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Morir por Ikuando (Cuentos de sábado en la tarde)

Ese anochecer del viernes caminaba con cautela y por su cabeza rondaban un frenesí de acontecimientos trágicos. Atravesó la callejuela nocturna, iluminada sólo por un farol de tenue luz amarilla que al cambiarse de andén misteriosamente se apagó.

Luis Felipe Arango
03 de octubre de 2020 - 06:00 p. m.
La violencia en los territorios ha hecho que líderes e investigadores levanten la voz por la defensa de la vida.
La violencia en los territorios ha hecho que líderes e investigadores levanten la voz por la defensa de la vida.
Foto: Archivo

Al fondo se escuchaba la estridencia de unos taxistas bebiendo trago en los butacos de la tienda de la esquina. En medio de la oscuridad llegó a las escalinatas del hostal de la paisana Ruth. Miró hacia las montañas y vio que con el ventarrón bajaban unas nubes cargadas con el usual aguacero.

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La bombilla del portón le iluminó el rostro mientras una llovizna empezó a mojar su piel. Sintió el aire cargado con un diluvio de granizo. Al cerrar el vejestorio de puerta, se acercó a la recepción donde un hombre taimado de mirada esquiva le entregó las llaves de la habitación con la habitual indiferencia. Subió las escaleras apesadumbrado, le pesaba el maletín que cargaba lleno de folios. Venía de los tribunales. Sentía el cuerpo agitado y la mente a la deriva de un enigma. Unas gotas de sudor le rodaron por la sien, pero la sensación interna era de un torrente gélido recorriéndole las venas.

Llegó a la puerta de su recámara y deslizó la llave en la cerradura, mientras la puerta se abría provocando un chirrido que le fastidió. Su temperamento pendía de un hilo y por primera vez sentía que su vida también. Encendió la lámpara del nochero, se enfundó unas chancletas y fue al baño para enjugarse el rostro con dos manotazos de agua helada. Experimentó algo de sosiego al secarse con la toalla y por un instante lo dejaron en paz el rompecabezas de preocupaciones que le invadían la mente.

Tenía la sospecha de que lo observaban, de que seguían sus pasos. Al llamar por teléfono a su esposa para darle un breve saludo, escuchó que la comunicación se rasgaba con unos ruidos muy molestos. Asumió que estaban interferidas las líneas telefónicas. Cada vez se sentía más solo y era evidente que no tenía ningún poder real para detener a los asesinos que estaban matando en su pueblo y que habían llegado también a la ciudad para asesinar a sus más cercanos colegas. Pedro era un testarudo en sus investigaciones y había logrado conectar denominadores comunes sobre los crímenes de varios líderes de causas humanitarias. Se le revelaban cada vez más claros los indicios de que había un eslabón entre el crimen organizado y unos políticos.

Esa era una complicidad entre hombres poderosos de la política y la mafia que habían concertado un ataque violento para erradicar supuestas células subversivas. Entre los que caían, casi toda era gente inocente, jóvenes en su mayoría, a los que hacían pasar por auxiliares de las guerrillas. Pero sobre todo mataban activistas de movimientos sociales que reivindicaban derechos populares y amenazaban el statu quo del poder político y territorial. Asesinaban a rivales políticos y a activistas por denunciar la amenaza criminal. Pero también de manera salvaje asesinaban a maestros que enseñaban en escuelas rurales y a médicos que llevaban salud a corregimientos apartados. Parecía como si no quisieran ver a ningún ser humano habitando en miles de kilómetros a la redonda de Ikuando y de todas las poblaciones pobres, pero estratégicas, alrededor de la serranía de Faromito.

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Toda esta tierra ha sido muy fértil y muy apetecida también porque por allí pasaría la nueva autopista hacia el mar y construirían la represa más grande del país. Se activaron máquinas de votos abiertamente identificadas con los intereses de los hacendados, de los políticos y de la mafia. La mafia era utilizada descaradamente por los políticos para eliminar críticos y rivales políticos. Se configuraba de esta manera un nuevo sistema de poder impenetrable, que intimidaba y asesinaba fiscales y abogados cuando intentaban desentrañar la escabrosa manguala.

Tal fue el poder acumulado por esta complicidad que otras regiones estratégicas del país terminaron acogiendo el modelo y siendo controladas electoralmente por nuevas fuerzas clientelares caudillistas coludidas con la mafia. Bandas que parecían haberse distribuido el país en distritos para avasallar, y la línea de tiempo y sincronismo con que se cometían los abusos sugerían obediencia a un plan coordinado con los cerebros del sistema de poder en ciernes. La arremetida era cada vez más brutal y Pedro sentía que se acercaban a él. Se había atrevido a hacer públicas sus fundadas sospechas de la siniestra coalición y una revelación de ese tenor podía significar la inmediata condena de muerte. Ese era un enigmático elemento que Pedro había aprendido del caso siciliano contra la mafia: los jueces podían llevar presos y a juicio a centenares de miembros de la Cosa Nostra, pero en el momento en que se revelaran los nexos íntimos de la mafia con algunos políticos emblemáticos, los jueces y abogados se condenaban y firmaban sus sentencias de muerte. No dejan de haber categorías de poder y hay poca cosa que intimide más a un delator de la mafia que desenmascarar a un poderoso de la política.

Pedro cuidaba de su voz de defensor de estrado con la miel pura que compraba semanalmente en la Plaza de las Flores. Había conmemorado con un sentido discurso la memoria de su colega asesinado, el decano de la salud pública en el país. Allí sorprendió a quienes lo escucharon con intriga, por la ferocidad de su palabra contrastada con la ternura de su entonación. Había quienes lo admiraban precisamente por ese coraje solitario, asumiendo causas de lobo estepario y motivado por su reconocida pericia de detective penalista. Aprendió el olfato de sabueso en los anaqueles judiciales de pueblos sectarios y leyendo novelas policíacas de la ‘prohibición’ y el bajo mundo napolitano que le llegaban de segunda mano. Como buen conector de claves, ya tenía una relativa dimensión de la compleja hidra de intereses a los que se estaba enfrentando. Era un poder que lo desbordaba, un tinglado omnipresente y omnipotente. Ya no quedaba ninguna instancia o autoridad superior a quien más acudir.

El manejo de la prueba criminalística era su arma más implacable y heroica. Su ética profesional se centraba en no dejar condicionar el método y la rigurosidad por el miedo. Todo lo que había logrado acumular de datos, información, declaraciones, grabaciones, reportajes de periódicos, lo había ido articulando y deconstruyendo hasta tener un marco coherente de hipótesis que le permitían aclarar el proyecto y la estrategia detrás de las masacres en los pueblos y los asesinatos selectivos en las ciudades. Él sabía que ellos ya sabían que él entendía todo lo que estaba sucediendo y por ello intuía que él debía ser su siguiente víctima. Le habían visto sonreír en la plazoleta del Paraninfo cuando una reportera de un periódico capitalino le preguntó si sentía miedo por las investigaciones y denuncias que venía adelantando y, con una sonrisa tímida y valiente a la vez, respondió: “sería un inconsciente si no sintiera miedo, pero también un cobarde si por él me dejara condicionar”.

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El lunes anterior había regresado de visitar a su mamá en el pueblo y durante los dos días que la acompañó se despertó de madrugada para comprar las arepas con queso que la vecina Inés seguía preparando con gran entereza. La encontró, sin embargo, muy envejecida por el dolor que solo la sombra de una muerte prematura deja en el alma. El rastro de la muerte repentina y brutal deja una huella física y emocional imposible de borrar. A su único y entrañable nieto Rafael lo habían asesinado en ese recorrido de sangre y tortura que cumplieron los peones de los hacendados, dizque para limpiar de indeseables los pueblos alrededor de la sierra de Faromito. La vida de su nieto era una fiesta permanente dentro de su rancho. La consentía y cantando la ayudaba con la limpieza de su terruño antes de salir a trabajar en la labranza y recolección de cosechas en las fincas vecinas. Solo tenía 20 años y su alegría ingenua no le permitió entender la entraña de las ocultas fuerzas tradicionales y criminales que confabulaban para apoderarse de las tierras de la región, incluso de la pequeña parcela de su respetada abuela. En solo ese recorrido de muerte donde calló el nieto de doña Inés fueron masacrados 35 campesinos. Para ese momento, Pedro ya contaba 150 asesinatos en el pueblo a manos de unos grupos que en la gobernación llamaban insensiblemente “convivires” y que para él no eran más que asesinos al servicio de ganaderos y mafiosos que estaban delimitando a bala un república de facto alrededor del paraíso geográfico que ha sido la sierra de Faromito, bajo el monopolio armado de unos ejércitos privados. Una república paramilitar que fácilmente podría tener el tamaño de un país centroamericano.

Esa misma semana Pedro regresó muy abatido a la capital y en medio de la espesa anestesia que asfixiaba a la ciudad insistió en entrevistarse nuevamente con el gobernador y con el comandante de la brigada para clamar por algún esfuerzo de acción por parte de las autoridades. Pero él sabía bien que los militares del batallón en la zona estaban pertrechados con los matones de los hacendados y los mafiosos. Al gobernador y al general de la brigada les había informado personalmente de las inminentes masacres y asesinatos anunciados con pasquines y graffitis que pintaban de forma macabra en las escuelas rurales. Había tenido los cojones suficientes para decirle de frente al gobernador “que la forma como se venían cometiendo los crímenes en el departamento era porque existía un pacto subterráneo entre la gobernación, la brigada, el comando de la policía y el jefe de los paramilitares”. La respuesta del mandatario, que dejó estupefacto a Pedro, fue que él consideraba que la población debía mantenerse neutral ante los actores armados y ordenó conformar una comisión para indagar los hechos, comisión de la cual fue deliberadamente excluido el propio Pedro por instrucciones del asesor de paz de la gobernación. No entendía cómo la autoridad legítima podía pedirle neutralidad a inermes campesinos frente a la invasión de su territorio por parte de unos asesinos a sueldo. Denunció también ante los fiscales cómo la población veía a los matones y a los militares patrullando alevosamente en las camionetas de propiedad de los latifundistas. Pero con espanto, luego veía en los noticieros de televisión cómo al salir de esas audiencias con el gobernante y el general, estos lo tildaban de mentiroso y de desprestigiador de oficio de las fuerzas del orden. Su suerte estaba echada.

Desde que se atrevió a denunciar la omisión de la autoridades, siguieron las calumnias acusándolo de “sospechoso” en la gran prensa y comenzaron a aparecer listas macabras de abogados y fiscales que luchaban por defender los derechos de las poblaciones vulneradas acusándolos de ser auxiliadores de la guerrilla. La mañana cuando lo llamaron de la radio para escuchar sus reacciones sobre las descalificaciones en su contra, habló con una valentía que la gente aún recuerda, porque su voz retumba en medio de la indiferencia. Dijo: “no hay un compromiso serio del gobernador con los Derechos Humanos consagrados en la Constitución y lo afirmo porque uno pide protección, uno denuncia ante él los casos, uno va a las comisiones de seguridad y uno encuentra que después del aporte que uno hace con pruebas, lo señalan posteriormente como auxiliador de las guerrillas”.

Su voz parecía abatida por la soledad, pero ya no sentía miedo. Continuó su declaración por la radio: “uno va también donde el comandante de la brigada y denuncia que en Ikuando están asesinando a fulanito y a fulanito, y el comandante de la brigada, que no ha sido muy claro en políticas de orden público, no asume ninguna posición activa. Todos los dueños de tiendas comunitarias de los corregimientos de la municipalidad han sido asesinados.” Se pregunta uno por qué insistía Pedro en la muerte de los tenderos. Quería subrayar la inhumana táctica de cortar los suministros de alimentos para las miles de familias campesinas que vivían en toda esa vasta región, dizque para combatir a las guerrillas. Esta calamidad sobre las restricciones de movilización de enfermos y de alimentos era un crimen de guerra perpetrado por el que llamaban comandante Junior. Un criminal de civil que andaba con su pistola 38 al cinto gritando órdenes para decidir el destino de más de 20.000 campesinos que lo habían visto levantar su campamento con la mirada cómplice del comando de policía y del ejército. Estaban siendo obligados a abandonar sus hogares y forzados a desplazarse de las tierras donde habían nacido y vivido en medio de la tranquilidad de la naturaleza.

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Corrió levemente la cortina de la habitación y abrió la ventana para sacudirse un poco del sopor que sentía. En la calle ya no se escuchaba la bulla de los taxistas que salieron despavoridos ante el vendaval que les cayó. Aún rodaban caudales de agua por la empinada calle del hostal y veía cómo una cantidad de hojarasca y troncos se iba acumulando a los costados del andén. Escuchó el silencio de la noche y respiró profundamente una bocanada del aire fresco después de la lluvia. Pensó que debía dormirse ya si quería madrugar para cumplir la cita con su hermana. Ella le ofreció ayudarle con la transcripción de un juicioso edicto que quería divulgar en la alcaldía de Ikuando para poner a la población al corriente de sus denuncias y de los obstáculos que venía enfrentado para lograr alguna receptividad de parte de las autoridades.

Como lo afirmó en su última declaración ante la Fiscalía, desde que denunció la acción omisiva de las autoridades como una “conducta que raya en lo delictual”, estaba esperando el golpe. Independientemente de lo que le sucediera tenía claro que en ninguna parte del mundo la criminalidad organizada había logrado derrotar a la judicatura. Ojalá esta no fuera la excepción que confirmara la regla de Pedro. No pudo conciliar el sueño pensando en cómo haría para volver por tierra a su querido pueblo a visitar a su madre, en medio de las amenazas que sus más cercanos amigos le advertían. Tan pronto amaneció se dio una ducha helada y salió caminando rumbo al estrecho despacho que tenía alquilado en el edificio Almirante. Los sicarios lo siguieron. Sabían donde estaba alojado y para donde iba. Tenían establecidas sus rutinas, los medios de transporte que utilizaba y ya lo habían “individualizado”, como se dice en el argot criminal, registrando toda la información de sus contactos familiares, sociales y profesionales.

Su hermana entró a la oficina una hora después de Pedro, a eso de las ocho de la mañana. Cuando se acercaba a la greca para servirse un tinto sintió como dos hombres y una mujer abrían la puerta bruscamente, y sin mediar palabra la empujaron contra el baño donde la amordazaron y encerraron. Apenas Pedro se asomó de un salto para ver qué sucedía, le gritaron que se tirara al piso, boca abajo. El sicario disparó con frialdad dos tiros de su pistola de dotación punto 38. Los asesinos salieron del edificio y al verificar que a esa hora temprana de sábado las calles aún estaban tranquilas y abandonadas, se montaron en un campero y arrancaron sin mayor afán hacia la región que nunca más volvería a ver a Pedro.

Por Luis Felipe Arango

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