El Magazín Cultural

No interrogues sino con la mirada (Cuentos de sábado en la tarde)

De las muchas cosas que aprendemos desde la infancia, hay una que es como un consejo que nunca se da a los hombres, y que luego se convierte en ley para las mujeres.

Natalia Barriga
18 de enero de 2020 - 09:36 p. m.
Cortesía
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Quizá “ley” no sea la palabra adecuada, se trata de un arma, un resguardo, una protección, un escudo vital, una espada: el silencio. 

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Como todas nosotras, una amiga, a la que llamaremos Ana, sabe bien de qué se trata. Estábamos en un bar haciendo cosas de mujeres, coincidimos en que desde niñas se nos pide que no hablemos cuando hay visita en casa, o que pidamos permiso a papá, o que no le hablemos porque corremos el riesgo de que se incomode; cuando somos menos niñas el asunto cambia, pero no mucho: ahora se nos dice que el lenguaje es siempre excesivo en nosotras, hablamos mucho, nos quejamos de más, sentimos en demasía, cosas todas que deberíamos regular con un poco de silencio. Fue entonces cuando Ana comenzó a recordar y a contarme su primera lección sobre el silencio. No tenía más de once años, era domingo y como de costumbre, era día de visitar a los abuelos y de no utilizar falda. Sus abuelos tenían cerca de setenta años, se habían casado cuando tenían veinte y todavía estaban juntos. Cuando la familia llegaba de visita se reunían todos en la mesa del comedor. El puesto de la cabecera era para el hombre de la casa: el abuelo siempre se sentaba un rato a contar sus últimas hazañas y a dar consejos a sus nietas sobre cómo deberían estar sentadas o vestidas y de lo que deberían estar haciendo con sus vidas de niñas. Él había tenido cuatro hermanas y había sido el único hijo varón, el primogénito encargado de ayudar a su padre a dar un buen rumbo a tantas mujeres juntas. Cuando sus hermanas crecieron, él siguió buscando mujeres a quienes educar, una de ellas fue Marina, quien se convirtió en su esposa y luego en madre y abuela. Sin importar su avanzada edad, el abuelo seguía dando lecciones a Marina, a sus hijas, que bastante grandes estaban ya, y casi a cualquier mujer que se encontrara en el camino, porque creía, como tantos hombres, que todas necesitamos ayuda. 

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Ese domingo, reunidos todos en la mesa del comedor, sucedió algo que muchas otras veces los miembros de la familia, incluida Ana, habían presenciado y aceptado como una cosa común, sin embargo, para ella y su hermana, ese domingo fue una revelación. El abuelo empezó a contar una historia sobre una vecina que conocían, nadie sabía si era cierta la versión que contaba, al parecer tenían razones para dudar, pero seguían escuchando. Ya había comenzado a desprestigiarla cuando su esposa lo interrumpió secamente y le pidió que parara, que no hablara mal de ella, y que sin importar si era cierto, no tenía por qué importarles aquella historia que seguramente iba terminar enfocada en él y su honorabilidad. Hubo silencio. Los demás se quedaron expectantes ante la respuesta del hombre de la casa, que de inmediato se levantó de su silla y empuñó las manos sobre la mesa y gritándole le dijo que se callara, que no entendía por qué se metía en una conversación y mucho menos, por qué lo interrumpía. Mientras hablaba su rostro se iba tornando rosado y sus grandes ojos miraban con furia, la fulminaban, como recriminándole si acaso en tantos años no había aprendido nada. Le preguntó –sin esperar respuesta- por qué no estaba en la cocina haciendo algún postre para sus nietos y organizando la loza o lo que hubiera por lavar. Ana se asustó mucho, su abuelo se veía muy enojado, tenía la cara tan roja como la de su padre cuando le iba a pegar, así que pensó que golpearía a Marina en frente de ellos. Marina siguió sentada guardando silencio, como toda mujer sabia. Los demás familiares no dijeron nada, nadie se quejó ni opinó. Esperaron a que el hombre de la casa hiciera algo o a que ella se fuera para la cocina, lo que pasara primero. El silencio se rompió cuando la abuela comenzó a declamar con templanza la primera estrofa de un poema, que en ese momento creyeron refrán: No digas nada, no preguntes nada./ Cuando quieras hablar, quédate mudo:/ que un silencio sin fin sea tu escudo/ y al mismo tiempo tu perfecta espada.

El abuelo lanzó una carcajada estruendosa que a ninguno le pareció natural, la respuesta de su esposa lo había salvado. Así como en tantos años, no hubo condenas ni reproches, pero supo que era el momento de ausentarse, entonces dio media vuelta, no sin antes dar un comentario alusivo a la sabiduría de esa mujer vieja que durante tantos años había tenido tan buenas respuestas para todo y que por eso quería tanto. Marina siguió inmóvil y callada en su lugar, los demás -en especial mi amiga y su hermana-, se quedaron repitiendo las palabras de su abuela, como si fueran una especie de mantra que deberían guardar para siempre, en el lugar donde se guardan las herramientas preciadas para afrontar la vida. Repitieron el refrán tantas veces que cuando se levantaron de la mesa, las dos niñas, que en ese momento habían echado un vistazo al futuro que probablemente les esperaba, ya se lo habían aprendido. No duraron más de media hora repasando una lección eterna: ese día aprendieron a callar, aprendieron una herramienta de supervivencia.

Vinieron muchos más días acompañados del refrán. Se volvió costumbre que cuando Ana o su hermana estaban en situaciones incómodas, violentas, injustas, o que las afectaba de algún modo, la mejor respuesta era un largo silencio –como rememorando el de su abuela maestra- y después, la tan querida frase que decía servir de escudo y de espada. Con el paso de las experiencias y de los años, mi amiga descubrió que su abuela no había revelado todas sus armas, pues se necesitaba algo más que el silencio para tener una vida aparentemente tranquila, como la que parecía tener Marina. Ella lo hace ver sencillo: “uno en la vida, mija, debe aguantar y aguantar”, para las mujeres el estoicismo es ley. Las definiciones dicen que es estar fuerte, sereno, ecuánime ante la desgracia, adversidad y dolor. Es un término muy antiguo que viene de los griegos, pero Ana insiste en creer que se lo inventó una mujer o muchas juntas, cuando comenzaron a hablar de sus desgracias. Dice que en la historia –y aquí coincido con ella- las mujeres han sobrevivido gracias a su aguante, y que ahora a eso le llamamos berraquera con b. Dice también que el estoicismo pretende alcanzar un bien mayor: la felicidad, pero ella no cree en eso, no cree que Marina sea feliz y que ella tampoco lo es, pero que tal vez sigan vivas gracias a eso. Todo se resume en silencio y aguante. Soportar y nada más. 

Nota: el poema es de Francisco Luis Bernárdez y la segunda estrofa dice: No llames si la puerta está cerrada,/ no llores si el dolor es más agudo,/ no cantes si el camino es menos rudo, /no interrogues sino con la mirada.

Por Natalia Barriga

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