactus en la periferia industrial de Bogotá. Fue una de las tantas ocupaciones promovidas por Provivienda, liderada por Mario Upegui, campesino del Quindío, emigrado de un pueblo azotado por la violencia. Este fue mi primer trabajo de grupo, que formó a arquitectos como Jorge Robledo, senador de la República, Billy Goebertus, papá de Juanita, Daniel Bermúdez y un grupo de arquitectos con reconocido desempeño nacional.

Antes de convencerme de seguir la arquitectura, me inicié con filosofía y letras y durante un año completo estuve leyendo a Platón y Aristóteles, aprendiendo latín y griego. En retrospectiva, creo que terminé tan niña el colegio que no sabía qué quería, esto les ha sucedido a miles de jóvenes que se gradúan sin saber cómo enfocar sus deseos.

Antes de iniciar mi carrera, tuve la gran oportunidad de viajar a Europa y quedarme seis meses en una casa victoriana del Opus Dei en el sur de Londres, donde estaba supuestamente resguardada de las orgias y locuras musicales de la Inglaterra de los hippies y el cannabis. Pero, esta fue la gran oportunidad de entender que el mundo estaba cambiando. Vaya contraste con la vivencia en una casa de religiosas conservadoras y con compañeras asturianas que bailaban y tomaban vino cuando las monjas dormían. La vida de adolescente comenzó a ser mas abierta y divertida. Así inició mi época de estudiante universitaria.

El regreso a la vida familiar de estudiante bogotana me obligó a aterrizar en un mundo de valores godos y rutinas obvias, más exigente aún para una hija mayor de un exmilitar disciplinado. En ese contexto se potencian mis inquietudes por los problemas crecientes de una ciudad desigual e injusta.

En esos valores familiares, el tema de la pareja se vuelve recurrente. La sociedad presiona para que estés con novio o futuro marido, porque de otra forma no vales como mujer independiente. Existe la presión de estar protegida, permanecer acompañada, porque solo existes en pareja. Ese mensaje me duró mucho tiempo en el disco duro y me costó muchos avatares para poder evolucionar.

Si en cada tramo de la vida profesional no hubiera estado con amores apasionados, interesantes, compartiendo momentos maravillosos, en Suiza, en Francia, en Burkina Faso y en Mali, en viajes a Indonesia, Vietnam, Filipinas y Tailandia, antes de regresar a Colombia, no hubiera podido apreciar el afecto perseverante de padre y madre, tías y abuela, que siempre tuve a la distancia. Esas raíces llaman al regreso, los recuerdos de infancia y adolescencia no se borran.

El destino vuelve a llevarnos, a mi hijo Mateo Katan, adolescente suizo-francés nacido en Bogotá, y a mí, a Ginebra, Suiza, cuando la violencia de los narcos azotaba a Colombia. Me fui por un año sabático y me demoré quince, gracias a un nuevo amor que me retuvo en Europa. Pude educar a mi hijo, convertirlo en abogado y ofrecerle una visión multicultural de la vida urbana. Allí nació mi nieto mayor, Olivier Piotr, de lengua materna polaca y francesa. Con esos lazos familiares y académicos, la Ginebra internacional seguirá siendo mi segundo hogar, junto con Bogotá y Cartagena.

En el transcurso de idas y venidas, el amor dura lo que tiene que durar. Mi vida en pareja con Adrián, entre Berlín, Francia y Suiza, llegó a su fin al cabo de una década. Con esta separación, acepto que no creo en el amor eterno y menos en el matrimonio, que llega a sus limites, sin compasión y con dolor. Creo en la libertad de amar cuando se da y sin ataduras preconizadas por vínculos religiosos. La felicidad son momentos intensos, hermosos, como un bello atardecer en el mar observando a las aves regresando al manglar.

En mis relaciones de pareja, debo destacar el encuentro amoroso y profesional con mis tres compañeros de vida, todos arquitectos. El segundo, Roger Katan, francés sefardita, nacido en Marruecos, el padre de mi único hijo, Mateo, apareció en mi vida en Ouagadougou, Burkina Faso. Cuando empecé a realizar mi tesis de maestría en Estudios del Desarrollo en la Universidad de Ginebra, gané una beca de la Cooperación Suiza y viaje al África. Gracias a esta experiencia de vida, entendí el calor, la sed, la generosidad de los campesinos, que, sin hablar francés, comunicaban su riqueza cultural y la fidelidad a otras creencias.

Fueron meses maravillosos llenos de sorpresas en el mundo rural africano. Con Roger regresamos a trabajar juntos en Mali, en un proyecto de Naciones Unidas para apoyar el desplazamiento de población por la construcción de una represa hidroeléctrica. Mi tarea con mujeres campesinas estuvo orientada a apoyar su participación en la reconstrucción de nuevos pueblos, respetando su saber ancestral en materia de construcción en adobe. Nuestro trabajo mereció el reconocimiento internacional en la Exposición de Arquitectura de Tierra en el Georges Pompidou en Paris en 1982.

Este capitulo de vida en pareja me hace regresar a Colombia, gracias a la maternidad. Mi hijo Mateo nace en Bogotá, al lado de mi familia y mi contrato en Mali llegaba a su término. Viajé con ocho meses de embarazo, buscando dar a luz a Mateo. La persona más solidaria con mi situación, que me recibe en su casa, me acompaña al parto y demás, es mi mamá.

A mi papá, como buen militar costeño, le tomó un tiempo asimilar mi regreso con un segundo marido, pero mi mamá se impuso de manera generosa. Al mes del nacimiento llegó Roger por primera vez a Bogotá. El clima gris y lluvioso, el trafico, el idioma, fueron barreras para adaptarse. A los tres años prefirió otro clima y otro proyecto de vida en Cali y Tumaco.

La arquitectura y las comunicaciones se encuentran en el camino. Tuve la oportunidad de dirigir el programa ambiental de opinión en Canal Capital, la televisión pública del Distrito Capital, un reto semanal que me permitió reunir a lo largo de casi cuatro años a los principales protagonistas de la historia ambiental del país y aprendí a darle voz a los que no la tienen. “Su Madre Naturaleza”, llegó hasta confines del Páramo de Sumapaz, donde años después de salir del aire recordaban las discusiones, en estudio y en exteriores, que presentamos cada viernes a las 9:00 p.m.

Con el equipo Producción Formato 19k, logramos documentar en la Amazonía, en el Pacífico y en Sumapaz, la problemática de los bosques y las soluciones en curso después de la firma del Acuerdo de Paz, la situación de los pescadores artesanales y de los campesinos del Páramo defendiendo su territorialidad. Estos documentales fueron cofinanciados por los institutos de investigación científica, Sinchi, IIAP del Pacífico, la Unión Europea en Colombia, el ICANH, y Tropenbos Colombia, consignando la memoria de la fase inicial del posconflicto.

He vivido tres relaciones con tres hombres europeos, que me han legado una gran oportunidad de ver el mundo desde perspectivas humanísticas distintas. Los viajes a los otros trópicos me han hecho amar en el que vivimos, una de las zonas más ricas del mundo en biodiversidad, amenazada por la intrusión de los mercados, la crisis climática y la codicia. El mayor respeto por la naturaleza lo vi en Bután donde la relación de las personas con sus ríos y bosques es tan respetuosa que lleva a la admiración de la filosofía budista. Ella enseña esa relación estrecha y necesaria de ser parte de la naturaleza.

Es verdad que mis nueras, una polaca y otra colombiana, forman parte del paisaje familiar. Ellas han definido el enfoque educativo de mi nieto suizo polaco y de mis nietas colombianas. En ese terreno es difícil entrometerse aunque , como educadora de varios niveles universitarios, no comparta el enfoque sobre el referente femenino globalizado que reciben las niñas con una educación digital poco comprometida con el entorno tropical. Hay valores educativos familiares que deben permanecer a pesar de los rápidos cambios tecnológicos. La rápida evolución de niñas a mujeres, inducida por patrones de belleza y de consumo de cosméticos y esmaltes, hace que la evolución ( o involución) de niñas a adolescentes y de jóvenes a hombres, se haga demasiado rápida, sin darle tiempo al tiempo. Esa cautela para darle tiempo a la infancia y a la adolescencia, de crecer con austeridad y uso responsable del mundo del consumo, solo se aprende con padres conscientes de la crisis climática y ambiental del planeta.

Hoy me siento plena mirando el mar Caribe, desde que llegan los pescadores con sus redes a la playa hasta el atardecer cuando el sol se esconde rojo en la línea del horizonte. Nací en ciudad de alta montaña, me encanta el paisaje andino y la la conectividad de los Andes con la Amazonía, los llanos de la Orinoquía y el mar.

Este lugar de memorias y relatos de meandros de la vida personal invita a revisar los viejos álbumes de fotos guardados y los cajones empolvados de la memoria familiar. Es un ejercicio que ilustra la capacidad de introspección, de generar espacios de creatividad para contarle a la descendencia quien eres.

Tengo sueños profundos y prolongados que resultan conciliadores para enfrentar la realidad. En el sueño encuentro la paz, una forma de delicada muerte, un estadio maravilloso, una meditación que te eleva hacia un universo desconocido. El despertar, como una reencarnación, revela que tenemos varias dimensiones en la conciencia.

Alguna vez entré a la mezquita catedral de Córdoba en Andalucía, interesada en ver la conversión de la arquitectura islámica a la cristiana, el legado que recibimos de la colonia española en América. Sentí que ya había entrado allí, que ya había vivido esos espacios de arcos y columnatas decoradas. Fue en ese instante que pude imaginar que existen conexiones en el tiempo y en el espacio con seres interiores y vidas pasadas. También pertenezco a ese pasado a pocas millas del mar. Mi naturaleza hoy es no estar anclada, busco entender la noción de libertad en su máxima expresión, viviendo el aquí y el ahora.

Tengo la misión de mantener un complejo tejido familiar que mezcla culturas y diversos paisajes y personalidades. Al tiempo, estoy conectada con hermosos rincones y gentes que prodigan paz y esperanza.

Quisiera ser recordada como una mujer que circula libremente de rama en rama en un bosque tropical, adaptada a volar y disfrutar del fluir de ríos y humedales que llevan sus aguas al mar.

 

www.isalopezgiraldo.com ​

Por Isabel López Giraldo

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