El Magazín Cultural

Nieves perpetuas (Cuentos de sábado en la tarde)

Mi papá siempre decía que había que ser "acomedido". No sé si esa fue la razón para que se ofreciera a ayudar a limpiar el cuerpo de su hermano y a embalsamarlo, después de que lo encontraron baleado en una de las calles más calientes, con más tráfico y con más motos de la ciudad.

Paula Andrea Marín Colorado
31 de agosto de 2019 - 06:16 p. m.
Cortesía
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Fue la única vez que lo vi llorar. Siempre que recuerdo eso, pienso en que yo no pude hacerlo con él, cuando fue su cuerpo el que estuvo cubierto de sangre. Los dos habían sido asesinados por sicarios, pero jamás se lo conté a nadie; en mi círculo, morir así y no ser un político, un líder social o un campesino, está mal visto, porque es la forma en la que mueren los narcotraficantes o los que andan metidos en relaciones con ellos.

Buenas tardes. Gracias por la invitación a compartir este espacio con ustedes. Mi conferencia se titula: “El lugar del narcotráfico en la literatura de la violencia en Colombia”. 

Si está interesado en leer otro texto de Cuentos de sábado en la tarde, ingrese acá: Me verás volver (Cuentos de sábado en la tarde)

Cuando miraba en la televisión o en las redes sociales las noticias y veía las marchas de los que exigían derechos por las víctimas del sempiterno conflicto armado de este país, siempre me imaginaba a mí reuniendo a todos los hijos, esposas, hermanos, sobrinos y primos de quienes fueron asesinados por haberle “fallado” a algún patrón. Me muerdo la lengua y los labios cuando escucho a los de mi círculo decir que quien se mete con narcos merece morir “en su ley”. 

La literatura de la violencia se ha convertido en una marca de la literatura colombiana: violencia de las guerras de independencia, de las guerras civiles, del bipartidismo, de las luchas sociales, de las guerrillas y de los paramilitares, de los falsos positivos, del narcotráfico, de la delincuencia “común”, pero estas dos últimas han tenido siempre menos prestigio literario que las anteriores. 

Cuando ya no podíamos atrasarnos más con la cuota de la hipoteca de la casa, cuando los ahorros ya no daban para pagarnos a mi hermano y a mí otro mes de pensión en el colegio, cuando mi papá ya no pudo seguir detrás de los políticos del pueblo, a ver si le daban algún trabajo después de las elecciones, cuando mi mamá dejó de acostarse con mi papá con la advertencia de que no volvería hacerlo si no conseguía un trabajo, apareció un patrón y con él, la posibilidad de estudiar nuevamente, de pagar las cuotas atrasadas de la hipoteca y de mudarnos de ciudad. Mi papá se convirtió en un “lavaperros”. Uno de los momentos más emocionantes y felices de mi niñez fue el día en el que mi papá llegó a la casa en un Ferrari rojo “sangre toro” –como decía él–. Mi papá nos llevó a mi hermano y a mí a dar una vuelta. Sabíamos que no era nuestro, sabíamos que sería breve; mi papá se carcajeaba y nosotros también. Se lo había prestado “el patrón”, nos dijo mi papá, pero ahora sé que se había “volado” de su trabajo solo para mostrarnos el carro y subirnos en él.

Si desea leer otro texto de Cuentos de sábado en la tarde, ingrese acá: El rosario y el espanto (Cuentos de sábado en la tarde) 

Los personajes del narcotráfico empiezan a emerger en la literatura colombiana a finales de los años 80, pero es sobre todo la década de 1990 la que convierte en protagonista al sicario que, en muchas ocasiones, trabaja para los narcotraficantes conectados con políticos, altos militares, hacendados, empresarios e industriales, es decir, la burguesía y la oligarquía del país, pero también con las guerrillas y con los paramilitares. Sin embargo, si se dan cuenta, se privilegió al sicario porque era considerado también una víctima dentro de este sistema; el narcotraficante es siempre “el patrón del mal” –como bien lo repiten muchos de ustedes y de nuestros estudiantes– y nada más que eso. Inclusive Vallejo, en su más famosa novela, convierte a los sicarios en sus amantes, en sus consentidos y en otra de las novelas más leídas de la época, la protagonista es una sicaria, al puro estilo femme fatale.

Tenía trece años y el sobrino de mi papá me gustaba mucho, al igual que a todas las muchachas de la cuadra, pero yo era la menor, la menos voluptuosa, la que parecía aún una niña. Era dos o quizá tres años mayor que yo y tenía esos rasgos que he seguido buscando en los hombres desde entonces: alto, piel morena, pelo liso y negro, cejas gruesas y oscuras, ojos cafés, brillantes, coquetos, labios pulposos, la voz grave, el delicado y seguro movimiento de las manos al hablar. Seguramente, ya varias veces habría tenido una pistola en sus manos; seguramente, ya habría escuchado a su papá decir todas las palabras que luego se volvieron tan comunes en su vocabulario. En mis recuerdos, estamos en su casa; los adultos hacen visita en la sala, mientras los niños y no tan niños estamos en la parte de atrás. Nuestros hermanos pequeños juegan en el cuarto contiguo y él y yo estamos sentados en un patio, uno al lado del otro. Sus palabras se dirigen a mí: “bonita”, “bonita”, “bonita”, el tacto suave de sus manos tomando la mía y luego sus labios en los míos. Desde otra ciudad en la que vivo, hace ya varios años, me llegan las noticias: su cuerpo baleado dentro del carro que manejaba, su viuda, su niño.

Fíjense en la doble moral: en los dos cuentos, los protagonistas son “gente de bien”, acosada por un matrimonio roto, por una hija enferma, por un sueldo que nunca alcanza, es decir, la eterna historia de la clase media en este país. Ambos protagonistas se enfrentan, de repente, con la solución a todos sus problemas: el encuentro con un montón de plata que perteneció a un narco ya muerto (asesinado, para variar) y la posibilidad de quedarse con ella sin mayores consecuencias. Ambos protagonistas eligen quedarse con la plata e irse del país y sacar a toda su familia: uno se marcha a Suiza y el otro a Italia. Entre líneas, subyace la justificación de que ellos sí le darán un “buen” uso a ese dinero y que, después de tantas penurias y de tanto trabajo esforzado y honrado, se merecen disfrutar de un respiro económico, de hacer realidad todas sus aspiraciones y, sobre todo, las de su familia. Esa plata que otro hombre ha conseguido sobre la base de la violencia (porque es un negocio ilegítimo y porque el hecho de que permanezca así le conviene a muchos) y la pérdida de su propia vida, es “limpiada” a través de los fines que le da la “gente de bien”, que no cuestiona al sistema que produce al narco (siempre tan kitsch, tan “levantado”) y a la inanición en la que sume a la misma clase media. 

Tengo doce años y estoy con mi hermano en la sala de la casa viendo la televisión. Veo a mi papá y a su tío venir con el hombre que ha estado en nuestra casa escondido, retenido –mejor–, desde hace algunos meses –y ahora, entiendo que fue su intento fallido de saltar de “lavaperros” a sicarios–. Todo el tiempo lo hemos tratado como a un huésped lejano, desconocido y mi cerebro no entiende por qué hay dos pistolas apuntándole. Siento que esos dos hombres a quienes he visto toda mi vida son un par de extraños tan asustados como yo y mi hermano, además de malos actores que copian torpemente gestos de las películas de gánster gringas. Mi mente me pone delante la imagen del “muñeco”, esa palabra que usó mi papá para referirse al cuerpo del hombre que vimos tirado, bocabajo, en la entrada del edificio, muy cerca de mi colegio, a pocos días de llegar a la ciudad. “¿Qué le pasó a ese hombre, papá?”.

La guerra beneficia al narcotráfico y al microtráfico. La excusa de la guerra barre con poblaciones enteras y deja el territorio libre, para que pueda circular, cruzar la mercancía más fácilmente. La ilegalidad del negocio hace que los riesgos y la inversión sean mayores, y una forma de “recuperar” esa inversión ha sido el microtráfico, que ha introducido más focos de violencia en las ciudades y, sobre todo, en los barrios marginales y en las pequeñas poblaciones. La violencia en Colombia es una guerra por el control, dominio y explotación del territorio, por parte de unos pocos que expropian a muchos. Esa violencia lo permea todo, incluso este magno lugar. Salpica nuestras respetables investigaciones y nutre nuestros bolsillos cada mes. 

Salgo de la Universidad y allí está él. El carro rojo intenso, el pelo negro, la piel trigueña, los labios entreabiertos y pulposos. Sé la mirada coqueta detrás de ellos. Me pregunta cómo me fue, si me tuve que morder mucho la lengua y los labios, si mis colegas fueron tan obtusos como siempre. Me dice que sí, que va a incluir la memoria de las víctimas del narcotráfico en su nuevo libro. Me muestra su sonrisa oblicua y sé que, en realidad, no va a hacerlo. Mis palabras ofrecidas durante tantas madrugadas se desvanecen. Estoy a punto de bajarme del carro. “Mi reina del sur”, me dice con su voz de bajo, pero ya no entiendo la broma, ya no abro los labios, ya no cierro los ojos. Recuerdo a mi papá en sueños: “Debo sacar de nuevo todos mis papeles. Eso es lo más jarto de haber estado lejos tanto tiempo”. ¿Cuánto tiempo, papá? ¿Cuánto tiempo?

Por Paula Andrea Marín Colorado

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