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Luchar con la adversidad, no contra ella

Martín Murillo Gómez creó La Carreta Literaria hace 13 años, un proyecto con el que promueve lectura en las calles y colegios de Cartagena. Su vida es un testimonio de que, a pesar de las circunstancias y los malos pronósticos, cumplir los anhelos es posible.

Laura Camila Arévalo Domínguez
02 de noviembre de 2020 - 02:00 a. m.
Durante la pandemia y debido a las restricciones para salir, Martín Murillo leyó un cuento infantil diario que grabó en videos y colgó en la cuenta de YouTube de La Carreta.
Durante la pandemia y debido a las restricciones para salir, Martín Murillo leyó un cuento infantil diario que grabó en videos y colgó en la cuenta de YouTube de La Carreta.
Foto: Tico Angulo

Rosa Murillo Gómez, una de las hermanas de Martín Roberto Murillo Gómez, se quedó pensando si había algo que le disgustara de su hermano. “Sí, hay una cosa: no me gusta que sea tan soñador”. ¿Qué hay de malo con eso?, le pregunté, y respondió que ella sufría cuando las personas creían que los planes de Martín eran puras fantasías. Que le dolía cuando, desde que era un niño y exponía sus sueños, la gente pensaba que estaba mintiendo. ¿Y por qué creían que estaba mintiendo?, volví a preguntar, y Rosa explicó que la gente no le creía porque se la pasaba aspirando a imposibles. Anhelos improbables sobre todo en Colombia, el país de la burocracia, o sea de la violencia o de la viveza.

Martín Murillo nació en Quibdó y estudió hasta quinto de primaria. Dice que no soportó ver que se convertiría en una carga más para su mamá, Lucía Gómez, quien debía responder por cinco hijos, así que dio un paso al costado, dejó de estudiar y se dedicó a ayudar con algunos gastos. Vendió arepas rellenas y tintos y descargó barcos, en los cuales viajó a Aruba, Curazao, Panamá y Bonaire. Cuenta que ha pisado desde Sincelejo hasta Punta Gallinas, el extremo septentrional de Suramérica en La Guajira, sobre el mar Caribe. Ha trabajado en tantas cosas y vivido en tantos sitios porque en ninguno se halló, y uno pensaría que la necesidad no da tiempo para ese tipo de sensaciones, pero uno se equivoca: la sensibilidad de algunos es capaz de rediseñar vidas hasta encontrarles sentido.

“Aruba significaba para mí lo que Cuba para Hemingway”, dice, y su nostalgia, sin darse cuenta, gobierna sus palabras cuando comienza a recordar que cuando vivía allí caminaba por sus calles y se estremecía por la cercanía con el mar. Le parecía que esos atardeceres eran pinceladas de un cuadro que pintaría o compraría. Las tardes de los viernes las dedicaba a los boleros de Tito Rodríguez con tres o cuatro tragos de whisky que se tomaba lento, alargando el placer de estar donde quería.

Se instaló en Cartagena porque Aruba no se ajustó a sus planes. Cuando volvió no tenía nada. Se quedó sin plata y sin guía de ruta. Vivía en el hotel La Muralla, de la calle de la Media Luna, que en ese momento estaba plagada de prostitución y drogas. De la que era su casa no lo echaron a pesar de la falta de pago, así que decidió que no llamaría a su casa en seis meses, el límite de tiempo que se impuso para levantarse y poder asegurar, sin mentir, que estaba sobreviviendo, porque después de Aruba tuvo que suspender los placeres. En su casa se preocuparon. Rosa recuerda que en esos meses su madre se consumió pensando en que alguna bala o bomba podrían ser la razón de la ausencia de su hermano, que siempre se comunicaba. No era normal: “Martincito”, como le decía su madre, siempre llamaba, en cambio, la guerra en la década de los 90 era parte de los amaneceres y los atardeceres colombianos.

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“Yo te parí con trabajo para que seas un hombre de trabajo”, le dijo su mamá alguna vez en alguna conversación sobre algún tema importante, y la frase aún le retumba a Martín. Esas frases lo ayudaron a salir de su “pandemia personalizada”, como le dice a la época en la que las personas le aconsejaban que dejara las drogas. Pero él no era drogadicto: comenzó a vender Bon Ice en las calles de Cartagena porque fue el trabajo que consiguió, y con lo que acumulaba se pagaba su pieza y se compraba cualquier empanada ahogada en grasa con cualquier tinto trasnochado mezclado con azúcar. El menú cambiaba cuando en la tarde, después de caminar más de ocho horas bajo el sol de Cartagena, se tomaba una sopa de hueso, que no era más saludable que la empanada. En Aruba aprendió de algún conocido que “uno ahorra lo que no necesita”, y en ese momento solo podía prescindir de $500 o $1.000. Cuando completó $60.000 compró sus primeras bolsas de agua y comenzó a venderlas al por mayor, alternativa que le mejoró la calidad de vida.

El trabajo bajaba los fines de semana, así que llenaba su caneca con agua, gaseosas y cervezas y se sentaba en las calles Ricaurte y la de Las Damas. Si vendía bien y si no, también: esos días la prioridad era leer, la única forma en la que podría ampliar su vocabulario y llegar a ser comentarista de la NBA. También la única forma de distraerse: en el hotel se peleaban por ver las novelas en el televisor que había en la portería.

Uno de esos fines de semana, Martín eligió El hombre duplicado para pasar la tarde. Era 2002. Uno de sus clientes fue un barranquillero que le pidió agua y le preguntó si le gustaba la lectura, que él tenía libros para regalarle. El 27 de mayo de 2003 se dio cuenta de que el cliente que le hablaba de libros era Jaime Abello Banfi, director de la Fundación Gabo. Abello dice que el día en el que se conocieron se maravilló por la curiosidad que sobresalía en los ojos de Martín. “Me impresionó en ese momento y me sigue impresionando ahora por su actitud frente a la vida. Es un autodidacta en pleno, no solo como promotor de lectura, sino también como gestor cultural y comunicador. Es un ejemplo”.

En 2005, después de algunas reuniones en la Fundación Gabo y de, como dice Abello, “convertirse en parte del ecosistema de la fundación”, Martín decidió que su último emprendimiento sería el definitivo y que ese no tendría que ver con vender agua ni cerveza. Le explicó sus planes a Raimundo Angulo, presidente del Concurso Nacional de Belleza, lo que sería La Carreta Literaria: un carrito cargado de libros que sería impulsado por el Negro, quien leería en las calles y los colegios, y que hablaría sobre la importancia de la lectura y el efecto que tuvo en su vida.

Martín Muril, para este texto, se conectó por medio de una videollamada de WhatsApp: tenía una gorra azul y unas gafas del mismo color que hacían juego con su barba blanca. En su camiseta sobresalía una caricatura que habían hecho de él en la que estaba con La Carreta, que ya cumple trece años recorriendo el Caribe, varias ciudades del país y algunas del mundo. Remedios y Rebeca, sus perras, lo acompañan y lo interrumpen. Él las atiende. Retoma la conversación diciendo que, al comienzo, no sabía cómo leerles a los niños en los colegios, así que aprendió ensayando solo en el hotel La Muralla. Los que lo veían pensaban que estaba loco porque subía y bajaba la voz, como si hablara solo, pero además con una entonación extraña.

Su libro favorito es El viejo y el mar y su escritor preferido es Hemingway. También se emociona cuando habla de Leonardo Padura, Vargas Llosa y Piedad Bonnet, entre muchos otros que nombra pero que no se entienden debido a la señal que se corta. Él habla con o sin ayuda del internet, así como siguió con o sin ayuda de sus circunstancias, las que según muchos no le permitirían promover otra cosa que arepas y tintos.

Martín, Martiliano, Martincito, el Negro, el que empuja La carreta, tiene 52 años y no ha parado ni por la pandemia. Le encanta la NBA porque los que allí juegan, como Lebron James, lo inspiran: ellos “lucharon con la adversidad, no contra ella”. Él también lo hizo. Hace poco se sumó a una práctica de Twitter que se volvió tendencia y publicó dos fotos con la frase: “Como estoy / Como vamos”. Esas dos imágenes que muestran sus inicios y su presente son la forma que encontró para dar ejemplo: “No me quejo porque tengo mucho. Cuando tuve poco me moví, trabajé para mejorar y lo logré. Esa opción la tenemos todos. No me quejo porque eso no sirve”.

Por Laura Camila Arévalo Domínguez

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