El Magazín Cultural

No escribir: impresiones de un viaje

Los viajes tienen la dualidad camaleónica de aclarar, así como también la porfiada potestad de obnubilar. Luz y sombra a dos tiempos disímiles. El viaje es tan liberador como peligroso: es muy fácil entrar en él, pero muy embarazoso dejarlo atrás.

Giovanny Jaramillo Rojas
11 de abril de 2019 - 04:04 p. m.
Vista nocturna de una parte de la ciudad de Mar del Plata, en Argentina.  / Cortesía
Vista nocturna de una parte de la ciudad de Mar del Plata, en Argentina. / Cortesía

I.

“Viajando uno está expuesto a hablar idiomas que no sabe”

Macedonio Fernández

Los viajes siempre son una excusa. Para explorar por fuera o por dentro. Sirven como accesorio emocional, desvío espiritual o dispositivo racional. 

De cualquier manera, las idas y venidas que cualquier largo viaje implica, se presentan ante nuestra consciencia como espejismos de lo real, en invariable relación con lo estrictamente imaginario; porque resulta imposible, siempre, y de antemano, no idealizar –o poetizar- los lugares por conocer.

Todo viaje es un regreso. Y un refugio. 

Los viajes tienen la dualidad camaleónica de aclarar, así como también la porfiada potestad de obnubilar. Luz y sombra a dos tiempos disímiles. El viaje es tan liberador como peligroso: es muy fácil entrar en él, pero muy embarazoso dejarlo atrás. Su camino es un límite fronterizo entre las dos hojas de una cuchilla que bien puede proteger y amparar tanto como escindir o escarmentar, sin miramiento alguno.

Salimos un caluroso día de diciembre, con el tiempo encima chapoteándonos con sus guarismos de polvo. No era hora. Era deshora. Por suerte, las compañías ferroviarias por alguna proscrita razón siguen sin conservar esa pulcritud horaria en sus llegadas y salidas. El tren ahí, gravitando, sobre un tiempo viejo, amodorrado, esperaba a los tradicionales pasajeros que siempre llegamos tarde a todo lado. 

Partíamos de la estación Constitución (Buenos Aires) con destino a Mar del Plata. Un viaje que duraría 7 horas. Íbamos, sin más, de ningún sitio llamado ciudad a ninguna parte llamada costa. El objetivo del viaje: intentar rodar una película. Intentar, porque lo que uno hace con el arte es eso: intentarlo. Intentarlo y fracasar. Y después volver a intentarlo, hasta que un día todo revienta, para bien o para mal. 

Mochilas arriba, equipos de filmación y sonido, un guion que sólo decía, en letra fea y corrediza y en varias decenas de hojas: DESCUBRIR. REVELAR. DESCUBRIR. REVELAR. ¿Había una historia? Sí. Nada más. Una historia como cualquier otra en la que el azar es la columna vertebral de todo. Una apuesta argumental y documental, tan efectiva como ficticia, que, sin pies ni cabeza, sí tenía unas buenas y robustas alas. 

Digamos que Caos. Atractiva palabra y verdadero impulso del éxodo. Y del intento cinematográfico. 

No obstante, habíamos acordado que nada de improvisar: observación, intuición y ejecución. Puntos suspensivos. Vamos a dar vida a ese tiempo muerto que son los desplazamientos, dijimos, con muchas dudas y ceños fruncidos, mientras sacábamos cámara y trípode y nos invitábamos al primer plano. ¿Actor? listo ¿cámara? graba ¿sonido? graba… ¡Acción!

***

La primera impresión de Mar del Plata –la mítica ciudad vacacional y veraniega de la mitad de los argentinos- es que la gente habla por todos lados, tanto que al cabo de unas pocas horas, ya preferíamos no preguntar nada, simplemente para evitar aquellos socavones dialógicos en los que al parecer se sumergen los marplatenses. 

Aquella primera noche, River Plate se coronaba campeón de la copa sudamericana superando a Atlético Nacional de Colombia. El centro de la ciudad estaba lleno de banderas blancas y rojas y la bulla parecía más un orfeón que una simple batahola desafinada. Con el paso de un par de horas aparecieron, impecablemente, la ebriedad y la violencia entre una multitud poseída. Nosotros, decidimos seguir la ruta hasta el mar. Era media noche. La salinidad nos topó con un viento directo y rutilante, las dichosas playas se entreabrieron a nuestra observación, inmensas, como metáforas de despoblación: galpones de metro por metro que funcionan en verano como alojamiento de las pululantes masas humanas que hacen del asqueroso hacinamiento sus olvidables vacaciones. 

Encontramos un pizzería, después de conversar con el mozo, el otro mozo, el cajero, el cocinero, el vigilante y un par de comensales, comimos y salimos a caminar por esa bella seda que es la madrugada costera, en silencio y acompañados por la grata incomunicación de un cielo rojizo que sólo era interrumpido paulatinamente cada cinco o diez minutos por una ráfaga de brisa fresca que nos facturaba el silencio profundo de altamar y nos hacía convertir, caminando, en sombras movedizas. 

Al día siguiente fuimos a La Sierra de los Padres, a rodar “algo” ya con nuestro personaje en tierra y terminamos forjando una suerte de homenaje audiovisual a los atardeceres de insondable fosforescencia aceitunada.

 

***

Necochea nos recibe con el típico sol que, sin querer, y muy naturalmente, patrocina a las compañías cerveceras. 

En Necochea reside la comunidad de daneses más grande de la Argentina y su fisionomía urbana –adornada melancólicamente con algunas pocas pero muy visibles banderas de Dinamarca- es sumamente homogénea y la ciudad entera, al igual que el Río Quequén Grande, desemboca en su diáfana costanera que parece haber sido pintada con cal. 

Sus playas son hermosas, amplias y solitarias. El mar es multicromático y con el paso de las horas del día, y muy lentamente, va confiriendo matices infinitos de azules y verdes. El paisaje se metamorfosea tanto que resulta muy difícil saber en qué momento se encuentra o en qué momento se esconde en inflexiones caribeñas, mediterráneas o incluso septentrionales.

Acampamos. Acampamos y rodamos en el parque Miguel Lillo; lugar que de una forma ecléctica logró aunar un bosque -plantado a mediados del siglo XIX- repleto de pinos y eucaliptos no originarios de la región, con la agraciada playa, propiciando así un estentóreo sentimiento de resguardo en un clima seco y sumamente ventoso. A pocos kilómetros de allí descubrimos unas grutas enormes y, a modo de creencia y para no cometer ningún tipo de improperio para con la belleza del lugar, es mejor sólo referir que la arena solidificada que las traza constituye una suerte de grafía natural que se talla y se detalla a sí misma y que perfectamente pudo haber enamorado a Monet o a Renoir. 

Las grutas me trajeron de vuelta y me clavaron en la cabeza aquel verso de Ezra Pound: “No quisiera quedarme / ni salir”, como una declaración a la noche necochense que no llega, pero que trae, sobre el final de la tarde, esa luz fría que llama a la humana inactividad de la contemplación.

II.

“Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos.”

Fernando Pessoa

Cuando estamos viajando y cerramos los ojos las cosas vividas se desordenan adentro y sólo así adquieren sentido.

De Necochea arrancamos para Neuquén gracias a las lamentables sugerencias de un lugareño que nos habló pestes de Bahía Blanca. ¿Tenía razón? Ahora lo dudo. 

Una vez en Neuquén y asumiendo que todas las ciudades son iguales, o por lo menos conservan esa lógica afín a la apatía y a la ramplonería, nos embarcamos para Villa El Chocón, un pequeño complejo urbanístico que sirve como asentamiento a cientos de trabajadores de la represa que lleva el mismo nombre de la Villa y lugar en el que se encontraron, en 1993, los restos del Giganotosaurus carolinii que yacen expuestos al público en el museo Ernesto Bachmann, el cual, por otro lado, cuenta con una amplia selección de sedimentos fósiles de otros reptiles prehistóricos -terrestres y marinos- que fueron encontrados en la zona o concedidos por otros museos paleontológicos: réplicas de huesos, huellas, piedras cretácicas, etc.

Nos hospedamos en un camping a contados metros de la represa cuyo profundo azul contrastaba asombrosamente con el caoba de sus gigantescas formaciones pétreas y el antojadizo verde de sus extendidas praderas. 

Escribir o describir este lugar es un insólito literario: uno necesita renunciar a las letras y en vez de llenar páginas debe atiborrarse de asombro y después resignarse y aceptar la dolorosa distancia que lo separa a uno del sosiego y la satisfacción del lugar, en el que la memoria se pasea de forma errática y voluntariosa inventando los recuerdos de una vida terrenal que parece coincidir plenamente con portentos de consonancias sobrehumanas. Este es mi insólito, algo pomposo, capaz ridículo –en extremo- pero bueno, supe soportarlo.

Proyectil de viaje, de fracaso e imposibilidad:

La escritura  es una actividad inútil, pero necesaria e inevitable. Digo inútil porque está llena de sinsentidos y viciada de incompatibilidades. Juega en contra hasta del escritor. Digo necesaria e inevitable porque guarda los mismos métodos que tiene la droga para hacerse de sus adictos, uno prueba, pica, vuelve y queda ahí, postrado, alucinado, lleno de palabras y de hojas en blanco y de frases y de cosas no escritas, pero con la voluntad de volver a la soledad para oscurecerlo todo y trastornar cada gramo de realidad. En escritura no hay medida que pueda aplicarse al horror de falsear la vida, de vegetar entre el afuera tanto que uno termina por creer que ese afuera es la propia intimidad.

***

Un viaje de 7 horas nos llevó a San Carlos de Bariloche. Una ciudad encantadora erguida al lado del lago y parque Natural Nahuel Huapi. 

A nuestra llegada, escribo en una servilleta de hotel barato: Después de tanto tiempo, vuelvo a ver una montaña, con su todo inseparable. Y la miro escondidito abajo de su sombra y asedio su estampa, desde su adentro, desde mi afuera, y redescubro mi sonrisa y mi memoria. Uno sólo recuerda lo que ha olvidado, el resto es presencia.

Rodamos en la ciudad y en un par de cerros sitiados por picos nevados y lagos inquebrantables. Nos encontramos de frente con el frío. Un frío suculento pero ameno supo recordarnos aquellas heladas madrugadas bogotanas: flemáticas y oscuras y enojosas. Pero extrañamente hermosas. Los bogotanos, me cansé de decirlo a todo aquel o aquella que preguntaba por nuestra procedencia, no estamos en ojotas y musculosas todo el día corriendo detrás de gallinas en una selva a orillas del mar y con una temperatura de 35°. Bogotá mantiene la temperatura de un otoño más bien tranquilo sin el grandísimo detalle de las hojas bailoteando por el aire y tapando el alcantarillado. Bogotá, tal cual como se nos presentó Bariloche en los nueve días que la ocupamos, es una ciudad orgullosamente fría y proteica: en un mismo día puede ser presa de un lacio sol bien andino y certero, seguido de una voluntariosa lluvia capaz de desdibujar todos los pasos.

Uno de esos días nos escapamos a El Bolsón. Lugar donde indudablemente pudo haberse grabado alguna parte substancial de la trilogía de El Señor de los Anillos si Nueva Zelanda no hubiera funcionado. En El Bolsón cualquier par de manos puede encender el alumbrado público o preparar deliciosos postres de frutos rojos o escribir historias de duendes y hadas. 

El Bolsón es un bosque y una montaña, es un pino y un copo de nieve, es agua, también, que lo sumerge a uno en cualquier relato de los hermanos Grimm. Allí, si hay alguna oscuridad, ella se llama nube. Es una tierra sibila, que guarda para sí memorias antiquísimas, surgidas de soles quiméricos y presumidas lunas de queso. Allí todo se transmuta en imaginación y espejismo: imaginación que se esconde y espejismo que se encuentra, imaginación que aparece y espejismo que se va. Alucinación. Ojo, palabra justa. 

Este hermoso valle bañado por el río Quemquemtreu (del mapuche mapudungun que se traduce como “barrancas abruptas” o “río que cuncunea”) deja la sensación de que cualquier indicio de un Dios se resume única y exclusivamente en leyenda natural o, precisamente, en naturaleza misma. Tal vez por eso la ciudad está atestada de hippies, agradables y desagradables. Si uno quiere ir al cielo debe subir al cerro Piltriquitrón. Así de sencillo. Allí el protagonista de nuestra película gritó en un despeñadero que, sin contriciones de ningún tipo, pudo haber presenciado el nacimiento del mundo.

De vuelta en Bariloche lamentamos no probar los chocolates tan recomendados de la región, pero nos desquitamos tímidamente con algunas cervezas artesanales que supieron saciar nuestros mediocres paladares, mientras que el whisky barato Hiram Walker, con un exceso firme y juicioso, supo solventar livianamente la totalidad de nuestras monomanías durante cinco noches consecutivas. Una mañana con 2° de temperatura, un cielo despejado y un lago hecho escarcha salimos para Puerto Montt, Chile. Esa mañana, con el frío acariciándome los huesos, pensé que Bogotá había sido un simple, pero gentil reflejo de lo que realmente es la altura.

El paso fronterizo internacional cardenal Antonio Samoré, elevado sobre los Andes argentinochilenos, estuvo adornado, en abreviados pero robustos tramos de alta montaña, por blancos y gélidos paisajes que no tienen nada que envidiar a Los Pirineos. Una vez llegados a la aduana chilena todo fue un caos.

No entro en detalles de lo que pasó pero sí en el por qué pasó: El prejuicio –justificado o no- contra los colombianos es un tema como para rastrear y llenar varias bibliotecas. Chile es un país próspero, económicamente hablando, y esta es, tal vez, la única razón por la cual se ha llenado de gente de Colombia en los últimos años, de la misma forma como Argentina con su formidable bandera de políticas públicas –en relación a todos los países sudamericanos exceptuando a Uruguay cuyas políticas son ya demasiado sólidas e inclusivas- ha atraído a miles de adolescentes y jóvenes colombianos en busca de educación pública de calidad. En Colombia todo es privado y lo poco público que hay o es de muy difícil acceso -como la educación que puede cubrir, con suerte, al 20% de los colombianos en edad de estudio- o de muy mala disposición administrativa y ejecutiva -como la salud, que francamente arrastra a millones de personas si no es a una muerte acelerada, sí a guerras burocráticas que sólo terminan con la miserable descomposición en vida de los demandantes-.

Ahora bien, son dos migrantes completamente diferentes los que recibe Chile y los que recibe Argentina. Los que van a Chile generalmente son personas de clases sociales históricamente excluidas y vapuleadas por la violencia, que sufriendo un desempleo crónico, desplazamiento forzado o pobreza incondicional, además de la imposibilidad de hacerse de un futuro digno en su país, decide ir en busca del mismo, al lugar más cercano y floreciente donde no pidan visa: Chile. De esta manera, y generalmente, las personas que llegan a Chile salen del país sufriendo un proceso extremo de marginación y van en busca de posibilidades sobre todo económicas que les permitan hacerse cargo de sus propias vidas y, de paso, ayudar a los suyos en la distancia. 

Lo que muchos no saben, o prefieren ignorar, es que para entrar a Chile prácticamente se necesita, o ser blanco y rubio y llegar en avión o tener mucho dinero para declarar en el momento de la llegada, dos características fenotípicas y materiales que no son muy propias de la gente del pacífico colombiano, que es la que estadísticamente más ha migrado al alargado país en los últimos años. Sin embargo, está claro que al igual que en la Argentina, el hecho de que cualquier colombiano entre al país, con las mejores intenciones bien sea a trabajar, estudiar, de turista o lo que sea, no garantiza que algunos otros lleguen a hacer cualquier cantidad de cagadas. 

En fin, estábamos en Chile y, si bien sus agentes fronterizos no nos daban la bienvenida más cálida, sus hermosos horizontes sí que empezaron a abrazarnos con un encanto básicamente inenarrable, girando en torno nuestro como la vida en los ojos de un borracho.

***

 “El viaje no termina jamás. Solo los viajeros terminan. Y también ellos pueden subsistir en memoria, en recuerdo, en narración… El objetivo de un viaje es solo el inicio de otro viaje”

José Saramago

Ya entrados a Chile y cuestionados, afrentados y hasta monitoreados –creo yo- por los pacos –policías chilenos- empezamos el recorrido por el asombroso y alargado país de los poetas, que puede empezar, o terminar, en uno de los desiertos más secos del mundo donde, según el poeta Guillermo Quiñonez, el tiempo está convertido en arena, hasta la Patagonia, que, como colofón  o génesis de esta dichosa tierra, no es otra cosa que una vocación de reserva de vida. Al oriente del país se desentierra el cercado natural de la cordillera de los Andes que corteja austeramente, y de frente, el escarceo perenne del espejo más grande del cielo que tiene la tierra: el Océano Pacífico.

La primera impresión de los nativos, sin ser un secreto para nadie en el mundo hispano, es un célebre acento muy gracioso y a veces ininteligible que contrasta en rapidez y articulación y que incluso, como afirmara Roberto Bolaño, pareciese que fuera la carta de navegación de la complejidad identitaria chilena. 

En Osorno, una bonita ciudad de viga y tablón custodiada por un imponente volcán, se desmembró el grupo por primera vez desde que salimos. Nuestro sonido directo tuvo que salir volando, literalmente, para Colombia. Al cabo de un par de horas después de la despedida, llegamos a Puerto Montt, una ciudad que huele a ciprés, para estar allí unas cuatro horas presenciando la llegada de un gigantesco navío salmonero mientras salía el primer micro para Ancud, una exigua urbe en la isla-provincia de Chiloé donde la lluvia, siendo el pan de cada día, es también una lira de mil cuerdas.

Buscábamos un lugar tranquilo para rodar y después de hacernos de un baratísimo departamento en Ancud para dejar nuestras cosas, decidimos ir a Quemchi, la inusitada ciudad ubicada en la costa nororiental de la isla que vio nacer al reconocido cuentista y novelista chileno Francisco Coloane quien se refirió a su tierra, inequívocamente, como “la comuna de los mil paisajes”. 

El panorama natural de Quemchi es variopinto y su calma armoniza con zonas de montaña, bosques, un escrupuloso y grato puerto pesquero que pone puntos suspensivos a la tierra y hasta partes medio selváticas que se asoman a flirtear con las nieblas de un archipiélago sosegado y embebido de vernácula naturaleza marina. Nuestro cámara, impaciente por tanta quietud, no tuvo más remedio que reconocer la belleza del lugar y, confundiéndose con el paisaje, prácticamente esculpió algunos de los planos más sensitivos del proyecto. Así mismo, la persona encargada de la dirección tuvo que adecuar el argumento de la ficción: ya no estábamos rodando, sino revelando una película que siempre había estado ahí, como esperándonos.

De la región de los lagos fuimos a parar a la región de los ríos. La encantadora y antigua ciudad de Valdivia fue nuestra siguiente parada. Durante muchos años en la época de la colonia, Valdivia fue un enclave trascendental para la afluencia de flotas navales de todo el mundo y era considerada “la llave del mar del sur”, razón por la cual erigieron baluartes de defensa para proteger la ciudad de piratas e invasores. 

Actualmente se conoce como “La perla del sur” y se destaca por una amplia y muy distinguida producción de cerveza artesanal. Valdivia está ubicada entre los ríos Calle-Calle, Valdivia, Cau-Cau y Cruces, posee una gran cantidad de humedales y se encuentra a 15 km del mar en la amurallada bahía de Corral. Uno de los principales referentes históricos es el terremoto de 1960, acaso el más fuerte que ha sacudido al mundo desde que son evaluados (9,5 en la escala de Richter). 

Alquilamos una cabaña cerca del centro y justo al lado de la emblemática costanera Arturo Prat que bordea el río Valdivia y sirve como pista deportiva para centenares de valdivianos que concurren al atardecer a ejercitar cuerpo y vista. Es una ciudad fascinada por la tenacidad de su historia y espléndidamente obsesiva con la conservación de su arquitectura de estirpe alemana, además de una esquizofrénica manía por las esquivas y perfectas simplezas de los paisajes que parecen acuarelas. Un paseo por el río, un paseo a isla teja, un paseo a la costa, caminar por Valdivia y por sus alrededores es, básicamente, un ejercicio de meditación, en el sentido más noble y quimérico de la palabra.

La feria fluvial de Valdivia es un adorno de fina coquetería, cuyo principal aderezo no sólo se abrevia en los pelícanos, gaviotas y lobos marinos que pululan entre el río y los canalillos del mercado (que ofrece toda clase de frutas, verduras, legumbres, pescados y frutos del mar) sino en el lance tradicional que conserva con las usanzas gastronómicas y las artesanías regionales de marcada influencia mapuche. 

El ambiente festivo del comercio habla por sí solo y no permite la sumersión de la romería en compras veloces, sino que, por el contrario, genera la sensación de que estando allí se puede recuperar todo ese tiempo que nunca se tuvo para la espontaneidad. Escribiendo en y sobre Valdivia me vino a la cabeza la idea de que en las ciudades el aburrimiento es la principal corriente literaria y que en otros lugares escribir es, simplemente, un deleite natural que lo lleva a uno a correr el velo de las propias ofuscaciones. Así me hallé, inmerso en el tejido autóctono e histórico de la cultura valdiviana que a su vez me exhortaba a ir en busca de una página en blanco para poder plagiar las delicadas miradas de sus habitantes.

Nos habían ofrecido la posibilidad de hospedarnos algunos días en Lican Ray, un minúsculo pueblo a orillas del lago Calafquén ubicado en la región de la Araucanía. Pues bien, aceptamos la invitación. La casa toda de madera donde nos hospedaríamos dejaba la duda de estar internados en un lugar remoto de Alaska, Noruega o Nueva Zelanda.

Las playas del lago, con su agua fría y cristalina, los circuitos de trekking o senderismo por penínsulas y colinas conforman un cuadro de goce natural de insostenible cuantía, en el cual es imposible no extraviarse a punta de impresiones y recogimientos largos y suspensivos. Sin embargo, hay que decir que estas hermosas tierras sobre las que se levantó Lican Ray, fueron expropiadas a mapuches a mediados del siglo pasado en un proceso corto y radical de colonización para la explotación maderera.

Siguiente destino: Valparaíso. Sin palabras. Creer que uno tiene algo que decir de Valpo es, por supuesto, un acto de vanidad extrema. Sólo me gustaría exponer una verdad, de una vez por todas: Gustav Klimt y Amadeo Modigliani nacieron, pintaron y vivieron secretamente en esta ciudad. Es algo evidente. Sus obras son el reflejo de un lugar así.

Ahora bien, a continuación comparto apartes de la que es acaso la mejor pintura lírica de esta ciudad, compuesta por uno de los hijos más ilustres de Chile: Pablo Neruda:

“Qué disparate eres, qué loco, puerto loco, qué cabeza con cerros, desgreñada, no acabas de peinarte, nunca tuviste tiempo de vestirte, siempre te sorprendió la vida, te despertó la muerte, (…) todo lo transformas en nave, eres la remendada proa de un pequeño, valeroso navío. La tempestad corona con espuma tus cordeles que cantan y la luz del océano hace temblar camisas y banderas en tu vacilación indestructible. Estrella oscura eres de lejos, en la altura de la costa resplandeces y pronto entregas tu escondido fuego, el vaivén de tus sordos callejones, el desenfado de tu movimiento, la claridad de tu marinería”.

Temo que, sin saberlo y de una manera íntegra, nos adherimos a esta oda para robar todas las imágenes y resonancias con las que nos encontramos. Al grupo de trabajo llegaron cuatro personas más provenientes de Colombia y una de Argentina, todas a vacacionar y a tomar vino en cantidades navegables, sí, pero también a hacer lo propio en la película.

***

"Me dediqué a viajar... me dediqué a dormir"

Nicanor Parra

El 31 de diciembre nos agarró en Valpo. A las 00 horas, en punto, un espectáculo de juegos pirotécnicos sobre la inmensa bahía que habría de excluirnos de la realidad inmediata durante los primeros 36 minutos del año. Cientos de miles de formidables explosiones abrillantaban nuestras enceradas pupilas. Las luces nadaban por el cielo invocando toda la atención sin pedir disculpas por el tiempo suspendido. Sus destellos braceaban entre nosotros como luciérnagas errantes en la oscuridad mientras, como saltarinas fumarolas, se confundían con los cerros y el mar.

En la ciudad portuaria, vetusta y maloliente, una caja abierta. A simple vista parecía estar vacía. Reventaba sobre el suelo con alegres combustiones alcohólicas. La dichosa caja llamó mi atención. Fui hasta ella. Adentro, una botella de ordinario chardonnay cuyo preciado líquido podía confundirse fácilmente con cualquier tipo de óxido. Se traslucían unos pocos tragos. Los bebí con calma mientras la multitud inventaba su alegría. Un peso muerto entró en mi cabeza. Seguí la dirección contraria de los borrachos. Por sobre ellos acepté sus miradas animales y arrogantes. Devasté sus ojos rojos y eché a perder los míos. Observé como descendían algunos por las calles húmedas y también cómo otros se encaramaban tenazmente por la irritada espiral de sus letargos indefinibles e irreparables. Me pareció que a esas alturas de la primera mañana del año el espectro de la noche anterior –que era también el del año anterior u otro tiempo remoto- nadie tenía chance de militar en su propia vida, y que si había una opción de algo más digno que errar por el puerto, era trepar ese tímido sol de enero que se asomaba por el muelle civil y batallar con ese viento susurrante que me impedía dar buena categoría a mi juiciosa y agigantada soledad.

La necesaria batalla conservaría la tradición humana de superar el remordimiento original, de aquel célebre silencio –huraño- de los dioses ante la maravillosa y pecaminosa beodez. Se trataba pues de hundir los fantasmas de la vida circunspecta y subsistir entre el nauseabundo y glorioso tufo de los más zarrapastrosos alcoholes. Avanzar o detenerse, era lo mismo. Daba lo mismo. Si avanzaba debía amplificar, en lo posible, los últimos andenes antes del mar para evitar terminar con todo –vida incluida-. Si me detenía, tenía que sortear la inmundicia, manchada y polvorienta y rasguñada, de una bahía puntiaguda atiborrada de enajenados. Seguí. Los barcos descansaban. Flotaban sobre la sal con las velas extendidas. Y la gente rara no dormía, sólo levitaba sobre el tiempo con los ojos bien abiertos. 

Todos los oleajes arrastran sin rumbo y todas las botellas también –pensé-. He ahí la turbulencia de una magia y la fuerza de la convicción que tiene el aire después de la tormenta. Mi tormenta siguió. Intenté imaginar un aire para después. Un aire para mi artificiosa pesadumbre. Fracasé. Arrastraba conmigo la venturosa botella de chardonnay. La rompí violentamente en la acera de lo que me servía como morada. La casera, desde la ventana, me puteó en un español chileno que no entendí. Le sonreí cáusticamente. Entré con dificultad  a esa oscuridad insoportable. En lo hondo de la sala y en el fondo del espejo advertí mi trocada figura y mis ojos desorbitados y no pude gritar. Y no era locura. No. Corrí al patio persiguiendo un extraño instinto de conservación y me sentí otro fútil trapo colgado en la ciudad de los trapos. Me creí garabateado como cualquier muro del cerro Alegre o del Concepción y engatusado por las enredaderas de los postes con sus zapatillas colgantes y vigilantes como satélites, que me seducían con su recortada y movediza sombra. 

Cerré mis ojos pensando en Don Nica -en lo cerca o lo lejos que podría estar de mí- y lo imaginé como una paloma fugitiva “que se burla de todo / más ridícula que una escopeta / o que una rosa llena de piojos”. Un día así tuviste que haber expectorado el antipoema Yo soy el individuo porque en Valparaíso nadie sabe qué tiene adentro y menos a esa altura del año, ¿cierto Don Nica?

Buscando locaciones para seguir con nuestro rodaje nos dirigimos a la ciudad de Viña del Mar, aquel enclave urbano que a principios del siglo XX -en la intersección de la calle Viana con Traslaviña- viera nacer a una de las poetizas más grandes de todos los tiempos, así como también una de las más olvidadas: Teresa Wilms Montt. Aquella femme fatal que encantó, con la sensibilidad de su verbo, a Vicente Huidobro y a Ramón del Valle Inclán. Esta mujer infringió los códigos sociales de su tiempo haciéndose acreedora del nebuloso título de maldita, gracias a versos tan desgarradores como “Mi alma es una huérfana loca que anda de tumba en tumba, buscando el amor de los muertos” o “Mis manos pordioseras de caricias tratan de arrancar de tu ataúd una ternura”. Teresa se suicidó en París, íngrima, un 24 de diciembre, y sus restos, como si se tratara de una apología o suerte de justicia, descansan a pocos metros y en diferentes direcciones de los de Oscar Wilde, Edith Piaf, Moliére y Balzac en el cementerio Père-Lachaise.

Ahora bien, Viña del Mar es una ciudad plástica y odiosa. La condenada es bonita a su manera pero terriblemente vanidosa. Sus fachadas de hoteles, casinos, restaurantes, departamentos y bulevares, lujosos hasta el hastío, complementan su geografía humana corrientemente moldeada por la exuberancia. Excepto por sus larguísimas y admirables playas, además de la ubicación de privilegio que tiene con respecto a Valpo a la hora del atardecer, Viña parece una ciudad cruelmente desesperada por parecerse a Miami, Punta del Este o San Tropez. 

Como si fuera un barrio más de Viña, surge, independiente, la ciudad de Concón, que es, sin más, una perla gastronómica, rodeada de indescriptibles santuarios naturales como las fastuosas dunas que, en pocos kilómetros cuadrados, te confinan en un desierto, apenas escoltado por el mar. También coexiste allí, como disperso en su abundante biodiversidad, el humedal del río Aconcagua, y la parte más bella de la costa del gran Valparaíso. Nuestro largometraje alcanzó allí un punto de insuperable cuantía estética, puesto que la sincronía entre la narrativa presupuestada y el paisaje descubierto, entretejió las imágenes en un lienzo cuya composición intensifica la itinerancia y la soledad del film. Una vez más, si cobraran por filmar, muy seguramente todo el equipo se habría quedado empeñado allí, esta vida y la otra, multiplicando por mil cada segundo rodado.

Después de treinta días deambulando por Valaparaíso y sus alrededores y dejando en la ciudad a la amistad que desde Buenos Aires nos llevara a conocer el puerto loco, agarramos un colectivo que nos llevaría en un cortísimo y sigiloso viaje a Santiago. Después del arribo, el síntoma ciudad: la turbada anarquía del metro, la gente ensimismada, la publicidad del aislamiento, el desplazamiento de la vida muerta en hora pico y el placer disminuido de un calor ultra seco. Aún no éramos conscientes de estar en donde estábamos, hasta que el más radical de nuestro equipo gritó: ¡Por fin Chile! Y bueno, si bien llevábamos casi dos meses recorriendo y deleitándonos con medio país, y el comentario resultaba salido de todos los tonos, reflejaba la insensibilidad indudable de un panorama auxiliado por un rapidísimo ascenso económico, que dejó al descubierto el imponente y desigual despliegue del centralismo –en todas sus ramificaciones- de este país. 

Santiago de Chile, una urbe que por todos lados balbucea la energía brutal y burbujeante de su primer mundo contrastado con lo refractario del segundo y desembocado en el inacabable charco que es el tercero.

Esta ciudad en todo maravilla y en todo decepciona. 

Nos hospedamos en el barrio San Miguel, en la casa de unos amigos que habíamos hecho en Valparaíso tutelados por afinidades electivas. Santiago empieza y termina en cada esquina. Pero es perpetua. Está buena para derrocharse, mintiendo, fallando, aceptando, cayendo, volviendo a empezar. El pisco en Santiago es risa y su tufo hiede a caos y a soberanía. Santiago es una ciudad retórica que sepulta y escribe todo el tiempo con cariño e ironía. Es alejada, sufrida y solitaria. Inteligible. Santiago es un monumento al no fracaso, a la no pérdida y al inicio constante. Es un estadio repleto de encrucijadas donde las palabras se hacen polvo y la existencia es un simple, pero orgulloso, cascajo de patrimonios. 

Santiago es una dosis residual de límites relativos al vacío que siempre se está abandonando mientras alborota los ojos de sus habitantes hacia el mar plateado de la cordillera. Santiago es un rastro de sombra en el suelo y una luz en los ojos del que la mira. Es una ciudad para olvidarse de uno mismo y prohibirse más vidas que la propia. La noche allí tiene un solo nombre que no permite la palabra Yo. Es moderna, con sus ruidos molestos y sus ruidos amados. 

Santiago te da el placer de ser una mancha distante y hermosa. Te deja vivir haciéndote olvidar lo que has vivido. Su humo, su smog, no mata, acompaña, acaricia fatalmente. Santiago es propia de quien la habita, es una habitación remota, en un hotel vistoso, donde todos quieren dormir a media luz. Yo prefiero las ciudades que dicen que no, o incluso, a veces, prefiero las que no saben lo que dicen. Yo distinguí a Santiago por su nombre y su rudeza masculina y su esencia y su maniobra femenina. Santiago nos tomó por asalto y no se dejó filmar. Si vuelvo, como dice el último ke zierre, me quiero perder…

***

"Tantas noches y tan pocas..."

Miguel Grinberg

Desde Santiago cruzamos los Andes hasta Mendoza en un folclórico microbús que iba repleto, en todos los sentidos posibles, de gentes, valijas y mercaderías. Las sillas más parecidas a colectivo de ciudad que a expreso internacional no podían ser menos amables con nuestras espaldas. Por suerte la parada migratoria en el paso internacional Los Libertadores nos permitió tomar algo de aire además de menguar la viajante incomodidad. 

Un escrupuloso amanecer mendocino nos recibió oprimidos por la lasitud. La cordillera señorial se abrió paso en la madrugada bordeándose a sí misma con los frescos pincelazos del sol tempranero.  Primera operación: encontrar la manera de ajustarse al mejor cambio posible de dinero. Argentina y sus trances financieros nos guiñaron el ojo de ese huracán que la mantiene agitada todo el tiempo. Segunda operación: buscar un hostal barato y decente para librarnos del cansancio. 

Al día siguiente nos iríamos de la ciudad a un lugar que -sin saberlo- nos permitiría confeccionar lúdicas formas imaginarias para combatir los soberbios contenidos irreales que posee la realidad. En la ciudad de Mendoza, como en cualquier otra ciudad del globo, el paisaje siempre es la mirada inconclusa de los otros. Por eso huimos.

Llegamos al municipio de San Rafael, ubicado muy cerca del Valle Grande (zona gentil que da a luz algunas de las vides y olivas más reputadas del planeta y responsable de la subsiguiente producción de los vinos argentinos más codiciados en el mundo) y el Cañón del Atuel (accidente geográfico único en Sudamérica muy parecido al Cañón del Colorado). Allí un río -llamado igual que el Cañón- funciona como potencial afluente del imponente embalse El Nihuil. San Rafael es una modesta ciudad de 110.000 habitantes que antaño sirvió de asentamiento a migrantes franceses que con el paso del tiempo se fueron desplazando hacia Mendoza y Chile gracias al crecimiento de la actividad turística de esta región binacional. Fue para mí una grata sorpresa encontrarme, justo al lado de un quiosco cualquiera, con la casa donde por allá en las postrimerías del año de 1929 nació el gran pintor e ilustrador argentino Enrique Sobisch.

Al término de un par de horas estaríamos encaminándonos por el Valle Grande hacia el profundo Cañón, en donde haríamos camping. Una vez instalados empezamos a experimentar una suerte de encantamiento que provenía de un pomposo cielo que, mezclándose con los picos rojizos de las montañas, fundaban un vergel inenarrable. Por las noches un techo plagado de estrellas nos servía como coartada para transportarnos a alguno de los tantos infinitos disponibles. El silencio, en el Cañón del Atuel, es tan constante, narcótico y deliberado como en el cine mudo y logra mutarse en paradójica sinfonía. Nuestra cámara percibió más de lo que nosotros pudimos reparar y, sus imágenes, tuvieron la libertad de concertar una voz propia que de seguro nos borrará del mapa de la producción.

De vuelta a Mendoza despedimos a los dos últimos colegas del equipo técnico y nos embarcamos hacia Córdoba en un viaje nocturno en el que nuestras fábulas de tiempo y espacio se dilataron hasta la hipocondría: resulta increíble la capacidad y contundencia que tienen las rutas para enviarlo a uno al pasado.

En Córdoba nos recibió un amigo en su departamento. De su mano conocimos la ciudad siempre de noche tal como si no la hubiera presentado la atormentada pluma del mismísimo Jorge Barón Biza. Ahora me doy cuenta que fue más lo que la sobreviví que lo que la recorrí. En esta trashumancia noctívaga nos topamos asiduamente con disímiles amaneceres que a su vez nos revelaron una urbe cuya luz aparecía sólo para despedirnos. Algunos días los utilizamos para ir a la sierra. Visitamos Altagracia y Villa General Belgrano. Con alegre dipsomanía recorrimos sus perfectas calles pseudoalemanas y nos bañamos en sus ríos y en sus lagunas. Las sierras cordobesas guardan en sus entrañas una alquimia que te enclaustra en la serenidad y libertad de sus paisajes. No me cansaría de nacer allí, donde por la noche los ojos reposan sobre el mismo lugar sobre el cual el día los dejó.

Una noche lluviosa abandonamos Córdoba en dirección a Buenos Aires. En la mitad del recorrido nos sorprendió una tormenta que nos hizo sufrir la solitaria e inacabable humedad del pavimento mostrándonos el camino de vuelta a casa. 7am. 9 de Julio y Avenida de Mayo. Mis ojos son mil ventanas ciegas. 

Buenos Aires, la furibunda, nos dio la bienvenida abrumándonos con su indestructible vanidad. ¿Y cómo hacer para escribir lo imposible? Sentí que me decía adiós a mí mismo, mientras veía las apremiadas maniobras de los taxis ebrios de caos y realidad absoluta. Subimos por Avenida de Mayo hasta San José para caminar seis cuadras eternas. Se me había olvidado imitar la sombra de todos los nadie que habitan esta ciudad que siempre será un buen puerto para llegar pero nunca para irse. En Buenos Aires todo el mundo toma un sitio en la luz para hacer más grande su sombra y extenderse a sí mismo. Vamos disparados por una calle viendo nuestras suertes en los ojos de la turba que penetramos. 

Una vez llegados a casa pensé a Buenos Aires como una ciudad en la que muchas gotas de muchas lluvias bien escondidas se desplazan por sus calles buscando el mismo desorbitado y afanoso mar.

Después de tres largos meses de viaje entramos en una abrupta etapa de posproducción humana y, por supuesto, audiovisual. Desde aquel medio día decembrino en el que me subí a un tren con destino a Mar del Plata estaba convencido de que hacía cine para poder grabar lo que no podía –ni sabía- escribir. Por suerte, y al cabo de los primeros minutos de huida, tuve el antojo de garabatear las mismas palabras que iniciaron esta historia que ahora descubre su punto final: Los viajes siempre son una excusa.  Para explorar por dentro o por fuera…

    

Por Giovanny Jaramillo Rojas

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