El Magazín Cultural

Monólogo de Calígula frente al espejo

Me duplico en el espejo, pero me tranquiliza saber que el que está al otro lado es sólo un reflejo de mí, tan esclavo como cualquier romano, sea senador o cocinero.

Alberto Medina López / @albertomedinal
06 de julio de 2017 - 02:00 a. m.
Ilustración istock
Ilustración istock

Roma es mi teatro. Me miro al espejo, danzo haciendo olas con mi túnica blanca, preparo mis mejores muecas, las más abominables para que me teman, para que me odien con tal que me teman, y salgo al escenario que es Roma entera, el imperio que me fue entregado sin restricciones, como único árbitro y dueño del Estado.

Me duplico en el espejo, pero me tranquiliza saber que el que está al otro lado es sólo un reflejo de mí, tan esclavo como cualquier romano, sea senador o cocinero. La vida de todos está en mis manos. Cómo no va a ser así si soy el único que le habla al oído a Júpiter, que me invita a vivir en su casa como a un dios o como si yo fuera el hombre que él ansía ser.

Tal vez si subo un poco la ceja izquierda y proyecto mi labio inferior lograré infundir más miedo que el que vi en la cara de Esio Próculo, a quien llamaban bello y por bello lo vestí de mendigo, lo hice caminar entre mujeres para que lo despreciaran, y lo hice degollar.

Odio a los hombres aunque debería amarlos porque se someten a mis designios con la docilidad de Incitatus, mi caballo. A diferencia de mi corcel, ellos sirven para darme el tributo del oro sobre el que me gusta caminar, y sobre el que me gusta ver a mi caballo que haré cónsul de Roma porque es mejor que cualquier hombre.

¡Ah, Incitatus! Duermes ahora sobre mantas de púrpura en tu caballeriza de mármol y te cuidan mis esclavos en ese lujoso reino que sólo tú mereces porque llevas en el lomo el trasero del emperador.

Todos, amado Incitatus, viven o mueren por mí. Mis hermanas han sido mis amantes, mis soldados defienden el imperio con la misma sumisión con la que ponen su cabeza bajo el hacha para el goce de mi fiesta, los padres deben estar presentes para ver cómo mueren sus hijos porque así lo he decidido, dispongo de las esposas de los patricios cuando el placer llama a la puerta de mis sentidos, y suelto las fieras hambrientas en el circo para que se deleiten con los prisioneros que les sirvo para su festín.

La verdad, detesto a los hombres, y aún más a aquellos como Homero o Virgilio, porque les dieron importancia a los humanos, a esos seres incapaces de ser libres, incapaces de quitarle la coraza a Alejandro Magno como lo hice yo, incapaces de destruir lo que los dioses crearon.

¡Pobres hombres! No saben qué es la libertad. No saben que el amor, por ejemplo, es una insignificancia y una debilidad.

Qué repugnante me resulta el mundo y qué repugnantes son los hombres. Destruiré para volver a crear porque soy la majestad divina. Soy libre porque al bajar del pedestal a los otros dioses he decidido ser todos los dioses y todos los hombres.

He decidido ser el creador y el destructor.

Por Alberto Medina López / @albertomedinal

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