El Magazín Cultural

Murió Augusto Rendón, uno de los grabadistas más importantes del arte colombiano

Augusto Rendón, junto a Juan Antonio Roda y José Antonio Suárez, conforman el grupo de grabadores más importantes del arte colombiano en toda su breve historia republicana. A continuación presentamos un extracto de una profunda y extensa entrevista que le hizo Marta Méndez.

Marta Méndez
11 de febrero de 2020 - 05:33 p. m.
Murió Augusto Rendón, uno de los grabadistas más importantes del arte colombiano

La periodista Marta Méndez comparte con El Espectador una extensa entrevista a Augusto Rendón en 2001. La entrevista hace parte de una tesis de grado, titulada Retratos hablados, un libro que busca mostrar “un retrato periodístico de época construido a partir de una serie de entrevistas con artistas colombianos nacidos entre 1920 y 1940”.

Sin duda Rendón es al grabado colombiano, lo que Obregón es a la pintura. Rendón fue asesor en la creación del taller de grabado del Taller de Artes de Medellín en 1977, que fue el primer taller de grabado independiente que operó en esa ciudad. Allí dirigieron talleres Juan Antonio Roda y Umberto Giangrandi y asistieron como estudiantes José Antonio Suárez, Ángela María Restrepo, Luis Fernando Peláez, Julián Posada, Santiago Londoño, entre otros.

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Augusto Rendón tiene la vitalidad y la fuerza de un hombre joven. A muy temprana edad dio sus primeros pasos en el taller-escuela de Rafael Sáenz con quien también se inició Fernando Botero. En 1954 viajó a Italia y se graduó de la Academia de Bellas Artes de San Marcos, en Florencia. Se ha destacado por su notable conocimiento de todas las técnicas del grabado y a partir de su obra ha dejado un testimonio de denuncia. Su labor docente la ejerció como profesor y director en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional de Colombia. En 1963 obtuvo el primer premio de grabado en el XV Salón Nacional de Artistas con la obra Santa Bárbara; luego, solo tres años después, volvió a ganar en el XVIII Salón con su obra Homenaje a Colombia. 

Las conversaciones que sostuvimos abarcaron casi tres meses. Contactarlo no fue difícil pues existen lazos comunes: entrañables amigos y Sonia —mi tía— quien ha sido su amiga del alma. Sin embargo, esas mutuas alianzas no garantizaban que accediera a participar en esta serie de entrevistas que implicaron tanta paciencia y tiempo de su parte. Fui a verlo a su apartamento para explicarle de qué se trataba este proyecto. Me recibió en pantaloneta, saco de lana, medias verdes y sandalias de madera. Cuando se le ve de frente parece un señor común, pero cuando voltea aparece una mata de cabellos ensortijados, que dejan ver a simple vista que no es una persona corriente. Otros días me recibió vestido con una bata larga de rayas rojas y amarillas que se abotona en el centro con grandes botones, y las mismas sandalias de madera. Esa informalidad hace parte de su esencia y lo convierte en un maestro fascinante, lleno de matices. Accedió a participar «porque uno no debe privarse de ninguna oportunidad que se le presente en esta vida».  Así, mi oportunidad quedó plasmada en el papel para dejar al lector la posibilidad de escuchar su voz. 

En esa primera reunión —antes de comenzar formalmente— me preguntó quiénes eran los pintores que iba a entrevistar para la tesis; se los mencioné y de inmediato exclamó: «¿Y cómo se va a llamar tu tesis? ¿Los pintores out?». Y aunque el oficio del arte debe estar exento de estos calificativos —como lo explicará él mismo—, un artista como Rendón no puede ser popular ni hacer parte del sistema o el comercio del arte. Porque siempre ha dado la pelea, las luchas de sus caballos quizás representen su espíritu combativo, la fuerza interior de un hombre que se resiste a envejecer el alma y a aceptar cualquier convencionalismo impuesto por la sociedad que decidió criticar desde sus pinturas y grabados. Esas denuncias, que han sido la columna vertebral de su obra, aún siguen vigentes.

En nuestros encuentros descubrimos una pasión compartida: Jorge Luis Borges. Luego, ya en el fragor de la charla, me explicó que no le teme a la muerte porque «al fin y al cabo lo único que se pierde es la vida». Recordé entonces una anécdota de Borges en la que un periodista le preguntaba si ha sido amenazado en su país y él contestaba: «Sí, pero desafortunadamente solo de muerte». Rendón ha sido siempre coherente con sus ideas y las de los personajes que ha admirado, como Antonio Caballero o Fernando Vallejo. Todo lo que tenga un sesgo de ironía, de controversia o irreverencia, llama su atención.

Su afán crítico salta a la vista hasta con los temas más cotidianos. El fútbol, por ejemplo, le parece «una gran estupidez que se ve reflejada en la fanaticada que es indicio de una gran incultura». Incluso afirma que le sorprende que un hombre como Antonio Caballero hable del fútbol de esa forma tan loable «si es un deporte de bestias. Y ni qué decir del espectáculo de los toros... solo que cuando he asistido siempre voy de parte del toro: de la bestia noble». 


Una tarde, mientras estábamos conversando, hablamos de Camilo Torres y me mostró un grabado suyo de 1974 que tiene en su casa, uno de los Homenajes a Camilo. En él estaba presente la gran ironía que siempre lo ha caracterizado. En este puede verse el rostro de Camilo y una serie de cadáveres que han sido mutilados y luego cosidos; cada uno de ellos tiene una marquilla que dice: Cosido con Singer, la máquina de coser que estaba en la mayoría de los hogares de la clase media colombiana. El color rojo de la bandera de Colombia ocupa la mitad de ella y lleva impreso un letrero: Made in USA.

Es un estilo de vida, un afán por criticar todo lo que considera arbitrario. En 1972, el Instituto Colombiano de Cultura (Colcultura) publicó un catálogo que reunía siete grabadores colombianos que participaron en la XXXVI Bienal de Venecia. Extracto esta parte de la reseña de Augusto Rendón: «Símbolos delirantes, afiebrados, irónicamente grotescos, que descubren los manejos de la burguesía y los negocios detrás del militarismo, la guerra o los regalos de países ricos a los pobres, que esconden muerte o disimulan la lucha de clases a escala interna o externa».  

Es un artista, un pintor, un pensador. También es un amante de la libertad, un ateo con convicciones, un delirante muy cuerdo, un confesor del universo. Su cabeza dispara ráfagas de ideas. Siempre. Con su estilo incoherente —que descubrió hace poco— aborda cualquier tópico, sus respuestas son tan inesperadas que por momentos parece imposible seguir cualquier cuestionario con un orden establecido. En mi opinión es un pintor que sigue vigente, que está in y que además, es totalmente coherente. 

Primer boceto

¿Por qué considera que este trabajo se debe titular «los pintores out»?

Yo dije eso un poco en tomadura de pelo porque hay que ser sarcástico con todas estas cosas. El arte no pasa de moda...

Pero yo entendía el sarcasmo desde otro significado. Quizás desde el sentido publicitario que hoy se les da a figuras en Colombia como César Rincón, Juan Pablo Montoya o Fernando Botero.

Sí, eso por una parte. Pero decía que el arte no es una moda y ahora lo convirtieron en una moda; lo sacaron de su esencia artesanal para darle un status artístico. Eso quiere decir que lo convirtieron en un valor comercial. Entonces, el valor de un artista, el valor de una persona es que produzca espectáculo y que este produzca dinero. Eso está in. Eso sucede en todos los aspectos de la vida. Si nos referimos al sexo es de esta manera: si tú haces sexo que produce dinero en televisión estás in, eres una figura y eso pasa en todos los hogares, tranquilamente. Pero si tú haces sexo que no produzca espectáculo y que no produzca plata, entonces eres un depravado sexual, corruptor de menores y todos esos epítetos que te endilgan estas sociedades moralistas. El caso de Madonna, por ejemplo, y tantos otros... es que no es sino ver todas estas modelitos que muestran grandes senos y grandes sentaderos.

¿Y en los años sesenta y setenta cuando comenzó a gestarse el llamado arte comprometido usted llegó a sentirse un pintor in?

No. Simplemente comencé a trabajar sobre una cosa que estaba en mi conciencia. Yo conocí a Camilo Torres y a toda esa generación de la época. Muchos amigos murieron en la lucha armada, gente que no tuvo otro remedio que irse para la guerrilla porque el DAS de aquella época comenzó la persecución.

¿Está hablando de la época del Estatuto de Seguridad?

No, eso fue antes del famoso Estatuto de Seguridad. Un esperpento de este personaje nefasto que tuvo la historia de Colombia en los últimos años.

¿Su familia pertenecía a qué partido político?

La familia de mi padre era conservadora. En la de mi madre había tendencia liberal, incluso unos tíos fueron asesinados por las huestes conservadoras en la época de la violencia partidista. 

¿Y no ayudaba que su madre fuera liberal?

No, porque eso ha sido todo lo mismo, los liberales también han sido confesionales.

Pero excomulgaban más fácilmente a los liberales...

Claro, la excomunión siempre era en contra de los liberales.

¿Cómo vivía usted estas prohibiciones eclesiásticas?

Yo empecé a vislumbrar este mundo caótico en el que estaba, que no tenía sentido ni una lógica real porque una de las cosas que más me gustaba era dibujar con modelo y la gente necesitaba un permiso de la curia para hacerlo. Débora Arango se libró de la excomunión, pero la condenaron al ostracismo. 

¿Qué quiere decir con ostracismo? 

Que la boicotearon, la condenaron a no exponer más, a no figurar más y todo eso; que si ella quería hacer pintura, la hiciera para ella sola y nada más. Una pintora como ella, de esa gran candidez. Solo ahora la están valorando en su medida.

Debía ser muy complicado ser mujer en esa época.

Ser mujer era espantoso, era lo mismo que en el Medioevo o incluso antes. La mujer ha sido subvalorada siempre, hasta el punto de convertirla en la causante de nuestros males en esa historia tan bella de Adán y Eva. Una mujer como Eva, que prefirió el conocimiento a la inmortalidad. Esa historia la han tergiversado. La Biblia cuenta que en ese jardín había dos árboles: uno era el del Bien y del Mal y el otro el de la Inmortalidad. A Eva la pintan como una mujer veleidosa, caprichosa, que se empecinó en comerse esa vaina y cuando Dios (Yahvé) se dio cuenta, mandó un ángel y le dijo: «¡Corra, antes de que toquen el árbol de la Inmortalidad!». 

¿Cuál ángel era?

El que llegó con la espada flamígera y los echó del Paraíso. Es lógico: cuando el hombre comienza a tener conocimiento pierde el Paraíso, esa es una parábola muy justa... mientras tú tengas la fe del carbonero y creas que existe un Dios, para ti todo es fácil porque si Dios te lo dio y Dios te lo quitó, todo es gracias a Él y se resuelve en base a eso. Así no hay cuestionamiento de ninguna especie. En cambio, cuando uno empieza a cuestionar todo comienza a obtener conocimiento y la vida se vuelve insoportable. En ese momento uno descubre que Dios no es nada más que una esperanza. Y uno no puede vivir de esperanzas, uno necesita algo tangible y eso es una cosa intangible.

Esa es una pelea muy dura para cualquiera que se lo cuestione. ¿En qué momento de su vida le comienza a suceder esa lucha interna?

Sucede a través del arte. Apenas me voy metiendo con esto, cuando comienza esa sed de conocimiento todo se pone en cuestión. Era una gran necesidad de aprenderlo todo, hasta el punto de llegar a pedir un permiso en la escuela de medicina en la Universidad de Antioquia para que nos dejaran asistir a las clases de disección de cadáveres. Era repetir la historia de todos los pintores que nos antecedieron, como Leonardo Da Vinci, que en sus noches se sacrificaba estudiando cadáveres para poder adquirir ese conocimiento del ser. Porque uno al principio piensa que es el cuerpo humano lo que estudia, pero está buscando la esencia del ser. Eso es lo que se termina buscando en la vida.

¿Solo los artistas?

La persona que tenga inquietudes. Es decir, las personas que accedan al árbol del Bien y del Mal, al del conocimiento, las que no traguen entero, las que sean capaces de cuestionar y de abrir todas las puertas, por más terribles que sean. Como la historia de Barba Azul.

Cuéntenos esa historia.

Barba Azul era un rey de tiempos muy lejanos que tenía muchas mujeres, él siempre estaba en ese plan de conseguir mujeres, pero las mataba. Ahí hay una parábola muy linda también: es muy aburridor tener la misma mujer toda la vida.  Este rey tenía que viajar frecuentemente para ir a cazar. Entonces, él les dejaba las llaves de todas las puertas de los aposentos de su castillo. Solamente había una puerta que no podían abrir —siempre hay una prohibición— y la mujer que la abriera, perecía. Claro, todas, sin excepción, abrieron esa puerta. Dentro de esa habitación él guardaba los cadáveres de todas las mujeres que iba matando, de las que desobedecían. Cada vez que Barba Azul regresaba  de sus viajes revisaba que las puertas estuvieran intactas. No recuerdo muchos detalles porque la conozco desde hace muchos años. Sin embargo, hubo una mujer que, gracias a sus hermanos, logró salvarse. A grosso modo, el cuento es el siguiente: la doncella trataba de retardar el momento en el que Barba Azul se iba a cerciorar si ella había abierto esa puerta o no, y para hacerlo usaba todos los subterfugios posibles para no ser descubierta mientras esperaba en la azotea a que aparecieran sus hermanos en el horizonte para rescatarla... Hasta que al fin la doncella le dice que ha visto una polvareda que indica que vienen sus hermanos y logran salvarla ya in extremis. Así, matan a Barba Azul. Esas eran historias infantiles. 

¿Le gustaban?

Yo recuerdo que me producían terror esas fábulas infantiles, esos cuentos de hadas. Aunque creo que esas historias le enseñan a un niño que existe un mundo de pavor que no es ese mundo ficticio del seno materno en el que siempre ha vivido; enseñan que fuera de eso hay otras cosas que van conformando el mundo. 

HISTORIAS DE GRABADO Y PINTURA

¿Siempre quiso ser artista?

Artista sí, pero no me parecía que el artista tuviera que escalar posiciones sociales ni de ninguna especie. De repente me vi comprometido, entre otras cosas, porque mandaba mis grabados a los Salones Nacionales de Artistas. Los hacía en contra de la situación social de ese momento, que continúa así y no ha cambiado para nada.

¿Y en ese momento tenía un cierto éxito su trabajo?

Sí, te estoy contando: algunas veces mandaba a los Salones Nacionales mis cosas. La primera vez no pasó nada porque creo que en esa época había solamente cuatro grabadores que exponíamos en los Salones.

¿Quiénes eran?

Hanné Gallo, Luis Ángel Rengifo, Anibal Gil y yo.

¿Por qué le inquietaba la técnica del grabado?

Porque con el grabado me podía expresar más fácilmente y podía lindar con lo panfletario sin perder de vista el tratamiento plástico de la obra. Además, nos daba la posibilidad de llegarle a mucha más gente porque se hacían ediciones grandes y era más económico. Había más posibilidades de adquirir estas obras.

¿Eran grabados hechos sobre qué material?

Sobre metal, zinc o cobre.

Siguiendo con su historia, ¿qué pasó luego?

Cuando participé en un segundo Salón, me gané un premio. Ya en ese momento éramos más grabadores porque habíamos empezado a trabajar en la Universidad Nacional y estábamos recuperando esa disciplina. Era muy difícil puesto que no existían elementos para trabajar, no había papeles ni tintas, tuvimos que inventarnos todo eso y experimentar con las tintas industriales que existían en el país.

Debía ser muy divertida esa forma de experimentar a partir de la creación. 

Era muy interesante: volver a armar una prensa que estaba desarmada —porque nadie sabía cómo armarla—, apelar a mi memoria ya que había trabajado sobre una prensa igual, armarla y comenzar a conformar un grupo de grabado... Así empezó a gestarse esa carrera de grabado en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional, que luego se difundió por todo el país en una serie de talleres. Por ejemplo, en Cali fue muy importante con Pedro Alcántara, quien fue un gran inspirador en su momento. En otras ciudades también organicé varios talleres, como en Pereira, Medellín y en fin...

Volvamos al segundo Salón en que participó. ¿Cómo se llamaba la obra con la que ganó ese premio?

Santa Bárbara. No quería verme envuelto en estas circunstancias de la fama, pero se me vino el mundo encima: me empezaron a llamar para entrevistas, reportajes y cosas de ese estilo. 

¿Y usted participó con la esperanza de perder o por el placer de hacerlo?

Participé porque si uno pinta es para participar. Y si lo hace es porque quiere ganar. Además, en ese momento mi situación económica era muy precaria, uno siempre tiene ambiciones, no está exento de eso.

¿Cuánto dinero ganó?

Esa plata fue muy luchada. El premio era de tres mil pesos, algo así como unos cinco sueldos de profesor universitario. Pedro Alcántara participó con dibujo y se ganó un premio. El problema era que no existía uno para dibujo. Porque siempre el manejo del arte, que ha sido hecho por las altas esferas, lo han encasillado en arte mayor y arte menor. La pintura al óleo era considerada como arte mayor y todo lo demás, el dibujo, el grabado o la cerámica era arte menor. Por eso, los premios los repartían así: el de pintura eran diez mil pesos y el de grabado, tres mil. Pero como no había el de dibujo, lo repartieron en una tercera parte: a Pedro Alcántara le dieron mil y a mí, dos mil. Pasó un año y no me lo habían pagado. Entonces, una persona muy sagaz que trabajaba en la Universidad Nacional me dijo: «¿Cuánto me da si le recupero ese premio? Porque si termina el año y no se la han dado, esa plata se pierde».

¿Esa persona también era artista?

No. Era el secretario de la Escuela de Bellas Artes. Le ofrecí el veinte por ciento y fue la única manera de desenterrar esa plata. Ya la habían depositado en otras cuentas. Son los tejemanejes que siempre han existido en este país. Desde ese momento comencé a darme cuenta cómo era que funcionaba eso, por eso es que nunca hay plata, porque todo se lo embolsillan.

¿Ya era profesor cuando se ganó ese premio?

Sí, ya llevaba dos años viviendo aquí en Colombia y estaba trabajando en la Escuela de Bellas Artes de la Nacional.

¿Usted comenzó a estudiar pintura en Colombia?

Aquí estudié con profesores particulares, luego me fui a Italia.

¿En qué año viajó a Italia?

Eso fue como en 1954. ¿A qué lugar? 

A Florencia, porque para mí era lo más llamativo, ahí estaba todo el arte del Renacimiento, que era lo que más me atraía, todos esos grandes pintores de ese período. 

¿A esa edad —antes de su viaje a Italia— ya tenía conocimiento del significado del Renacimiento en la pintura?

Sí, éramos muy estudiosos a pesar del ambiente tan limitado. Ya sabrás cómo trataron a Débora Arango dizque por inmoral. A mí casi me expulsan del colegio de la Bolivariana porque una de las diversiones de los estudiantes eran mis dibujos de mujeres desnudas. Todos mis compañeros andaban encima de mí viendo mujeres que yo, en aquella época, solo conocía a través del voyerismo. Es decir, a través de huequitos muy sabiamente distribuidos en los baños de mi casa.

¿Miraba a todas las mujeres de su casa?

Veía a las primas y a las tías, yo no respetaba nada... (Risas). Era una sed de conocimiento, una gran curiosidad (porque la curiosidad es la madre del saber). Y además, como detrás de todo eso estaba la represión, entonces era más llamativo. Desde muy temprana edad me han gustado todas las cosas prohibidas porque estaba muy reprimido en ese entonces.

¿Comenzó a estudiar alguna carrera universitaria para darle gusto a su familia?

No. Fui muy mal estudiante y no pude seguir ningún tipo de carrera porque no sentía que pudiera adaptarme a una educación formal. Yo lo único que quería hacer era pintar y dibujar.

¿Terminó el bachillerato?

¿Eso se podrá decir?

¡Claro, de eso se trata esta entrevista!

Entonces, no. Y lo que pasaba era que yo sacaba muy buenas notas en todas las materias que tuvieran que ver con la literatura, porque me fascinaba. Para mí era un placer estudiar esas cosas, pero no concebía la geografía, me importaba un carajo que la Guajira tuviera esmeraldas o carbón; la religión tampoco la soportaba...

¿Estudiaba en un colegio religioso?

Sí, desafortunadamente. Porque ellos siempre han dominado la educación en este país. Por eso uno allá no tenía opciones, porque solamente existían dos colegios: La Bolivariana y San Ignacio, los dos manejados por jesuitas. O si no, estaban los colegios oficiales, donde no era muy segura la educación porque no eran muy organizados. Por eso siempre estudié con curas —bueno, la primaria la hice con monjas—. Fui muy brillante en la primaria, pero no pude con el bachillerato. Tampoco podía con las matemáticas. Y era así de simple: perdía matemáticas y perdía el año.

¿Para su familia fue fácil aceptar su decisión de dejar de estudiar?

Pues después de haber repetido tres veces primero de bachillerato y de que me pasaran a otro colegio y volver a repetirlo... la familia me dijo: «¡No más! Ya no vamos a gastar más plata en usted. Si se quiere quedar burro, quédese así». Para ellos era fundamental una educación formal porque pensaban que el arte era una cosa de bohemios, una vaina en la cual yo me iba a morir de hambre y me iba a volver como todos esos pintores que deambulaban por Medellín de café en café.

Entonces me anunciaron: «Usted no se puede quedar así, tiene que estudiar alguna cosa. Estudie comercio, para que sea contador como su padre...». ¡No había ni riesgo! Yo nunca  pude entender nada que tuviera que ver con las matemáticas, el deber y el haber. No, no y no. Por eso aprovechaba toda ocasión para escaparme.

¿Cuántos años tenía?

Era adolescente. Y como la palabra lo indica es una época en que uno adolece de todo, tiene carencia de todo, uno no sabe qué va a hacer en la vida, tiene mil sueños y mil proyectos, pero no sabe qué hacer con ellos. Sin embargo, siempre estaba el gusanito de la pintura. 

¿Con quién comenzó a estudiar pintura?

Yo asistía a un taller con un maestro de Manizales que fue alumno de Pedro Nel Gómez, Rafael Sáenz, que murió hace como tres o cuatro años. Tenía clases desde las seis de la tarde hasta las nueve de la noche, todos los días. ¡Y para mí era el oasis llegar a esa clase! Era una felicidad ponerme a pintar. Los sábados y los domingos salíamos a pintar paisaje.

¿Algún otro pintor conocido estuvo con usted en esas clases?

Sí, claro. Fuimos cuatro compañeros muy asiduos, muy consagrados y entregados a la cuestión pictórica. Uno de ellos es Aníbal Gil, que vive en Medellín y estudió conmigo en Italia; otro fue Argemiro Gómez, gran ceramista que murió hace algunos años en Nueva York y Carlos Martínez, otro ceramista que vive actualmente en Medellín. Mónica Silva también estudió con nosotros y era una mujer con mucho talento pictórico, pero la atrapó más el teatro.  Luego tuvimos la posibilidad de viajar a Italia con Aníbal, que se fue primero. Fue un gran sacrificio el que hicieron en mi casa para que me pudiera ir. El profesor les dijo que yo tenía capacidades y que era consagrado. Realmente no tuve mucha adolescencia puesto que siempre estaba en función del arte, de pintar y pintar todo el tiempo. Por eso nunca tuve acceso a las diversiones normales de los jóvenes, porque para mí lo único que existía era coger un tren o un bus y viajar a alguna parte para ir a pintar paisajes todo el día.

¿Era una verdadera pasión?

Sí. Una gran pasión.

¿Y esa pasión se ha mantenido o ha tenido altibajos?

Indudablemente que ha tenido altibajos. A mí a veces me provoca abandonar toda esta vaina.

¿Es como una relación de pareja?  

Algo así. Es como una femme fatale esa simbiosis con el arte. Muchas veces es accesible y otras, inasible. Unas veces te fluye y otras no. Todo depende de una serie de estados de ánimo, claro que también están todas las circunstancias del medio que te oprime. Aunque siempre me he preciado de ser muy tranquilo, de poseer una cierta sangre fría en todas las circunstancias de la vida y por eso no me he dejado aniquilar.

¿Cómo comenzó su aproximación real al arte en Medellín?

En esa época de estudiante neófito de las artes, los horizontes eran muy limitados porque lo más grande que existía en arte era la escuela de Pedro Nel Gómez que tenía mucho que ver con el Renacimiento italiano, indudablemente. En el taller de Rafael Sáenz comencé a conocer todo el primer Renacimiento del arte italiano: Cimabue y Giotto di Bondone. Era un revuelto que no tenía ni pies ni cabeza porque nosotros veíamos y buscábamos dentro de un medio muy limitado, donde no siempre se encontraban libros con buenas reproducciones en las librerías ni en ninguna biblioteca pública. Por eso era muy difícil dar con estos personajes y, sin embargo, lográbamos hacernos a pequeños libros de estos artistas renacentistas y pasábamos fácilmente a Degas, a Manet o incluso al mismo Picasso. No había una  continuidad dentro de esa historia que empezábamos a conocer ni criterios concisos o coherentes. 

¿A qué lo llevó esa experiencia que usted define como incoherente?

Descubrí con el tiempo que he sido un incoherente siempre en mi pintura. Es una actitud.

Si tuviera que precisar su pintura dentro de un período del arte ¿dónde la ubicaría?

Mis períodos responden solo a estados de ánimo.

¿Esos estados de ánimo han llegado a ser largos, algunos, como para que sean períodos?  Es que mi pintura es muy incoherente. Hasta hace poco comencé a tener consciencia de esto. Hace dos meses, cuando hice mi última exposición —la última de mi vida, no quiero hacer más— me dijeron que había un poco de desigualdad en los cuadros y yo les dije que había sido incoherente siempre. Yo no hago secuencias, sino incoherencias que dependen de mis estados de ánimo o de las influencias que recibo a través de las cosas que me gustan. Es totalmente inconsciente.

Qué extraño. Siempre pensé que todos los pintores trabajaban de una forma más pensada y menos espontánea. Que primero hacían bocetos...

No, cuando hago un boceto se queda como tal y muy pocas veces lo reproduzco. Generalmente siempre enfrento el cuadro: preparo la tela y me pongo a mirarla hasta que, de pronto, empieza a salir el cuadro. Es muy curioso porque a veces estoy haciendo una Eva y alguien cercano reconoce en el cuadro a alguna amiga mía del pasado. Eso sucede porque todo se queda en el inconsciente y de pronto, sale. A mí me gustaba mucho dibujar a mis amigas —además, por el gusto de verlas desnudas

¿Existe alguna tendencia que no haya explorado en la pintura?

Yo he hecho de todo. Incluso arte informal, no figurativo. Hay una anécdota muy simpática. Cuando llegó la moda del arte abstracto —aunque abstracto es todo—, comencé a investigar dentro de esta tendencia: en el color, la composición y todo lo que hay alrededor de un cuadro informal. Así, hice una serie de témperas y, como esto es una cuestión que tiene una profunda índole poética, salió fácil, no había que tener mucho virtuosismo en el dibujo, sino una cierta capacidad en la selección de los colores y de su ubicación en el espacio y de unas formas, informes. Era un ejercicio muy entretenido, hacía hasta cuatro y cinco témperas en un día. Lo hacía en un papel Edad Media que absorbía muy bien el agua y también trabajaba con lo imponderable, cuando una sola pincelada se desparramaba para formar unas manchas que podía aprovechar. Era un trabajo entre dos: el cuadro y yo, era bilateral el trabajo. Por eso, en cuestión de un mes, tenía como cien témperas y resolví hacer una exposición en la Biblioteca Nacional que era un lugar de exposiciones en esa época. Vendí casi la mitad de la exposición. ¡Eso fue increíble! Todo el mundo se llevaba un cuadro de esos. Recuerdo que Marta Traba fue a visitar la exposición y el comentario que me hizo fue el siguiente: «Rendón, ese es el camino». Por supuesto, hasta ahí llegó mi incursión en el arte abstracto. ¿Como por qué alguien tiene que indicarle a uno lo que tiene que hacer? Y mucho menos un crítico. 

¿Qué comentaba Marta Traba de su pintura?

A ella nunca le gustó lo que yo hacía, siempre hizo críticas negativas de mis grabados y, además, me comparó con otros grabadores y yo me sentía muy halagado, pero ellos no tanto.  Descubrí que eso no era por ahí, que a mí lo que me gustaba hacer era lo que tenía que ver con la figuración: la gente y el paisaje, fui un gran gestor del paisaje en esa época estudiantil.

¿Qué opinión tiene sobre Alejandro Obregón?

Para mí Obregón ha sido un gran maestro, alguien que tuvo bastante injerencia en mi obra porque era una persona muy especial en su forma de ser, fue un gran humanista. Era hermosa esa vitalidad que rezumaba Obregón por todos los poros. Inclusive, cuando se le iba la mano en tragos, tenía grandes explosiones de energía. Por esa misma humanidad tenía una gran aproximación hacia los pintores que estaban empezando, que eran sus alumnos en un cierto sentido, así no fueran directamente sus estudiantes.

¿Podría decirse que Obregón no solo era un gran pintor, sino un gran intelectual?

Es que él se codeó con toda esa gente del grupo de Barranquilla: García Márquez, Cepeda Zamudio, Germán Espinosa y todos ellos. Indudablemente, debió haber sido un gran lector porque todas sus apreciaciones eran muy inteligentes, uno lo podía ver en las entrevistas que le hacían: hablaba de frente a la vida, tenía una filosofía muy hermosa frente a todas las cosas. Fue un pintor con el cual no pude hacer una gran amistad porque siempre me sentí un poco sobrecogido, quizás porque cuando conocí su obra era un adolescente de diecisiete años y quedé bastante impresionado con la genialidad de su obra.

¿A esa edad usted ya podía percibir esos aspectos en una obra, tener ese ojo crítico?

Pues parece que sí. No tenía mucha conciencia en ese momento porque había sido criado en ese ambiente antioqueño donde el non plus ultra del arte era Pedro Nel Gómez y todos sus alumnos que eran Débora Arango, Rafael Sáenz, Carlos Correa... Carlos Correa fue otro gran pintor desconocido en este país, como sucede siempre con sus grandes figuras, murió ignorado completamente.

Carlos Correa se ganó el primer puesto en el III Salón Nacional de Artistas con un cuadro que se llamó Anunciación, parece que fue un gran escándalo en la curia, incluso le querían retirar el premio y todo eso le entorpeció un poco su labor posterior...

Sí, claro, eso le dio el mazazo real. Fue un sambenito el que le impusieron por ese oscurantismo de la curia. Yo comulgaba con ese cuadro, me fascinaba y me lo sé de memoria. A él le pasó lo mismo que le pasó a Caravaggio, que pintó la muerte de la virgen María tomando como modelo una mujer que se había ahogado en el río Tíber. Y todos los jerarcas religiosos tuvieron que ver con esa vaina y anatematizaron al pintor y al cuadro. Los curas nunca han visto la viga en su ojo, sino la paja en el ajeno; no se han querido dar cuenta de todos estos papas nefandos que tuvo el Renacimiento que hicieron y deshicieron a su antojo y que repartieron las prebendas de la iglesia a manos llenas pero entre sus parientes, como sucede inclusive hoy en día. Yo tuve la suerte —por llamarlo de alguna manera— de la elección de dos papas mientras estuve en Italia; por supuesto, también la muerte de dos papas y por eso conocí muy a fondo todo esto, porque he sido un gran analista de estos hechos religioso-culturales. 

Volviendo a Obregón...

Sí. Sigamos hilando. En Coltejer se hizo una especie de Bienal2. Fui a esta exposición justamente para ver cosas diferentes y salir de la concepción artística de Pedro Nel Gómez. 

Ver más de cerca todo lo que podía ser el arte moderno, que nosotros solo habíamos saboreado en algunos libritos. Y de pronto ver ese Obregón, un personaje x que tenía un cuadro bellísimo allí, era una mujer en verdes con unos pescados, un cuadro como de tres metros de alto por un metro de ancho. Era muy hermoso porque se vislumbraba un cubismo muy tropical, traducido a nuestra idiosincrasia. Esto me dio las alas para poder empezar a desprenderme un poco de todos estos viejos maestros. 

¿Alguna vez le pudo manifestar esto a Obregón?  

Sí. En la última exposición que él hizo en el Museo de Arte Moderno pude charlar con Alejandro porque era de una bondad extrema, casi como un padre. A mí me provocaba abrazarlo, él era un corazón con cuerpo humano. En esa oportunidad le conté esa anécdota y él estaba muy emocionado, le gustaba mucho oír acerca del buen ejemplo que podía desparramar con su arte. Pero luego, llegaron todas esas personas que lo adoraban y entonces no pudimos seguir en la charla. Eso ocurrió un año antes de su muerte o de agravarse su enfermedad. Fue la última exposición que ofreció en el MAM. No sabría decir la fecha exacta, pero sí sé que fue en el siglo pasado, en todo caso.

¿Qué podría decirme de Hanné Gallo?

Pedro Hanné Gallo fue otro pintor ignorado completamente. Un pintor que vivió en una gran pobreza, él tenía que sostener a su madre y a su hermana. Descubrimos, por puro azar, que el hombre tenía una fábrica para restaurar muñecas —esas muñequitas de plástico que tienen las niñitas—. Él les arreglaba los bracitos, las piernitas y todas estas cuestiones que no le debieron dar mucho dinero. Y como todos estos pintores que atraviesan esas afugias económicas era muy empujado al licor, a beber. Una vida muy dura, trágica.

¿Era una persona muy sola?

Sí, además porque tenía un defecto en las orejas, eran torcidas y arrugadas como si se las hubieran pellizcado cuando estaban frescas. Era «chunco» y eso también lo acomplejaba un poco. Era muy bajito, muy enano el Pedro Hanné. Y bueno, era un gran mitómano. Se inventaba unas historias con Cuba y con esos lugares donde existían esos premios para las artes gráficas.

¿Decía que él se los ganaba?

Sí, nos contaba unas historias que nadie creía. Todo el mundo se burlaba de él, le mamaban gallo, pero yo le seguía la corriente porque esa también es una forma de expresión, uno no tiene por qué interrumpirla, hay que dejarla fluir. Por ejemplo, contaba que había estado la noche anterior en Cuba, que acababa de llegar y que Fidel le había mandado un avión para que fuera porque necesitaba hablar con él. Era un pintor muy aguerrido socialmente y toda su pintura se basaba en eso, toda la cuestión social de las clases menos pudientes. Era muy habilidoso, hacía muchas obras de un solo tirón, muchos grabados. Y cuando alguien le encargaba una reproducción, inmediatamente se iba para la Escuela de Bellas Artes y en una hora imprimía un taco y luego, lo vendía para seguir bebiendo. Yo nunca me burlé de esas anécdotas, tengo sentido del humor y me sé reír de las cosas, pero no me burlo de nadie. Creo que eso lo entendió Pedro Hanné. Hay una historia muy bella: después de haber muerto Pedro Hanné, me llegó un rollo con sus grabados. Yo gané un premio en Leipzig, un premio de grabado, y Pedro Hanné me dijo que él había hablado para que me dieran ese premio y es lógico que uno sabe que eso era mitomanía de él porque no hay tal. Esas cosas pueden suceder aquí, pero no en otros países. 

Por Marta Méndez

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