El Magazín Cultural

Mário Laginha y Pedro Burmester: 176 teclas o una pequeña orquesta

Reseña sobre la presentación de Mário Laginha y Pedro Burmester realizada en la Sala de Conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango. Los pianistas también visitaron Ibagué.

Esteban Bernal Carrasquilla*
26 de mayo de 2018 - 07:18 p. m.
Mário Laginha es más cercano al jazz y las músicas populares, mientras que Pedro Burmester tiene una hoja de vida típica de un pianista clásico. / Gabriel Rojas © Banco de la República
Mário Laginha es más cercano al jazz y las músicas populares, mientras que Pedro Burmester tiene una hoja de vida típica de un pianista clásico. / Gabriel Rojas © Banco de la República

Nuestro tiempo parece ser el de la convergencia. Nos lo demuestran la academia cada vez más abierta la inter y la transdisciplinariedad, la cooperación económica y política en medio de la bien conocida interdependencia, y el fenómeno de la comunicación transmedia. En tiempos de convergencia, que no son exclusivos del presente siglo sino más bien la continuidad de la ola más reciente de la globalización, las artes también han sufrido transformaciones. Algunos creadores e intérpretes le apuntan al cosmopolitismo desde finales del siglo XIX sin ir necesariamente en detrimento de lo local. Ayudados por medios de todo tipo que facilitan cada vez más la circulación de las ideas, los saberes y las personas, han forjado un arte con identidad global. Y este ha sido un experimento interesante, un baluarte de la postmodernidad.

En este contexto, el concierto de Mário Laginha y Pedro Burmester es prueba de lo referido. Hablamos de dos músicos que se formaron en la escuela del piano clásico y, aunque han desarrollado carreras de naturaleza distinta, decidieron converger. Laginha es más cercano al jazz, las músicas populares y las denominadas ‘músicas del mundo’. Burmester tiene una hoja de vida típica de un pianista clásico, con grabaciones de grandes compositores europeos e incontables conciertos con orquestas sinfónicas. Pero esto no ha impedido que se estén dando cita, desde hace treinta años, en un diálogo a dos pianos en el que se encuentran lo clásico y lo popular. El resultado es fenomenal, pues logran una propuesta en la que se complementan las técnicas, los lenguajes y las formas de lo académico y lo no académico. Y, además, explotan al máximo las capacidades del piano como instrumento solista y acompañante, y como instrumento melódico y armónico, haciendo de las ciento setenta y seis teclas bajo sus dedos una pequeña orquesta.

Para su concierto en Bogotá iniciaron con El gran tango de Astor Piazzolla, obra escrita originalmente para violonchelo y piano. En lo que quiero denominar como ampliación (en oposición a la reducción que suele hacerse de obras orquestales en el piano), el ejercicio de adaptar esta música a dos pianos dio como resultado un arreglo algo saturado, contrastante con la pieza original, pero no por ello equivocado. La coreografía melódica y armónica entrecruzada entre los dos pares de manos puede compararse con los malabares de pies de aquellos hombres que, entre arrabales, decidieron abrazarse para bailar el tango en sus inicios. Un ejercicio hermoso en ambos casos, por la paridad entre quienes intervienen en este complicado arte.

Le siguió el Concierto para dos pianos, obra de Laginha, como un claro ejemplo de la complementariedad entre tradiciones. Si bien la obra se basa en una composición previa, un concierto para piano y orquesta que se enmarca en el academicismo clásico, los materiales armónicos, melódicos y rítmicos no son nada alejados del jazz. De hecho, percibí algunas similitudes, quizás inspiraciones, en una de las obras que marcaron un hito del encuentro entre lo clásico y lo jazzístico: Rhapsody in blue de George Gershwin.

El inicio de la segunda parte del concierto fue clave para darle un poco más de contexto al recital, a favor del aporte de cada pianista. Cada uno presentó, como solista, la misma obra, la Balada No. 1, Op. 23 de Frédéric Chopin. Primero, Laginha, iniciando al pie de la letra en los primeros compases y luego tomándose libertades de todo tipo, primero con cautela y luego con osadía, logrando diluir cualquier elemento musical que remitiera expresamente a la obra, hasta llegar a una sección de improvisación que descolocó a la pieza de su lugar temporal/espacial. La interpretación de Burmester, por el contrario, fue conservadora, pero no carente de la expresividad típica de la música de Chopin.

El cierre del concierto incluyó dos clásicos de la música orquestal, el Preludio a la siesta de un fauno, de Claude Debussy, y el famoso Boléro de Maurice Ravel, ambos, compositores franceses de peso en la nueva música de finales del siglo XIX y principios del XX, algo que en su momento fue llamado como contemporáneo. Si bien a mi gusto ambas piezas suenan mejor en su formato original, puesto que algo que se logra en ellas es la exploración de los colores que puede alcanzar una orquesta sinfónica, la propuesta de Laginha y Burmester con su arreglo es fiel a esa idea de color, lo que resalta parte de los nuevos valores estéticos que se proponían en la época de los dos compositores.

Converger no significa dar cabida a toda manera de pensar y hacer sino lograr puntos de encuentro y poner en diálogo los saberes. Hay ejercicios de convergencia exitosos, otros que se quedan cortos y otros que no sintonizan. Lo cierto es que se trata de un experimento en el que aún tenemos mucho por explorar en las artes, las ciencias y la praxis. En ese sentido, Laginha y Burmester hacen un valioso aporte, inquieto y dinámico.

* Guitarrista clásico egresado de la Universidad Javeriana y magíster en relaciones internacionales de la misma institución.

Por Esteban Bernal Carrasquilla*

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