En Colombia, especialmente en los grandes centros urbanos, empieza a sentirse un mal de origen europeo: la desgana del libro. No es una fatiga intelectual, en sentido riguroso, sino una laxitud del intelectualismo. La gente no quiere aprender más, quiere, a lo sumo, informarse, pero de prisa. En los escaparates de las librerías crece, en proporciones abrumadoras, la inmensa montaña de los libros que no van a ser adquiridos jamás, que no van a ser leídos nunca, que se convertirán en una reserva monstruosa y de lujo para los roedores. Empezamos también aquí a menospreciar el libro y, por lo tanto, a leer vertiginosamente, poseídos de una angustia fáustica, como si la vida debiera abandonarnos en la hora que sigue.
Leemos como si nos encontráramos espiritualmente ubicados en una estación de ferrocarril, con el tren ya jadeante esperándonos para un viaje del cual lo único cierto es la imposibilidad del retorno. Hemos perdido la pausa y, desde luego, la capacidad para el largo esfuerzo, aquél que no se cumplirá jamás en minutos o en segundos y que requiere para su armoniosa culminación muchas derrotas circunstanciales del ánimo y una regia dotación de paciencia. La urgencia del tiempo presente ha traído como consecuencia el imperio del esfuerzo mínimo. De ahí nace también la desentrenada admiración por la síntesis.
Se quiere, se desea con vehemencia jubilosa que todo sea sintético, breve, fácil, esquemático, elemental, sumario, desde el traje de las bañistas hasta la teoría del filósofo. Los viajes deben ser rápidos, o lo que es igual, cortos. Se prefiere el ahorro de muchos paisajes, la privación de muchas emociones que podían ser imperecederas y convertirse en fuentes de creación artística, al placer casi siempre irrazonable, de llegar, de arribar, de poder comprobar, deberíamos decir de palpar, el cambio súbito entre el punto de partida y el punto a donde vamos. No hay posiblemente ni un solo aspecto de la vida que no haya sufrido la alteración que se deriva del apresuramiento espiritual.
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En la literatura, en el arte, en la política, en la conversación, en el amor, todos queremos "devorarnos los vientos" como se dice en el lenguaje corriente. Despreciamos, con fácil criterio de turistas, la perspectiva que deberíamos establecer normalmente entre la propia vida y los hechos de nuestra actitvidad. Leemos con angustia de náufragos, y en las relaciones sentimentales no dejamos ni la más pequeña laguna de tiempo para gustar, para saborear el difícil manjar de la felicidad. Lo devoramos, sencillamente, con terrible avidez. Es cierto que el progreso monstruoso de la máquina ha impuesto un ritmo de asalto a la humanidad. Pero, de paso, ha desquiciado o desfigurado el mundo espiritual.
Ya no hay tiempo sino para ir en volandas, para ir de carrera, aún cuando la meta no se conozca o apenas se entrevea de manera muy vaga. La distribución de ese tiempo, del tiempo útil de un hombre, tiene mucho de programa hípico, y en esa distribución está descartada la lectura como tarea fundamental. Se puede leer, y se lee. Pero ¿cómo y qué se lee? Marcel Proust decía: "Reprocho a los periódicos que conduzcan nuestra atención todos los días hacia las cosas insignificantes, cuando solo tres o cuatro veces en la vida podemos leer los libros en donde se encuentran las cosas esenciales". El periódico es el prospecto impreso de nuestro afán cotidiano. Y por eso crece cada mañana, con mayor amplitud, el desdén por el libro, aun cuando el libro nace también con la misma prisa que condiciona todo el trabajo contemporáneo.
Pero como el mundo tiene sed de síntesis, de brevedad, los libros se van arrinconando, en patética e inútil virginidad, en los depósitos editoriales, en las bibliotecas públicas y privadas. Es ésta la época del periódico y del folleto, la gran vigencia del radioperiódico, en el cual se anticipa, para lo espiritual, la comida sintética del año dos mil, la nutrición del intelecto por un régimen de píldoras. Es también el sistema homeopático aplicado al desenvolvimiento de la inteligencia. No se desea nada grande en el orden del espíritu. Somos, los contemporáneos, la más desoladora y cabal encarnación del personaje de James M. Barrie: Peter Pan. Deseamos que nada crezca, y, a la inversa, que todo se reduzca a sus primarios límites. El "peterpanismo" implica la satisfacción de todas las ilusiones, de todos los propósitos, de todos los esfuerzos actuales.
El "peterpanismo" explica el automóvil, el tren aerodinámico, el aeroplano, el cinematógrafo, el radio, el telégrafo a larga distancia, los consultorios sentimentales, las agencias de matrimonios, la enseñanza por correspondencia, el libro de cheques viajeros, y todas esas creaciones andróginas del confort moderno, como el paraguas-bastón, la cigarrillera-encendedor o la lámpara-despertador. Como para el libro no hay medio posible de acomodarlo a esa necesidad de síntesis que los humanos exigen con loco ahinco, y el libro perdería esa calidad, esa categoría esencial al reducirse a una hoja volante, las gentes ejecutan su venganza contra ese producto de la actividad intelectual que se resiste a variar de proporciones, de una manera muy sencilla: despreciándolo, olvidándolo, intacto, sobre la mesa de trabajo y en los inmensos nichos que la vanidad inteligente de los gobiernos le prepara en las bibliotecas.
El lector de libros empieza a ser un personaje raro. La vida, para los ricos, se ha llenado de diversiones de las cuales se halla ausente la lectura del libro, entre otras razones porque en esos prospectos del placer no figuran sino las revistas ilustradas y los periódicos. Para los que no tienen medios de fortuna, para los desheredados, la preocupación central de todas las horas, incluídas las del descanso nocturno, consiste en orientar todos sus pasos a dejar de ser pobres. Como juego preferido tienen el de la lotería, y cuando llegan al sueño, cuando ya navegan en esas aguas sosegadas y profundas, la visión onírica que les aparece es la de la cifra del triunfo. La cultura recibe, pues, con esa dramática imposición de la síntesis que reclama el mundo moderno, un ataque imposible de contrarrestar.
¿Quién dispone ahora de ese gran lote de tiempo indispensable para remontar ciertas corrientes del espíritu clásico que quedaron fijadas y explicadas en obras de largo aliento? Y ya dentro de una época reciente, ¿quién entraría a derechas, disciplinadamente, al conocimiento de la obra de Balzac? Y, más cerca aún, al filo de los días presentes, ¿no representan una minoría de ociosos -como se dice con amargo desprecio- los lectores de Marcel Proust o de Jules Romains? La prisa está matando al lector del libro, mientras termina por eliminar a éste, si antes no se ahoga el mundo en un océano de papel impreso, pues los creadores de fantasías noveladas, de ensayos literarios, de teorías artísticas, siguen, por fortuna, insensibles a esa demanda de síntesis que les solicita la humanidad poseída de una infinita indiferencia, de un alegre y deportivo desprecio por la cultura.