El Magazín Cultural

Cristóbal Colón y sus tormentos

El 3 de agosto de 1492 Cristobal Colón partía del Puerto de Palos en España comenzando el viaje que lo llevaría a descubrir América. Semblanza.

José Luis Garcés González * / Especial para El Espectador
03 de agosto de 2020 - 04:55 p. m.
La estatua en honor a Cristóbal Colón del ayuntamiento de Waterbury, Connecticut, fue decapitada el mes pasado dentro de las protestas contra el racismo, tras la muerte del afroamericano George Floyd. Al descubridor europeo se le señala como genocida de los pueblos indígenas. Fue uno de varios casos sucedidos en Estados Unidos.
La estatua en honor a Cristóbal Colón del ayuntamiento de Waterbury, Connecticut, fue decapitada el mes pasado dentro de las protestas contra el racismo, tras la muerte del afroamericano George Floyd. Al descubridor europeo se le señala como genocida de los pueblos indígenas. Fue uno de varios casos sucedidos en Estados Unidos.
Foto: Agencia AFP

La figura de Cristóbal Colón continúa sembrando tempestades y cosechando controversias. Hay quienes lo creen santo, iluminado, predestinado. Otros lo consideran impostor, comediante, corsario, esclavista, y están dispuestos a derribarle su estatua donde esté erigida. Hace poco cayeron, entre otros, sus monumentos levantados en Boston, Virginia, Minessota, Miami, Barcelona, y en 2019 derribaron la estatua que estaba en Arica, Chile.

Para analizarlo su personalidad es escindida, y la discusión parece nunca acabar. El escritor Alejo Carpentier lo define así: “Ante todo era un hombre genial que a menudo superó sus propias limitaciones. En sus viajes confundía las millas árabes con las millas usuales, mentía continuamente al informar acerca de las distancias…pero estaba impulsado por una convicción inquebrantable de que lograría algo importante”(Entrevista con Ramón Chao. S.F.).

En la discusión hay luz y sombra. En la República Dominicana, por ejemplo, erigieron con motivo de los 500 años, con base en elementos de la arquitectura Maya, el llamado “Faro Colón”, una gigantesca estructura de 300 metros de ancho y 40 metros de alto. En 1992, Radio Jamaica, de Kingston, puso a responder a sus oyentes nocturnos la siguiente pregunta: “¿deberíamos aplaudir o ejecutar a Colón?” Todos aprobaron la sentencia de muerte para el genovés. El director de la Biblioteca Nacional de La Habana, el historiador Julio Le Riverand, sostiene que “mirar sólo a Colón es como mirar un microbio en un microscopio, es sólo una parte muy pequeña en un proceso histórico enorme, irreversible”. Y agrega Le Riverand: “Sería mejor decir que a través de los viajes de Colón la humanidad llegó a conocerse a sí misma”. Luego, concluye el historiador caribeño: “Por lo que Europa tomó de nosotros durante estos 500 años, debemos dar por cancelada la deuda externa”.

En Bolivia, los indígenas, iracundos, colocaron carteles en las esquinas de los pueblos. Allí estaba la foto del genovés, el fatídico “se busca” y los crímenes que se le imputaban. Samuel Eliot Morison, historiador y arqueólogo naval que, según los expertos, fue el profesor que más estudió a Colón, lo llamó “el hombre que más influyera en el curso de la historia humana desde César Augusto” (El Almirante de la Mar Océana. FCE, 1993).

Como se nota, las opiniones están en todo agriamente divididas. Pero lo cierto parece ser que Colón nació en el límite que separa la Edad Media del Renacimiento, en 1451, entre agosto y octubre. Natural de Génova, un pueblo marinero y supersticioso, su personalidad tiene complejas, contradictorias e interesantes facetas. Su religiosidad era fuerte; su curiosidad científica, también. Su ambición no se quedaba atrás. Poseía gusto por la vida y un tremendo empeño por hacer cosas extraordinarias. Su temperamento era sólida y el gusto por la aventura que había asumido en los mercados y las tabernas de Génova y en sus viajes por el Mediterráneo, jamás dejó de iluminar en su corazón. Su letra era cuidada y selecta, por esto Bartolomé de las Casas pudo decir que Colón había escrito textos no solo hermosos, sino exquisitos.

Cuando tenía 23 años, y en Génova se organizó un convoy para llevar un valioso cargamento hacia Europa septentrional, Colón se embarcó en la nave de bandera flamenca llamada “Bechalla”. Después de pasar el estrecho de Gibraltar, el 13 de agosto la flota fue atacada por los franceses. Al caer la tarde, el barco donde iba Colón se fue a pique. El futuro almirante se agarró de un madero y, pese a estar herido, logró llegar a la costa que estaba a seis millas de distancia.

Usando una capa que le quedaba grande, Colón llegó a la capital de Portugal. A la sazón había allí entre 20 y 25 genoveses, encabezados por la familia Lomellini, comerciantes y banqueros. Ese país era de los más avanzados de Europa a nivel marítimo. Don Enrique El Navegante, casi 50 años antes, había instalado en el Cabo de San Vicente un centro de información sobre descubrimientos por mar. Lisboa, por otra parte, era una ciudad de cierto movimiento cultural. Se podía aprender latín y lenguas modernas, y había la posibilidad de comprar libros. Bartolomé, el hermano de Colón, tenía un negocio de confección de cartas geográficas. De este modo se pusieron en contacto con navegantes de diversa índole, lo cual les permitió recoger información y mejorar los toscos diseños de sus mapas, los que, como es lógico suponer, no eran mapas hechos a mano sino mapas hechos a boca.

A los 31 años nuestro personaje era capitán de la Flota Mercante Portuguesa, la más importante de la época. Había navegado desde el Círculo Ártico hasta casi la Línea Ecuatorial. Sabía, en la práctica, todo lo que se necesitaba para llamarse experto en navegación. Podía dibujar mapas y calcular la latitud por la estrella polar. Leía geografía y cosmografía. Estaba ligado con dos familias prestantes de Portugal. Como se dice en el argot popular, estaba hecho. Podía adquirir títulos y dinero. Pero no, su ambición le indicaba otra cosa.

Colón buscó y consiguió el apoyo teórico del físico florentino Toscanelli, quien, afianzándose en Marco Polo, aseguraba que, viajando hacia el oeste, desde Lisboa a Cipango (hoy Japón) había 3.000 millas y de Lisboa a Quinsay (hoy Hang Chow) había 5.000, y así se podía llegar a las tierras de las especias, de la seda y de las piedras preciosas. Un mapa y una carta que el florentino le envió se constituyeron en documentos inseparables y en pruebas que avalaban las pretensiones del genovés.

Convencido de su verdad, Colón comenzó a recoger todos los escritos y testimonios que le pudieran servir de sustento a su proyecto. Se basaba en las Escrituras; en Aristóteles que sostenía que alguien pudo cruzar el océano; en Estrabón, geógrafo griego del tiempo de Cristo, quien aseguraba que ya navegantes de esa época habían ido y regresado de esas regiones por la “escasez de provisiones”; en el “Imago Mundi”, libro de Pierre d’Ailly, volumen de cabecera de Colón, que pregonaba que entre Marruecos y la Costa Oriental de Asia el océano tenía una “anchura no mayor” y podía navegarse en pocos días.

Encaprichado con su idea, Colón necesitaba dinero y apoyo de diversa índole. En 1484 habló con Juan II, rey de Portugal, quien decía estar interesado en nuevos descubrimientos. También falló el intento. El monarca lo consideró hablador, jactancioso y fantasioso, y no le dio demasiado crédito.

Con su primogénito huérfano (su esposa Felipa Muñiz de Perestrello murió en 1485) llegó al Convento Franciscano de La Rábida. Allí le abrió Antonio de Marchena, un religioso inteligente y simpatizante de la astronomía, quien le dio agua y pan para Diego, le aceptó al niño como pupilo, y le presentó al Conde de Medinaceli, propietario de barcos en Cádiz.

Con Medinaceli, a Colón, de nuevo, le funcionaron las luces. Al empresario, el genovés le pidió “cuatro bien equipadas carabelas y nada más”. La propuesta le gravitó al conde, el cual, para darle mayor fuerza, decidió solicitarle autorización a la reina Isabel. Esta, que era dueña de un amplio surtido de presentimientos, declaró que una empresa de esta clase debía llevarse a cabo sólo bajo los auspicios de la Corona y de nadie más. Esta ocurrencia de Medinaceli y esta decisión de la reina, fue otro golpe para Colón: le retardaría el viaje en más de un lustro.

Un viernes del mes de mayo de 1486, un año después de que pisara tierra española, Colón fue recibido por la reina en el Alcázar de Córdoba. Entre los dos se estableció comprensión y simpatía, pero Isabel no aceptaba de entrada todo lo que el navegante proponía. Para estudiar a profundidad el plan, la reina nombró una comisión especial presidida por Hernando de Talavera, su confesor, arzobispo de Granada, doctor en Teología y Jurisprudencia y prelado ejemplar y tolerante. Mientras la “Comisión Talavera” examinaba el proyecto, Colón, hombre de acción, se enamoró de la campesina gitana Beatriz Enríquez. Con Beatriz, en 1488, tuvo su segundo hijo, a quien bautizó Fernando, en honor al rey.

Como se sabe, Colón tuvo que soportar una humillante espera que demoró seis años. Muchos le ofrecían burla e indiferencia. Un intuitivo como él, que sabía que su empresa era posible y que ensancharía las rutas del comercio y del capitalismo mundial, tuvo que aguantarse las mofas y las bromas de los subalternos palaciegos que lo trataban peor que un mendigo. Sólo a finales de 1490 la Comisión Talavera emitió el concepto que la reina le había solicitado. Otro revés: no le era favorable a Colón.

El golpeado navegante decidió entonces reunirse con su hermano Bartolomé y se encaminó a Francia. Cuando arribó al convento de blancos muros de los franciscanos de La Rábida, próximo a Palos, a recoger a su hijo Diego, le comentó al padre Juan Pérez los avatares de su ilusión. El prior le sugirió que le ofreciera de nuevo la idea a la reina, y el mismo fraile le escribió a Isabel. Ella respondió y le solicitó a Colón que regresara a la corte.

Pero, al fin, surgió una buena estrella en el cielo convulso de Colón: El Real Consejo corrigió sus decisiones, y, bajo la influencia de la reina, recomendó que se permitiera a Colón intentar poner en práctica su trajinado proyecto. Sin embargo, señaló que se rechazaran sus pretensiones de dinero y de nobleza.

A Santa Fe de la Vega, campamento cerca de Granada donde estaba situada la reina, llegó Luis de Santángel, escribano del rey y negociante y banquero por debajo de cuerda. Santángel le dijo a la reina, que era su amiga, que la expedición de Colón no era desmesurada en el costo y que más se gastaba en una semana de agasajos a un príncipe vecino. Por los honores y las pretensiones económicas de Colón, la Reina no debería preocuparse, pues lo que el marinero pedía era una “promesa” de que se les concederían si lograba éxito en su proyecto. Además, aseguraba Santángel, él se pondría al frente en la empresa de reunir el dinero.

El contrato entre Colón y los reyes, que era llamado “Capitulaciones”, sólo fue firmado y sellado el 17 de abril de 1492. Mediante él prometían hacerlo “Almirante del Mar Océano” y Gobernador y Virrey de las tierras que hallara. Se estableció que Cristóbal Colón tendría “el 10 por ciento, libre de gabelas, de todo el oro, las piedras preciosas, las especies y demás mercancías producidas u obtenidas por comercio dentro de esos dominios”.

El 30 de abril de 1492, el día en que se le prometió a Colón que podría convertirse en Almirante y Virrey, comenzaron los preparativos del viaje. Haciendo una suma global el costo de la expedición llegó sólo a dos millones de maravedíes. La Corona de Castilla aportó un millón ciento cuarenta mil maravedíes, prestados por Luis Santángel y Francisco Pinelo. Como era norma, el jefe de la expedición debía poner 1/8 del costo de la armada: Colón consiguió prestados 500 mil maravedíes con Juanoto Berardí, suma que demoró más de tres años en pagarle. Los 360 mil maravedíes que faltaban fueron aportados a la fuerza por las autoridades y habitantes de la Villa de Palos, sede de la empresa.

Los reyes, en total, invirtieron lo que equivaldría en oro a unos diez kilogramos de este metal; y en 300 años de explotación y dominio en América obtuvieron, en metales preciosos, una cantidad de tres millones de kilogramos de oro. Mejor ganancia, imposible.

La segunda noche de agosto de 1492 los 90 hombres de la aventura confesaron sus pecados, recibieron el perdón y comulgaron: iban a penetrar a un gran enigma. Luego, se repartieron en las tres carabelas: “La Niña”, que realmente se llamaba “Santa Clara”, y que la apodaron así, según la costumbre de la época, por pertenecer a una familia de Palos de apellido Niño; “La Santamaría”, remoqueteada “La gallega”; y “La Pinta”, señalada así por ser propiedad de un señor Pinto, y a quien le cupo el honor de ser la primera en avistar tierra. En su concepción y estilo, Enrique Caballero Escovar, refiriéndose a las obsesiones de Colón, anotó: “Cuando un hombre superior se adueña de una tontería infantil, no es raro que descubra un mundo”(América, una equivocación, 1978).

En las primeras horas del día 3, Colón dio la orden de partir. Al poco tiempo pasaron por el Convento de La Rábida y pudieron oír a esos monjes generosos que cantaban y repetían con frecuencia y tristeza el estribillo: “Et nune et in perpetum”: “para siempre jamás”. Empezaba, así, un episodio que marcaría la historia de la humanidad y entregaría al caprichoso navegante genovés un puesto en la historia universal de la fama y de la infamia y en la discutible historia de la traición y la amargura.

* Escritor, catedrático universitario y  Director del periódico  cultural  El Túnel, de Montería, Colombia. Su libro más reciente es “Analectas sociológicas y literarias”. Cuentos suyos han sido traducidos al eslovaco, francés, alemán e inglés. Email.:jlgarces2@yahoo.es

Por José Luis Garcés González * / Especial para El Espectador

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