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"Monstruo encantador"

Esta semana confirmaron el ADN del esqueleto del Rey de Inglaterra en 1483. Un experto en literatura británica explica la historia, entre la realidad y la ficción, del último monarca de la Casa de York.

Joe Broderick * / Especial para El Espectador
09 de febrero de 2013 - 09:00 p. m.
"Monstruo encantador"

El protagonista de Ricardo III es, sin duda, una caricatura. Lo cual no debe sorprender, ya que la fuente principal que tuvo Shakespeare para escribir la obra fue una versión diseminada por los enemigos del derrotado rey. Es decir, por los vencedores; la historia no la escriben los vencidos. Shakespeare se basó sobre todo en la vida de Ricardo tal como fue contada por Sir Tomás Moro, canciller de Enrique VIII de la Casa Tudor. Y como bien sabemos, fue un hombre del clan Tudor quien venció a Ricardo – cerca del lugar donde ahora han hallado sus huesos – y quedó con el trono de Inglaterra, dando inicio a la dinastía Tudor que floreció a todo lo largo del siglo dieciséis y solo llegó a su fin en 1603 con la muerte de la hija de Enrique VIII, Elizabeth II.

Shakespeare, el más destacado poeta y hombre de teatro que emergiera durante el largo reino de Elizabeth, se hizo conocer en un principio por su capacidad de dramatizar la vida de los reyes. Se dio cuenta de que la gente de su época sentía un gran fervor patriótico. Corrían los tiempos de una amenaza; la Inglaterra protestante estaba enfrentada a la muy católica y poderosa España de Felipe II. Una invasión desde el mar era inminente. Shakespeare, siempre pensando en la taquilla y consciente del espíritu nacionalista fomentada por la reina, tuvo el olfato de representar en escena la gloriosa historia y las grandes victorias bélicas de su pueblo. Además quiso satisfacer la avidez de su público por conocer las intimidades de las familias reales. Hasta el día de hoy los ingleses no han dejado de cultivar una morbosa curiosidad con respecto a todo lo que pasa en los círculos íntimos de la realeza británica.

Del dramaturgo principiante pero ambicioso que era Shakespeare para entonces se puede decir que se hizo conocer con la historia del rey Enrique VI. Su tema fue la guerra entre las dos casas Plantagenet, los Lancaster y los York, en su lucha por el poder. A esto, el joven dramaturgo dedicó no una, sino tres obras: Enrique VI, Partes 1, 2 y 3. (Años después, ya en su madurez, iba a ir más atrás en la misma historia con las obras Ricardo II, Enrique VI y Enrique V). Pero ahora, al poner punto final a la tercera entrega de Enrique VI, y no obstante lo extensa de aquella maratón teatral, Shakespeare no había alcanzado a terminar del todo la historia de la llamada Guerra de las Rosas. Le quedaba aun por contar el auge y declive de Ricardo, el duque de Gloucester, miembro de la victoriosa casa York, quien iba a ser el último rey de los Plantagenet.

Por lo tanto, decidió que su siguiente obra, Ricardo III, debería prolongar y finalmente cerrar la historia con la muerte en combate de su anti-héroe. Este, el Gloucester (más adelante el rey Ricardo III) inventado por Shakespeare, es un villano sin contemplaciones, casi diría que un personaje de cómic, una especie de Guasón. Como malo, no tiene nada de la sutileza de un Iago, por ejemplo, o la malévola brillantez de Edmundo en Lear. Sin embargo, y a pesar de su simpleza, Ricardo lleva más de cuatro siglos fascinando – y conquistando – a los públicos que acuden al teatro, o en tiempos más recientes al cine, para verlo.

Para Shakespeare, la creación de Ricardo fue un punto de partida. Tenía apenas veintisiete años cuando descubrió que ya sabía construir un gran personaje que llenaba todo el espacio; aquí la obra es Ricardo, y Ricardo es la obra. Y aunque es un monstruo, es monstruosamente encantador. Nos seduce como seduce a la Lady Ana. Y lo hace en el acto mismo de seducirla. Ella sabe que Ricardo ha asesinado a su bello y galante esposo, pero aun así no es capaz de resistirlo. Nosotros, tampoco. Como comenta Harold Bloom, el Ricardo de Shakespeare “juega con el ambiente de profundo sadomasoquismo que todo público establece por el solo hecho de reunirse en el teatro. Estamos allí para divertirnos con los sufrimientos de otros. Ricardo nos coopta como torturadores cómplices, compartiendo con él placeres culpables, con el escalofrío añadido de que podamos sumarnos a las víctimas si el corcovado dominante detecta cualquier falla en nuestra complicidad”.

Shakespeare logra este efecto mediante la convención del soliloquio. En la primera escena, el personaje se dirige a nosotros para confesar que añora los tiempos de la guerra y aborrece “los plácidos placeres de estos días”. Luego, con morboso deleite y sorprendente desfachatez, nos confía su intención de armar conspiraciones y perpetrar asesinatos. En la inolvidable película de Richard Loncraine (1995), el actor Ian McKellen encarnó a Ricardo como un nazi en ascenso en una imaginaria Inglaterra de los años treinta del siglo veinte. La secuencia inicial muestra a Ricardo en primer plano mirándonos con una sonrisa maliciosa mientras revela sus tenebrosos planes. Luego la cámara se aleja y vemos que tiene la bragueta abierta y se está aliviando en un gigantesco orinal de porcelana dentro del baño del Palacio de Buckingham. El comportamiento de Ricardo es tan exagerado que a veces nos causa risa. Pero nos sentimos culpables de haber reído cuando se empieza a llenar el escenario con las calaveras de sus víctimas, como en el excelente montaje que presentó Mapa Teatro de Bogotá hace ya varios años.

Como ya se dijo, fue Sir Tomás Moro quien proveyó los datos esenciales sobre los que Shakespeare iba a montar las características de su personaje. En su biografía de Ricardo, Moro lo describió como bajo de estatura, jorobado y de rostro “poco favorecido” por la Naturaleza, deforme no solo físicamente sino también de mente torcido. Este retrato negativo habrá sido del agrado de Enrique VIII, de quien Moro fue canciller e íntimo colaborador. Sin embargo, Moro no le dio gusto en todo a su soberano. Y cuando se negó a reconocerlo como jefe de la Iglesia, Enrique lo mandó decapitar. De esta manera, Tomás Moro pasó a la historia como héroe, santo y mártir.

Como hecho curioso, muchos años después de su muerte, la dramática vida de Tomás Moro fue tema de una obra de teatro en la que Shakespeare parece haber colaborado. En todo caso, la Biblioteca Británica en Londres guarda como especial tesoro una página de dicha obra que muchos expertos consideran redactada con puño y letra de Shakespeare, ejemplo único de su escritura, aparte de algunas firmas en documentos legales.

La versión de Ricardo que nos ha dejado Shakespeare, a partir de la de Tomás Moro, es de dudosa autenticidad, en opinión de algunos historiadores que defienden al monarca, el último rey de Inglaterra que murió en combate. Pero por más esfuerzos que hagan sus defensores para dotar Ricardo con ciertas cualidades positivas, siempre nos va a quedar la imagen del horripilante asesino de la melodrama de Shakespeare.

Los historiadores no trabajan con las mismas herramientas que usan los artistas. El historiador intenta rescatar el pasado a partir de documentos y otras evidencias. Sus pesquisas lo llevan a conclusiones diversas, de las cuales pocas son totalmente confiables. Pero el hombre que sale en las tablas – deforme, malévolo, locuaz y de un encanto aterrador – ese sí es un ser de carne y hueso. No dudamos de su autenticidad. No tiene pelos en la lengua, y lo estamos viendo y oyendo. Y sabemos, aunque nos cueste reconocerlo, que de alguna manera nos representa.

 

* Escritor nacido en Australia, pero con alma irlandesa por sus abuelos y nacionalidad colombiana. Fue sacerdote de la Teología de la Liberación. Es autor de ‘Camilo el cura guerrillero’, considerada la mejor biografía de Camilo Torres, y ‘El guerrillero invisible’, un perfil del español Manuel ‘El cura’ Pérez, fallecido fundador del Eln. En 1992, en Irlanda, fue un éxito su biografía del obispo Eamon Casey. Es profesor de la Maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional, donde dicta un curso para leer ‘Ulises’, de James Joyce” y es experto en la obra del escritor colombiano Fernando González.

Por Joe Broderick * / Especial para El Espectador

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