El Magazín Cultural

Montañismo en la pandemia (Cuentos de mochila)

Los ataques de ansiedad están permitidos y además normalizados durante la pandemia.

Natalia Méndez Sarmiento / @cuentosdemochila
18 de mayo de 2020 - 12:53 p. m.
Cortesía
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Día 19

El meollo del asunto no está en el ataque en sí, sino en cómo aplacarlo y evitar el pánico ante los titulares que ya hablan de politización de una vacuna que aún no existe – era de esperarse que esto también se convirtiera en una competencia inhumana -, de la existencia eterna de este virus entre los humanos – como muchos otros – y de la cuarentena en ciudades que habían evitado a toda costa el confinamiento.

Luego de dos meses de estar en casa volví a ser presa de un ataque de ansiedad. Regresé entonces al ejercicio también normalizado de sentarme de cara al ventilador con los ojos cerrados y respirar. “¿En qué lugar te gustaría estar ahora?”, preguntó mi novio acostumbrado a este sube y baja de emociones. “Quisiera estar tomándome un chocolate caliente luego de haber descendido de una montaña. Quisiera estar agotada físicamente, pero recargada de energía vital”.

Mientras lo decía me fui llenando de memorias y recordé aquella madrugada en un pueblito panameño, Boquete. Un lugar encantador entre las montañas. Clima perfecto, ni muy cálido ni muy frío. Pequeño, silencioso hasta las seis de la tarde, hora en que los pájaros regresaban a sus nidos en los árboles de la plaza central y embelesaban con un concierto de silbidos.

En el parque de Boquete había una cabaña con un par de sillas afuera, en las que siempre se sentaban rubios, blancos y “ojiverdes”. Su presencia, jamás desapercibida en cualquier rincón latino, obedecía a la oferta de tours para disfrutar de las maravillas naturales panameñas. No me gustan los tours, pero allí me planté para reservar mi cupo en la caminata obligatoriamente guiada hacia la cima del volcán Barú, la más alta en Panamá. 3475 metros sobre el nivel del mar.

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Me advirtieron que todo el recorrido sería en inglés, pues era la única hispanohablante del grupo de veinte. Me aseguré de que me hablarían en español en caso de emergencia o para darme instrucciones importantes, para lo demás, no me importaba si conversaban conmigo o no, viajaba sola en aquel aquel entonces y disfrutaba del mutismo.

Nos subieron en una van a las 11 de la noche. A través de la ventana solo se veían las bombillas del vehículo alumbrando la carretera. Llevaba una mochila pequeña con una chaqueta muy grande adentro, agua, snacks, una bufanda y dos linternas. La caminata sería durante la madrugada para llegar a la cima a ver el amanecer.

Bajamos en un terreno pedregoso, nos dieron instrucciones y justo a la media noche, a la hora en que un día se transforma en otro, comenzamos el ascenso.

Los primeros pasos fueron iluminados por las linternas, íbamos lento, en silencio, sintiendo el camino sin muchas posibilidades de verlo. Una hora después, los cuarenta ojos ya se habían acostumbrado tanto a la oscuridad, que las linternas solo se prendían para buscar las botellas de agua en las mochilas.  

Fue un trayecto de seis horas en absoluto silencio interior. El grupo se dispersó manteniendo distancias prudentes para no perderse. A veces escuchaba voces en inglés, algunas más adelante, otras más atrás, y se sentía el crujir de las piedras con las botas.

En el Cañon del Colca en Perú, conocí a una pareja de montañistas malteses que recorrían el mundo buscando cadenas montañosas para escalar. Suramérica era su destino predilecto, no se cansaban de visitar el continente para conocer la Cordillera de los Andes desde distintas perspectivas.

Al ser profesionales en el tema, me sugirieron que al subir una montaña no perdiera la energía hablando ni pensando en el tiempo o en la cima: “Mantén siempre la mirada hacia tus pies firmes en el camino. Nunca mires hacia arriba, pues psicológicamente es agotador ver la cima y avanzar sin poder llegar a ella. Da pasos cortos pero constantes y tómate el agua a piquitos”  

Así lo hice esa noche en el volcán Barú. De todas formas, hubiera sido inútil parar a ver la cima o siquiera un árbol, apenas se veían siluetas remarcadas por la luna menguante.

El clima perfecto se fue enfriando con el transcurso de la madrugada, pero el esfuerzo físico y el estado de alerta mental, mantuvieron por un largo rato el calor corporal. A las cinco de la mañana, aún con el cielo oscuro y algunas estrellas titilantes, entramos al último tramo antes de llegar a la enorme cruz de cemento que marca el techo panameño.

Con un punto de referencia a la vista, el grupo terminó de dispersarse. Cada uno subió a su ritmo y algunos nos resguardamos en las casetas de monitoreo de torres de transmisión. Minutos antes del amanecer, nos indicaron que podíamos terminar de subir el tramo corto que hacía falta por el sendero demarcado.

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Cada uno llegó a la cima como pudo. Algunos pasaron su tiempo haciendo poses para elegir su mejor foto, otros hicieron picnics mañaneros y el resto nos sentamos a observar el amanecer.

El frío era penetrante. Hablar se hacía difícil por la lengua adormilada y tenía los dedos entumidos a pesar de los guantes. Saqué la cámara varias veces, pero entre más lo hacía, más me dolían los dedos.

De frente se veían los primeros rayos de sol anaranjados asomándose tras nubes espesas. A mi espalda, debía verse el océano Pacífico, pero a cambio había otra gran masa de nubes que dispersaban la luz rojiza. El volcán Barú es el vigilante de los mares panameños, pero de las condiciones meteorológicas depende la suerte de poder verlos al mismo tiempo. Aquella madrugada no fue el momento, el Caribe y el Pacífico permanecieron ocultos bajo la neblina.

“¡¡Guys, it´s time to return!!” y es por esto que evito mientras pueda los tours. Apenas el cielo se empezaba a ver azul cuando el guía ya indicaba el comienzo del descenso. Fui de las últimas en partir, junto a mí se quedaron un par de caminantes atónitos por el brillo del amanecer. Tuvo el guía que pegar un grito desde abajo para sacarnos de la hipnosis y emprender el retorno.

Subir 6 horas un volcán al amanecer fue lo más sencillo del trekking, bajar, fue una tortura para mis pies y para mis oídos. De regreso hicimos amistad con un inglés que quería aprender español y todo el camino de regreso balbuceó. Me preguntaba por reglas gramaticales y repetía entre 7 y 10 veces una palabra nueva que yo decía. Si le hablaba en inglés, me replicaba diciendo que yo hablaba bien y que quien tenía que aprender otro idioma era él. 

Las piernas me temblaban, el camino estaba resbaloso por la escarcha derretida de la madrugada. Los dedos de los pies estaban lastimados por la presión contra la punta de las botas. Tenía ese escalofrío de descompensación corporal por la falta de sueño. Todo, hasta los morados en mis meñiques  y las ampollas en las plantas de los pies, valieron la pena. 

A las diez de la mañana regresé al hostal a dormir. No hubo chocolate caliente como lo soñé en medio del ataque de ansiedad por la pandemia, pero sí la satisfacción de haber llegado más arriba de las nubes.

Recordar esta historias durante un instante me devolvió la sonrisa. Abrí los ojos, respiré profundo una vez más y me levanté con la certeza de que todo esto pasará. No sé cuándo, ni sé cómo, pero ni las noches más oscuras, ni los amaneceres más hermosos duran para siempre.

Por Natalia Méndez Sarmiento / @cuentosdemochila

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