El Magazín Cultural

Más bandido que Carracuca

Comentarios en torno al libro "Nadaísta bandido". Narraciones escogidas con su Carracuca. Jaime Espinel. Ediciones Unaula, 2019.

John Saldarriaga
17 de febrero de 2020 - 02:40 p. m.
De Jaime Espinel, apodado Barquillo, Manuel Mejía Vallejo llegó a decir: “es nuestro mejor cuentista. Supo contar la ciudad y sus gentes, lo que somos y sufrimos en los tiempos de horror”.
 / Jairo Osorio
De Jaime Espinel, apodado Barquillo, Manuel Mejía Vallejo llegó a decir: “es nuestro mejor cuentista. Supo contar la ciudad y sus gentes, lo que somos y sufrimos en los tiempos de horror”. / Jairo Osorio

Como el sol ¡de sorpresa! es un cuento de Jaime Espinel cuyo título no es tan cierto, porque desde que el mundo es mundo, no hay sorpresa en la salida del sol, pero mejor, porque el arte se alimenta con la ilusión de la libertad, de modo que si al autor le parece sorprendente o sorpresiva la salida del sol, allá él y puede hacerlo.

Tal cuento, incluido en el volumen Nadaísta bandido. Narraciones escogidas con su Carracuca (Ediciones Unaula, 2019) es magistral. Cuenta la historia de un delincuente, matón curtido y de largo recorrido, quien es asesinado, irónicamente, por un muchacho tendero, inexperto en violencia.

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Al final de este relato, como de los otros, hay un comentario de “Su Carracuca” —¿el alter ego de Espinel?— para darle contexto y hablar de personajes de la época, la de los años sesenta del siglo XX. En él, tras señalar que se trata de una nueva versión de la historia de David y Goliat, hay un apunte curioso: alude a Griselda Blanco “antes de ser Griselda Blanco”, la tristemente célebre mujer del narcotráfico. Dice que era mesera en el bar Rigoletto, del Centro de Medellín. Espinel y otros amigos fueron a su casa en el barrio Antioquia. Una casa de frente feo. Ella abrió la puerta y a los dos metros había otra fachada, la bonita, acorde con los lujos que había adentro.

Jaime Espinel, apodado Barquillo, es un narrador excepcional. No solo debe mencionársele como uno de los más grandes del Nadaísmo, sino de la literatura colombiana en general. No es una estrella muy visible en el firmamento literario nacional, tal vez por su escaso afán de difusión de sus obras y hasta de figuración. Da al lenguaje malevo la importancia de personaje. Y a los argumentos, los más de ellos conseguidos en conversaciones de bar con quienes vivieron los hechos, un lustre que renueva el tema del pillaje.  

El bandidaje y otros temas

En cuanto al bandidaje como nervio vital del libro, se nota porque muchos de los personajes son bandidos o guapos de los sesenta y setenta del siglo pasado, hombres que parecen tener que estar reafirmándose como tales a  cada paso, con rudeza y brusquedad, haciendo lo que se espera de ellos en sus acciones, palabras y pensamientos. También, aunque no lo sea, hay bandidaje en el personaje narrador, en el punto de vista, en el lenguaje usado, en las costumbres…

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No se trata, al menos no es la esencia, de criminales peligrosos, como los que vendrían después, con el narcotráfico. Son guapos y camajanes empujados por una vida de bohemia, de tragos y tangos, en los que los hombres mostraban su bravura. Con facilidad para la pendencia, la pelea. Es más, se parecen a los compadritos de los que hablan los tangos más orilleros, provocadores, jactanciosos y bravucones, dispuestos a liarse a los puños o a cuchillo en cualquier esquina y a cualquier hora.

Inofensivos son los malevos del cuento Chamorro muere en la víspera. Alude a juegos infantiles de policías y bandidos en cañadas de Manrique. En uno de esos juegos, un amigo suyo, Bernardo Fernández, murió de tifo por meterse a una ciénaga de Palos Verdes. Tras este cuento “su Carracuca” menciona a delincuentes, estos sí, reales legendarios, como El Mono Trejos, El Pote Zapata, y un tal Pistocho.

El bandidaje constituye una estética, correspondiente a una forma de ver el mundo.

Un tema secundario es la violencia partidista. Veinticinco años largos de viernes a martes y Pobre huérfano el señalador son dos relatos en los cuales es evidente este tema. El primero trata de emparentar el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, en Bogotá, con el de Salvador Allende, en Santiago, sucedidos con 25 años de diferencia. La izquierda fue adquiriendo prestigio entre los jóvenes latinoamericanos. El segundo de estos cuentos sucede en el Café Pilsen, al pie del Parque de Berrío, que hoy es una panadería. Un bar sin música, dice, tal vez por estar al pie de la iglesia de La Candelaria. Habla de la rivalidad de liberales y conservadores. La gente portaba carné de su partido en el bolsillo. Un “sapo” señalaba a los matones a quiénes debían matar por sus ideas políticas.

La música es otro tema complementario. En todos los relatos alude a ella. Bien porque los personajes cantan o tocan instrumentos, bien porque se oiga cierta música en un café… por lo que sea. Dos o tres semanas después del Miosotis es un cuento sobre músicos de la Lira Antioqueña, aquí llamada Lira Unión. Los viajes, la bebedera de los artistas, su bohemia, su poesía. La vida aventurera y errante, como de cirqueros. Cuenta que partieron con la intención de demorarse dos semanas en su recorrido por Suramérica, pero se quedaron varios años rodando, cantando tangos y boleros.

El tango (y un poco menos el bolero antillano), muestra de una cultura urbana que predominaba en la época, es la música de estas narraciones. El Tango, como en Aire de tango, de Manuel Mejía Vallejo, no solo como música de fondo, sino que anida en el espíritu de los personajes, de los guapos que se parecen a los compadritos de Evaristo carriego y Jorge Luis Borges. Tango vs. bambuco. Modernidad contra tradición. Lo urbano vs. lo rural.

En Como el sol ¡de sorpresa! Se lee:

Claro que estaba en El Remolino y todavía sentía el asedio del guapo Puerta, haciéndole visajes con su puñal desde la penumbra de una mala memoria, porque al guapo Puerta le gustaban Obdulio y Julián y yo los detesto. ¿Será que estoy orgulloso de ser el único guapo que ha matado a otro por un bambuco?” (Y esos hombres se batieron.)  “Después los cubrió el silencio más aterrador del mundo, porque el tango acababa de dar muerte al bambuco.”

Y era lo que sucedía en Medellín. Las migraciones del campo a la ciudad y la consolidación del tango como música que identificaba a esos migrantes y a esas primeras generaciones después de los migrantes, que hablaba de desapego, de defender a golpes la individualidad.

La música podría sacarlos del bandidaje, enderezar sus pasos, pero eso es lo de menos; se combinan, más bien, arte y delincuencia y es esta la que en los más de los casos desvía a los artistas de la música, como suele suceder.

Sin embargo, al mencionar asuntos que están detrás de la historia principal, la de los personajes a los cuales les suceden los hechos, como la violencia partidista o la música, debo reconocer que no es exacto que sean tan secundarios, como si se tratara de ese fondo de los cuadros, que los artistas plásticos fijan para que las escenas sucedan delante de este con realce. En el caso de los cuentos de Jaime Espinel, esos asuntos que parecen estar en un segundo plano, tienen tanto vigor y tal participación, que por momentos salen al primer plano e intervienen en las escenas.

De modo que si se pregunta cuál es el tema de esta compilación de relatos, cualquiera diría, el bandidaje. Y estaría bien, pero hay otros elementos no menos importantes. Además de los mencionados, uno diría que también son subtemas las costumbres y, en general, el ambiente cultural de la época. Un ejemplo: hemos oído la expresión “lunes del zapatero”. Pero parece que, en esa época, el lunes se lo daban de descanso muchos artesanos. Los latoneros bebían como dromedarios el sábado y el domingo, amanecían enfermos el lunes y no podían arrancar la semana.

Se nota también cierta degradación social, hermanada con la miseria y la marginalidad de los personajes, aunque todo esto narrado sin postura moral, como debe ser, sin opinión, mencionado como una circunstancia; no como una tragedia ni un problema. La transformación social, estética y económica, la consolidación de la industria, el florecimiento del centro de la ciudad, el auge de Guayaquil.

Asoman las putas y los vagos… a los ejecutivos y los trabajadores se les ve pasar al fondo. Los valores son tener hembras, “estar mancado”, derrochar guapeza. En cuanto a los escenarios, en estos relatos hay una gran apropiación de Medellín y, en especial, de Manrique.

Pancho Villa

En Envigado, mi tierra, hay quienes creen que Pancho Villa, el líder de la Revolución Mexicana, nació en este municipio situado al sur de Medellín. Sostienen que Doroteo Arango, más conocido como Pancho Villa, era el mismo Teodoro Arango Díez, nacido en 1877. Según la tradición oral, Teodoro Arango Díez, a la edad de 20 años, se había visto obligado a vengar el honor mancillado de una hermana suya, matando a un hombre. Desde entonces desapareció de Envigado y apareció, tiempo después, en México. Tomó la ruta de la colonización antioqueña del Occidente colombiano, la ruta de la arriería. Salió a La Pintada, siguió por el viejo Caldas y alcanzó el océano Pacífico, por donde viajó al país azteca.

En un principio de novela titulado Pancho Villa & Doroteo Arango dos personas distintas y un solo ser verdadero, incluido en este volumen, Espinel sostiene que el revolucionario era oriundo de Abejorral.

Teodoro Arango no fue el único antioqueño que formó parte de la Revolución Mexicana. Está comprobado que Pelón Santamarta alcanzó el grado de Teniente en el ejército revolucionario. Santamarta era músico, intérprete y compositor.

 

Pancho no nació en Durango

Villa sí murió en Parral.

Pancho Villa fue un Arango:

Octaviano Doroteo Arango

De Abejorral.

No sé por qué siempre supe

Que él no era él

Y que ambos éramos el mismo.

 

El relato de Pancho Villa es resultado de una de las obsesiones de Espinel.  De acuerdo con los compiladores del libro, Carlos Bueno y Francisco Velásquez, es un extracto de un trabajo más grande, una novela, que no ellos encontraron.

Basó este escrito en cuentos que le echaron desde niño y en indagaciones personales. En el texto, intercala genealogías, con datos y ficciones. Pero el estilo narrativo en estas ficciones es diferente al resto de los cuentos. Carece del habla callejera y del bandidaje.

Es un texto “degenerado”, es decir, sin género definido. Parece más el texto de un historiador. Y en las ficciones, hay cambios de narrador. Hasta Pelón Santamarta tiene su turno.

Espinel no cree en la versión de que Pancho Villa hubiera sido un bandido. ¿Cómo iba a serlo —pregunta— si tuvo papel importante al principio de la Revolución? Se sabe que Villa robó para repartir entre los pobres, como Robin Hood, el personaje medieval, y que cometió delitos menores, pero nada más.

Este relato o fragmento de novela no cuenta con la intervención de “su Carracuca”. Al final, tiene fuentes, como si fuera el trabajo de un historiador, más que de un escritor.

Manifiestios, memorias, nadaístas y neceser

Entre los relatos incluidos en este volumen, hay dos que son más bien manifiestos, reflexiones y memorias personales: Ancón, nuestra hermosa bisagra empantanada y Quién fui yo. Ambos carecen de comentarios de “su Carracuca”.

En el primero, Espinel habla del espíritu antioqueño, destructor e inescrupuloso, al cual le canta el himno de Epifanio Mejía. Estaba convencido de que Ancón 71, el festival rockero con el que los hippies deseaban mostrar la posibilidad de una sociedad unida, incluyente y libre, pudo haber marcado la ruptura con esa historia nefasta, pero no fue así: después llegó el narcotráfico con su signo de exterminio. Irreverente, se burla de la tradición y la grandeza basada en destrucción y altanería de los antioqueños.

El otro, Quién fui yo, son memorias. Habla del Nadaísmo, de sus obras, de sus pensamientos y obsesiones temáticas, entre estas, la muerte. Entre los nadaístas, abre el abanico de manera interesante. Aparte de los que siempre se han mencionado, nombra a Carlos Castro Saavedra, a Óscar Hernández, a Alberto Aguirre, como si ellos también lo fueran.

Yo no me explico, ahora hay mucha bronca entre los escritores; con estos tipos no y entre nosotros tampoco, es decir, puede que unos seamos más amigos que otros, pero no enemigos declarados, y creo que esa es como una de las máximas lecciones del Nadaísmo, la amistad.

Menciona características de los nadaístas: la clase social (de media hacia abajo), la juventud, la no formación académica y en cambio sí autodidacta.

De Gonzalo Arango, dice que era gran escritor, pero mal poeta. «Pero hay una frase que me reconcilia y es: “Un nadaísta es sonoro como una carambola a las dos de la madrugada” y “Los camisas rojas invadimos la ciudad como una peste”» (Esa no es una frase; son dos.)

De Darío Lemos, que no leía nada, pero tenía el don del verso. “Estaba tocado por la palabra que no necesita ilustración, la palabra poética que no necesita razón, que solamente necesita conversar con los amigos”. Y añadió: “como era de ladrón, pero no le robaba un verso a nadie jamás”.

De Fernando González: padre espiritual, típico maestro, riguroso. “Veía en nosotros como la continuación de su rebeldía”.

De Jotamario Arbeláez: le gusta el humor.

De Eduardo Escobar, que no tiene capacidad crítica, publicaba todo, pero gran escritor.

De Elmo Valencia: la carcajada, la mentira, el humor, esos cuentos de extraña visión.

De Amilcar: “el intelectual del grupo, el de mostrar”.

De Jaime Jaramillo Escobar, que tiene una gran belleza y es que con las palabras normales, más comunes del idioma, hace una alta poesía.

         Reveló algunas de sus lecturas: “Tomás Carrasquilla, el fundador de la literatura colombiana”. Arturo Echeverri Mejía, el de Marea de Ratas y Esteban Gamborena.

         Una cosa curiosa. Espinel habla de un sueño suyo no realizado: “la novela de neceser”. Esta “incluía un texto que el lector podía interactuar con él. La novela llevaba discos: ¡que estoy muy triste!, ponía a Darío Gómez; también tenía olores y sabores en unos frasquitos y el lector interactuaba, podía transformar la novela sobre la marcha…”. Nadie lo secundó, ni Jotamario ni Cachifo (Humberto Navarro). Y él creía que se necesitaban dos para realizar tal proyecto.

Por cierto, los relatos de Nadaísta bandido no están contados por un solo narrador ni una sola voz. Hay constante cambio de voces, incluso en un mismo párrafo.

 

Ahora sí, ¿qué es Carracuca?

Carracuca es un personaje de la mitología popular, un ser imaginario que está en situación comprometida, angustiosa y, en todo caso, siempre negativa. Sirve para comparar algo con lo más malo, como el Patas o el Verraco. Más feo que Carracuca, Más malo que Carracuca. Estas ideas las acoge el Diccionario de la Real Academia de la Lengua. Aparece por vez primera en la edición de 1925.

En literatura, Carracuca surge, que se tenga registro, en el siglo XIX. Existe una obra teatral cómica titulada ¡La sombra de Carracuca!, de Constanti Llombart, seudónimo de Carmel Navarro y Llombart Sastre, un valenciano partidario de hacer renacer el catalán como lengua literaria. Fue estrenada en Valencia en 1876. Más tarde, Felipe Trigo usó la expresión “Más fea que Carracuca”, en la novela En la carrera de 1909:

 Y una criada con barba, que entró a retirar los trastos, reunió en un solo vaso los fondos del montilla y se lo bebió. Enseguida vio un medio cigarro en el borde de la mesa y lo encendió, poniéndoselo en la boca.

—Oye —decíale Eduardo a Esteban, media hora después, camino de casa—. Tú, al principio, no querías. ¿Por qué?

     Esteban disculpó su miedo:

     —¡Chacho! ¡Porque se me puso enfrente el ama, y me estaba repugnando! ¡Es más fea que Carracuca!

          

Según Irene Cuervo, en el artículo “De Carracuca, el versátil”, publicado en Rinconete, el blog de Centro Virtual Cervantes, el 8 de agosto de 2012, en la segunda mitad del siglo XIX se usaba bastante la palabra carracuca, especialmente en España. Y se le endilgaban otros significados diferentes al mencionado, como listo, pobre, desdichado, tronado, entre otros.

La comentarista de asuntos de la lengua también sostiene que Eduardo de Palacio, en Cuadros vivos: a pluma y al pelo (1891), mencionó a un asesino con ese apodo; “y diez años después, en 1901, un tal Francisco Paniagua Galeote tenía entendido, y así lo afirmaba en cierta publicación, «que Carracuca fue un pordiosero que jamás tuvo un céntimo, pero que, a pesar de todo, comía y bebía, debido a la rapiña»”.

¿Qué decir del Carracuca de Jaime?

En el libro Nadaísta bandido Carracuca es un personaje y, en verdad, uno especial, porque aparece detrás de cada relato, afuera de este, dotado de la voz del autor, para explicar el contexto del cuento. Quienes compartieron con Barquillo, apodo de Jaime Espinel, coinciden en que él contaba oralmente de manera tan agradable como por escrito. Así, estos comentarios parecen formar otros relato, pues están enriquecidos con anécdotas de infancia y juventud, recuerdos de parientes, vecinos del barrio y personajes de la ciudad.

         Después del cuento Pobre huérfano el señalador, “Su Carracuca” dice:

Todos los temas están en el aire. El tema de la literatura o el arte están en el aire, en la sociedad; hay que atraparlo. Si hay un tema que llama la atención, que me interesa y empieza como una aproximación, nutriente y se arma mentalmente la historia con una condición de que jamás se va a escribir la historia como se piensa. Jamás a un escritor le van a salir las palabras exactas o correctas, y es ahí donde está la pasión por la literatura.

 

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saldaletra@gmail.com

 

Por John Saldarriaga

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