El Magazín Cultural

Maripaz Jaramillo: "La única relación que no me ha defraudado ha sido la que he construido con el arte"

Presentamos a la artista Maripaz Jaramillo en este espacio de la serie Historias de Vida, creado y producido por Isabel López Giraldo para El Espectador.

Isabel López Giraldo
09 de julio de 2019 - 01:17 a. m.
Maripaz Jaramillo, quien a los veinte años, y siendo todavía estudiante, se ganó el Premio del Salón Nacional de Artistas.  / Cortesía
Maripaz Jaramillo, quien a los veinte años, y siendo todavía estudiante, se ganó el Premio del Salón Nacional de Artistas. / Cortesía

Nací en Manizales y un año más tarde me trajeron a vivir a Bogotá pasando temporadas en la finca San Gil, que queda en la Virginia – Valle del Risaralda, región que mi abuelo, el antioqueño Francisco Jaramillo Ochoa, ayudó a colonizar hace más de cien años.

La finca, en donde se escribió el libro del Risaralda, fue muy visitada por jefes de Estado y funcionarios de alto nivel que consultaban a mi abuelo, porque él fue un cívico, un prohombre, como lo fue don Gonzalo Vallejo Restrepo. Sus hijos, José y Luis Jaramillo Montoya, participaron en política siendo gobernadores de Caldas y alcaldes de Manizales.

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Mi abuela, Tulia Montoya Arbeláez, proviene de una familia muy culta y educada, tuvo hermanos que se hicieron sacerdotes y otros médicos que estudiaron en París. Nació en Medellín, ciudad donde conoció a mi abuelo y donde se casaron. Luego se instalaron en Manizales donde criaron a sus nueve hijos, de los cuales mi papá es el menor. Tulia amó tanto a su esposo que cuando él se ausentaba por viajes ella no se movía de la casa pues esperaba siempre su regreso. Construyeron un hogar muy lindo en el que el valor supremo fue la familia.

Mi abuelo envió a dos de sus hijos a Estados Unidos para que terminaran el colegio. Esto hizo que mi papá, Gilberto Jaramillo Montoya, forjara carácter y se convirtiera en una persona muy independiente y de mente abierta.

Mi papá vivió, desde sus trece años, cerca de Nueva York en la casa de unos amigos de la familia. Una vez terminado el colegio, hizo su carrera de economía en la Universidad de Pensilvania, regresó al país a sus veintiocho años cuando la gente no entendía de qué se trataba su profesión, pues no había facultades de economía en Colombia. Se sintió muy desubicado porque, entre otras cosas, había dejado a todos sus amigos en Estados Unidos pero por fortuna contaba con sus hermanos.

Mi mamá quedó huérfana desde muy joven cuando mi abuela murió del corazón (un mal que aqueja a la familia), poco después murió mi abuelo entonces la enviaron interna a estudiar a Popayán. Cuando tenía quince años regresó a la casa de sus tías en Manizales y poco después encontró el amor.

Algún día mi papá vio a una niña muy linda asomada en un balcón y ella vio a un muchacho muy guapo de sombrero voltiao en la parte de atrás de un carro. Cada vez que lo veía mi mamá decía: “está pasando el señor de la gorra”. Resultó que la niña linda era prima de una cuñada de mi papá y así fue como coincidieron en un té. Al verlo dijo: “¡No puede ser! Aquí está el señor de la gorra”.

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Se casaron y un año más tarde nació mi hermano mayor. Somos tres hijos, Juan Manuel, Clemencia y yo. Mi papá le llevaba diecisiete años, la consintió como a nadie, le dio mucho gusto y la cuidó como a una hija. Mi mamá, pese a tener tan solo dieciséis, era de gran carácter e hizo cosas que no eran usuales para su edad ni para la época.

En mi familia tenemos alma de artistas, herencia de mi abuela paterna que tenía un pariente pintor formado en París; mi hermano, como lo hizo mi papá, escribió libros; a mi mamá le gustaba el jazz y todo lo moderno como lo fue su casa en Bogotá diseñada por el arquitecto ruso Kascok.

Estudié en el Sagrado Corazón hasta quinto elemental cuando me echaron por necia, lo que no fue fácil para mi tía monja que hacía parte de la comunidad religiosa, pero mis papás no se preocuparon por eso. Pasé al Marymount que cerraron al poco tiempo porque las monjas gringas (de la época del cura Camilo Torres) se volvieron guerrilleras y escondieron heridos en sectores del colegio al que nos prohibían el acceso.

Para completar mi educación, mis padres decidieron enviarme con mis hermanos a Londres, así como había ocurrido con mi papá. Mi hermana Clemencia y yo nos quedamos más tiempo pero mi hermano volvió al país, se graduó de bachiller del Gimnasio Moderno y estudió arquitectura en Los Andes para regresar a Londres a especializarse.

En el colegio nos llevaban a ópera, a ballet, a museos y a exposiciones, lo que me abrió las puertas al mundo artístico del que me nutrí. Y es que el arte, la literatura y la filosofía siempre fueron temas muy importantes en nuestra formación.

Recuerdo que llegué a la casa de una condesa rusa, amiga de las amigas sicilianas de mi hermana. Ella había salido de su país escapando de la revolución, se casó con un egipcio que al morir le dejó la mansión de herencia que usó como medio de supervivencia alquilándola a estudiantes. Su hija, que estudiaba diseño de modas, me animó a entrar a su escuela, y mi hermana y yo modelamos para ella. Luego me matriculé en la escuela Lucy Clayton (para quien también modelé), y estando allí conocí a Mary Quant, la diseñadora que inventó la minifalda, la misma que usé a mi regreso al país generando escándalo en una sociedad que no estaba acostumbrada.

Ya en Bogotá hice parte de la escuela de modelaje que Elena de Bengoechea abrió en los tempranos 70 (en esa época ser modelo no era muy bien visto pero Elena solo recibía niñas muy cuidadas por sus familias). Firmé contrato con Celanese (firma de textiles) cuando ya estaba casada con Benjamín Barney (arquitecto de ascendencia inglesa, profesor de Los Andes y el mejor amigo de mi hermano).

Poco después, abrí con mi mamá Cucú Boutique donde diseñábamos minifaldas que la gente poco a poco fue empezando a comprar. La cerramos por temas administrativos pues fue muy complicado recaudar cartera.

Mi hermano Juan fue compañero de Luis Caballero en el colegio, por lo que le pidió que me diera clases privadas de pintura. Una vez en ellas, Caballero me dijo que no siguiera en el tema de la moda sino que me internara en el mundo del arte, por lo que me llevó a la Facultad de la Universidad de Los Andes, que en ese momento dirigía Antonio Roda. Luis le dijo a Roda: “esta niña pinta muy raro pero usted la debe recibir”.

Resulta que yo todo lo dibujaba al revés, es como si pintara a través de un espejo, porque soy disléxica. Esto sumó en mi trabajo pero también me generó mucho sufrimiento pues la gente se molestaba al considerar que lo hacía por rebelde.

Fue muy importante para mí la experiencia de aprender de dos grandes dibujantes y pintores pero tuve también dos profesores magníficos, Carlos Rojas y Umberto Giangrandi. El grabado que Giangrandi me enseñó fue mi tema de tesis.

A mis veinte años y siendo todavía estudiante, me gané el Premio del Salón Nacional de Artistas. Ahí comenzaron mis problemas matrimoniales, nos fuimos a vivir a Cali (una plaza extraordinaria para el arte de esa época), lo que acabó de afectarnos. El matrimonio duró diez años, no tuvimos hijos y yo continué con mi carrera artística.

Oscar Muñoz, Estudillo, Fernel Franco, Pedro Alcántara y yo conformamos un grupo de artistas que hizo una creación distinta. Mientras ellos trabajaban el blanco y negro yo lo hice en color, lo que revela mi espíritu alegre.

Me gané una beca que me llevó a París, donde hice un master en obra gráfica. Estando allá compartí con Luis Caballero, Antonio Barrera, Saturnino Ramírez y otros. También estudié en Italia y Londres, lo que imprimió un sello particular en mi obra a través del color. Me sentí plena en esta experiencia en la que tuve un reencuentro con mi esencia.

Recuerdo que la Cruz Roja condecoró a un número de mujeres colombianas con algún reconocimiento y, a excepción de María Eugenia Rojas, todas estábamos separadas: Noemí Sanin, María Emma Mejía, Fanny Mikey, María Mercedes Cuéllar, María Fernanda Campo, Teresita Gómez, las que recuerdo. Si bien he tenido varias, la única relación que no me ha defraudado ha sido la que he construido con el arte.

Mi trabajo tiene un carácter muy particular, un sello claro y definido que se hizo evidente desde el inicio. Mi primera producción y con la que me di a conocer como artista, la hice en el taller de Umberto Giangrandi sobre la prostitución. Yo venía de Inglaterra, donde las mujeres motivaron la liberación femenina y, al llegar al país, encontré esta situación social tan difícil que me motivó a que la pintara, además influida por Giangrandi, que es muy sensible a estos temas que hacen parte de su obra.

He sido muy contestataria y adopté una posición muy feminista (sin que crea en el feminismo a ultranza). Entrevisté a mis modelos y me encontré con que la mayoría provenía del campo, las botaban de la casa por haber quedado en embarazo y, desplazadas, llegaban a Bogotá para trabajar en las calles. Se turnaban entre ellas para cuidar de sus hijos, constituyendo una especie de guardería nocturna.

En mi vida ha habido mucha alegría pero también adversidad. Hoy ya no me acompañan mis amigos que fueron muriendo, unos de sida, otros alcohólicos. Claro que mi dolor no lo he traducido en obra pero la escultura me ayudó por resultarme muy liberadora y terapéutica.

Mi vida ha sido el arte pese a que en él también hay ciclos. Ahora la pintura se está reinventando y está resurgiendo con fuerza y potencia.

¿Qué color es?

Soy rojo por alegre y vibrante.

¿Qué elemento de la naturaleza?

Pienso en la carretera que lleva a mi finca, que es muy verde y llena de guaduales. Realmente me conmueve.

¿Qué animal es?

Una leona, por fiera. Soy dulce pero tengo carácter.

¿Cuál es su lado más oscuro?

El que se asoma cuando siento rabia.

¿Qué se lo genera?

La frustración.

¿Quién es?

Fuerzas opuestas que danzan sin conflicto, la débil fuerza que se sobrepone.

¿Qué hubiera sido si no fuera artista?

Diseñadora de modas. Y en efecto he hecho camisetas, suéteres y carteras, y los trajes que dibujo en mis pinturas.

Y modelo.

Risas.

¿Dónde están sus miedos?

En el rechazo.

¿Dónde, su alegría?

En pintar, en las cosas bellas, en el cine, en la literatura, en la música, en la naturaleza, en la comida.

¿Qué es una buena compañía para usted?

Alguien que me aporte, que tenga un estilo de vida agradable y tranquilo, con quien pueda interactuar amable y positivamente.

¿Qué ingredientes debe tener una buena conversación?

Los que aportan la experiencia, el conocimiento, la seguridad. La que fluye sin esfuerzo.

¿Qué es un lienzo en blanco?

Un reto que me genera expectativa.

¿Qué emociones se mueven cuando está frente a su obra terminada?

Plenitud.

¿Qué le gusta dejar en las personas que se acercan a usted?

Una buena impresión.

Por Isabel López Giraldo

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