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María Mercedes Carranza: “Tengo miedo”

Beatriz Vanegas Athías
28 de mayo de 2020 - 08:55 p. m.
María Mercedes Carranza María falleció el 11 de julio de 2003. Tenía 58 años. En su honor, el expresidente Álvaro Uribe Vélez declaró un minuto de silencio. / Archivo El Espectador
María Mercedes Carranza María falleció el 11 de julio de 2003. Tenía 58 años. En su honor, el expresidente Álvaro Uribe Vélez declaró un minuto de silencio. / Archivo El Espectador
Foto: Archivo

Un texto en el que se recuerda la obra de la poeta, nacida el 24 de mayo de 1945, quien siempre se resistió con versos y arte a la violencia que se vivía en Colombia.

Este mes se cumplen 75 años del nacimiento de María Mercedes Carranza. La mujer que creó una poesía lejana del conservadurismo y la expresión meliflua que encabezó su derechista y piedracielista padre, Eduardo Carranza. Seguramente admiró a Juan Ramón Jiménez, pero fueron Francisco de Quevedo y el chileno Nicanor Parra, además de los atormentados Cesare Pavese, Dylan Thomas y Antonin Artaud, quienes se quedaron en su verso y palabra, que son la materialidad del ser.

Cuando apareció Vainas y otros poemas en aquella blanca colección de poesía de Simón y Lola Guberek, yo que venía de leer “Flores negras”, de Julio Flores; “Canción de la vida profunda”, del gran Barba Jacob; los surrealistas “Camellos” de Guillermo Valencia en aquel trópico lleno de burros y pavos en el que habitaba, o el azucarado “Mi tú. Mi sed. Mi víspera. Mi te-amo” de su edulcorado padre, sentí que se esclarecía para mí un camino en el que ya no solo eran las telenovelas las que explicaban la vida, sino que la poesía era susceptible de decirme con las palabras más desenfadadas las ideas y situaciones trascendentes y cotidianas.

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Entonces un amigo me regaló, de la Librería Tiempos Nuevos, de Lenny Portnoy, esa edición café de la biblioteca Oveja Negra llamada Tengo miedo. Muy temprano entendí (desde Vainas y otros poemas) que el amor al que cantaba María Mercedes carecía “de desmayos, / de ojos aterciopelados / y demás gestos admirables”, era justamente ese amor que yo veía en el pueblo: tosco, rutinario, entre obligaciones que había que cumplir para sobrevivir y, como leería después en Tengo miedo, un amor que se va, que no perdura como me habían dicho las películas mexicanas que había visto en el Teatro Diana y las telenovelas venezolanas, que me estaban educando en mi primera juventud. Se trataba de un amor que una vez hecho lleva a la amada (no tan amada) a pensar “entonces debo ocuparme ya / de encender las luces de la casa”. Un amor que se va y conmina al abandonado (abandonada) a “rehacer la casa / barrerlo todo / Y seguir viviendo”.

El miedo como una pasión normal. Sentir miedo como sentir odio, amor, desdén o fastidio fue otro gran descubrimiento para la joven lectora que dedujo en aquel segundo libro que sentir miedo empezaría a ser el estado normal en un país en el que había que limpiarle los muros a la patria. Esa desazón manifiesta en los pocos poemas de este libro (es muy breve su obra) la hacía convocar a Artaud o a Dylan Thomas, pero, finalmente, se reía del pavor que se cernía sobre ella y Bogotá, ciudad en la que nadie miraba a nadie de frente: “He aquí que llego a la vejez / y nadie ni nada / me ha podido decir / para qué sirvo / (…) Espíritu Santo, dama de compañía, Estatua / de la Libertad, Arcipreste de Hita. / No sirvo para nada”.

Después vendría “Hola, soledad” con un guiño a su amigo el poeta Darío Jaramillo Agudelo y al bolero de Rolando Laserie. Toda la nostalgia de la cercanía de la vejez y la permanente preocupación por el país que, en 1986, le brindaba la oportunidad de inaugurar la Casa de Poesía Silva apoyada por el mismo presidente que sorteó, de manera errática, la toma del Palacio de Justicia por parte del M-19. El país se desmoronaba (¿cuándo no?) y María Mercedes Carranza intentaba detener el tiroteo con la promoción de la poesía y los poetas.

En 1989 mataron a Luis Carlos Galán, su jefe y amigo querido. Ese hecho (junto con el secuestro de su hermano por parte de la guerrilla) provocó la escritura de 18 de agosto de 1989, publicado en 1990 y dedicado a Pilar Tafur y a Daniel Samper. Para entonces yo habitaba en Pamplona, Norte de Santander, y se avecinaban las elecciones para una nueva Constitución que reemplazaría a la anacrónica de 1886. La poeta María Mercedes Carranza trazó un airado y sentido poema narrativo para nombrar-narrar el asesinato del candidato por el Nuevo Liberalismo y de paso problematizar sobre el nulo valor de la vida en Colombia. El poema es una coreografía de la muerte que aumenta la intensidad y emotividad a medida que se acerca el momento del asesinato: “Cae el cuerpo, cae la sangre, caen los sueños / (…) Todas las lenguas de la tierra maldicen al asesino”.

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Voté por ella para que integrara la Asamblea Nacional Constituyente con toda la esperanza y el fervor: leí con gran admiración el hecho de que su nombre estuviera avalado por el M-19. Sin embargo, en el país del horror, las esperanzas pronto se diluyeron y fue asesinado Carlos Pizarro Leongómez. María Mercedes Carranza tal vez anonadada, tal vez ofendida, tal vez consternada, publicó entre 1990 y 1997 sus dos últimos libros. Retomó el amor en ocho poemas, nunca tremendistas, pero sí desesperanzados, y pienso hoy en los versos de Maneras del desamor. Pienso en la forma en la que dialogó con esa suerte de amor del que hablaba Clarice Lispector: “Pocos quieren el amor, porque el amor es la gran desilusión de todo lo demás (…) Amor es no tener. Amor es incluso la desilusión de lo que se pensaba que era amor”.

Antes de que ella decidiera irse de la vida apareció El canto de las moscas (versión de los acontecimientos). A esa obra le dediqué dos años de mi vida para contar, a través de un análisis semiótico, la violencia oculta que desnudaron esos 24 poemas que componen el lapidario libro. La violencia de la que da cuenta el poemario es una puesta en escena del falso anonimato del verdugo: todos saben pero nadie dice quién es, porque la herida con la cual se mata desaparece al cuerpo, lo desmiembra. Las armas empleadas —machete, mona, motosierra, pica— instauran una despersonalización de la víctima y su desaparición total en el río.

La violencia es ocultada, justamente, porque no existe herida para sanar. Se trata del ritual mortuorio cuya única evidencia habría de ser el cuerpo, pero el cuerpo está disperso en el río, en la montaña, en la fosa común. Y es ahí cuando también se degrada al territorio.

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Así fue en Necoclí, Mapiripán, Tamborales, Dabeiba, Encimadas, Barrancabermeja, Tierralta, El Doncello, Segovia, Amaime, Vista Hermosa, Pájaro, Uribía, Confines, Caldono, Humadea, Pore, Paujil, Sotavento, Ituango, Taraira, Miraflores, Cumbal, Soacha y cientos de pueblos y caseríos sobre los que se ocultó la masacre.

Hace 75 años nació María Mercedes Carranza y hoy la violencia ya no está oculta. Es una escena que ocurre ante un coro silenciado o experto en hacer de la palabra una puta (o un puto) que se vende al mejor postor, entonces cobra vigencia su sarcástica configuración del arte de hablar paja que mostró en ese maravilloso poema titulado El silencio: es lindo el verde/ sí, el verde es lindo / claro, el verde / sí, el verde.

Para Melibea*

Por Beatriz Vanegas Athías

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