El Magazín Cultural

Nos vamos para volver (Ibagué)

Desde que emprendí el viaje por Latinoamérica en noviembre de 2015, tuve como destino a Ibagué. Después de conocer a mis amigos ibaguereños en Buenos Aires y de verlos partir, entendí que Colombia sería la casa en donde nos reencontraríamos. Viajé por Chile, Bolivia, Perú y Ecuador sin conocer a nadie y supe hacerme de compañeros en el camino; pero llegar a Ibagué y reencontrarme con los amigos fue llegar a casa.

Cynthia Lucía Vargas Caparroz
30 de octubre de 2018 - 10:20 p. m.
Imagen de una de las salas de conciertos del Conservatorio de Ibagué, la ciudad musical de Colombia, como se le conoce.   / Cortesía
Imagen de una de las salas de conciertos del Conservatorio de Ibagué, la ciudad musical de Colombia, como se le conoce. / Cortesía

 

“Sé bien que la vida es “duración y movilidad” (…): el local será desmontado

para recomponerse en edificio nuevo, nosotros mismos, con el tiempo, nos 

recompondremos en nuevas especies, y el hecho de que no tengamos consistencia

física de la permanencia en la transformación no impide su alegre desarrollo”. 

Carlos Drummond de Andrade

 

I

Nuestro tiempo no es el tiempo de las cosas. No pude entender esto hasta que decidí salir de mi casa. Porque mientras el tiempo de las cosas avanzaba implacable, inclemente: el trabajo, los proyectos, la vida con el otro; mi propio tiempo pedía una pausa que llegó en ese movimiento de un año y medio. Subir desde Buenos Aires hasta Ibagué fue encontrar el verdadero sentido del peregrinaje. 

Llegué a la ciudad de Ibagué sin conocerla ni siquiera en fotos. Quise que todo me sorprendiera, así como lo había hecho el resto del camino. Que haya sido fundada en 1.550 la convierte en una de las ciudades más antiguas de América. Pienso que tal vez el olor de su memoria venga del dulzor que sueltan las flores de los ocobos, o tal vez de ese aire fresco que baja despacito desde el Cañón del Combeima. 

Cuando me preguntan qué ciudad me gustó más de todo este viaje, respondo que Ibagué. La razón es simple: la belleza de los lugares está en las personas que los habitan. Yo esperaba el reencuentro en Colombia con la misma añoranza con la que ahora pienso el reencuentro en Buenos Aires. Y es que la idea de partir solo encuentra fundamento en el volver. Pude entenderlo gracias a las palabras de otros viajeros incansables, como las de Diana Bellessi que una vez me escribió diciendo: “ya no sé cómo es partir, porque sólo me gusta volver, creo que parto sólo para volver, por esa alegría, a casa, a casa… dicen mis piecitos como los de un perro volviendo a su rancho o los de un caballo a su potrero… He viajado y aún viajo tanto, la maravilla de una carretera al mediodía sólo se sostiene en la maravilla de volver a casa, aunque no sepamos que significa volver o adonde volvemos… ¿No lo sentís así?”.

Su pregunta me quedó dando vueltas en la cabeza durante meses, hasta que llegué a Ibagué luego de tanto moverme y pude sentir la belleza sostenida del volver a casa. En realidad, nunca supe por qué tuve esa sensación de volver si estaba en un lugar nuevo, pero tampoco busqué responderme nada. Pasaron más de dos años de eso y hoy puedo decir que, en cada nuevo regreso a esas carreteras al mediodía, hay un reencuentro con el hogar. 

II

Que Ibagué sea el verdadero hogar para muchos de los que viven ahí, aún sin ser oriundos, me hace pensar en los límites reales de esta ciudad. Los habitantes establecen una comunicación con el espacio que va más allá de sus dimensiones: la expanden hasta llegar a las fincas en las villas o hasta la montaña. Alfonso, uno de esos amigos-destino acá en Colombia, me llevará hasta su infancia hablándome de su finca en las afueras: “En una época íbamos dos, tres y hasta cuatro veces por semana. Mi papá nos ponía a recoger guayabas, mandarinas y hasta papayas. Luego, mi mamá hacía las mermeladas”. 

Mientras tanto, Carina, hallazgo del camino, me hablará de su lugar en la montaña: “es la imagen con la que asocio a Ibagué (…). Es una ciudad bipolar, un día amanece radiante y soleada y al cabo de unas horas el cielo está cubierto de nubes grises. Siento que eso mismo sucede conmigo, un día me levanto sonriendo y luego digo que este lugar no es apto para vivir”. Y es que Ibagué tiene eso en su cielo, lleva el peso de lo que se transforma.

Así como la gente que fue llegando de a poco y pudo sentir cómo se apropiaba de la ciudad, llegamos todos para encontrarnos despacito y hacer que nuestros distintos lugares de origen confluyan.

Carina es poeta y nació en Mariquita. Me cuenta que llegó a Ibagué a sus 17 años y agrega: “llegué sin un peso en los bolsillos, con tres o cuatro mudas de ropa y además de eso muy triste porque mi papá no quiso colaborarme en nada cuando partí… ¿De dónde es uno cuando parte y de dónde cuando permanece?”. Pienso en la Patagonia, pienso después en Buenos Aires, recuerdo mis 18 años y mi partida rumbo a la gran ciudad. Escuchándola, quisiera preguntarle… ¿De dónde dejamos de ser si nos vamos y de dónde somos cuando elegimos quedarnos? ¿Cuál es el peso de permanecer?

Ibagué es la capital del departamento del Tolima a la que llegan muchos estudiantes cada año, dejando sus pueblos o veredas atrás para comenzar a estudiar. Además de la Universidad del Tolima, está el famoso Conservatorio, que lleva en pie más de cien años. Ibagué es denominada como la capital musical de Colombia y eso puede reafirmarse al entrar en este edificio centenario: además de las distintas melodías que se escuchan al caminar por los pasillos, se puede sentir el espíritu de las muchas voces que confluyen. Los escucho y pienso si acaso aquellas voces son las que traen de casa o las que están empezando a construir en ellos mismos. 

III

La construcción del hogar no es un acto pacífico y armónico. El espacio de conflicto puede sobredimensionarse desde las encrucijadas más pequeñas. Carina me dirá: “Cuando llegué a Ibagué pensaba que era la ciudad más grande de todas. De hecho, era así porque yo no había viajado mucho a otros lugares. Fue una mierda, no sabía cómo funcionaba el transporte ni dónde quedaban los lugares. Así que lo primero que pensé acerca de Ibagué es que era una ciudad de soledades. Luego conseguí algunos amigos y pensé que Ibagué era una ciudad amable.”

Y así como para algunas personas la ciudad se convierte en un enigma, para otros se reduce a una simple ecuación. Bruno, nuevo amigo ibaguereño, me dirá: “Ibagué no es la ciudad donde nací, pero es donde he vivido toda mi vida. Siempre me ha gustado la geografía que tiene: crece desde el centro hacia los demás barrios en forma de “Y”. Puede que sea una ciudad, pero sigue manteniendo las características de un pueblo. Ibagué es donde están las caras conocidas, aunque uno no sepa los nombres”. 

Es interesante pensar las ciudades desde los momentos en que las habitamos: la significación del espacio se encauza al diálogo interno, buscamos nuestra identidad desde la perspectiva que le damos a lo que renovamos y a lo que conservamos. La ciudad de Ibagué ha cambiado mucho a lo largo de todos estos años y su transformación se ampara en la tensión entre la continuidad y el cambio, dos constantes en la existencia de una ciudad. Bruno lo reconocerá en él al decirme: “Así como cambio yo, también cambia la ciudad”. Desde el último registro en 2015, Ibagué cuenta con más de 500.000 habitantes. Personas que construyen y reconstruyen este fluir constante de la disputa entre sus historias, sus asentamientos en tierras ajenas, desde sus infancias y sus recuerdos. Personas que hacen y son memoria. 

IV

Y si hablamos de memoria, no podemos dejar por fuera a los dos grandes monumentos al olvido en Ibagué. Uno de ellos es el Panóptico y el otro es el Parque Deportivo de la calle 42. Recuerdo que cada vez que subía a mi casa en Belén, uno de los primeros barrios de Ibagué, pasaba por el Panóptico. La construcción es grandiosa, tiene el aire de las cosas que luchan por resistir. Además del Conservatorio, esta es otra de las construcciones que cuenta con más de 100 años de existencia y representa la arquitectura carcelaria del siglo XIX.

Dicen que pronto será un museo, un espacio “referente de cultura, libertad y vida”. Sin embargo, hace tiempo que el lugar sigue siendo un gran elefante blanco en medio del centro de la ciudad. Alfonso me dirá: “Es un monumento a la corrupción. Uno pasaba por ahí de chiquito y pensaba: ¡La cárcel, qué miedo! … Después, se empezó a ver el abandono. Uno veía grafittis que decían “Aquí están sus impuestos” …un poco comparable al despilfarro de los juegos nacionales”. 

Los juegos nacionales iban a celebrarse en 2015 en esa Unidad Deportiva que nunca llegó a edificarse del todo. Ese es el otro elefante blanco que no permite desatender la memoria de los errores. La gente que pasa por fuera del lugar no olvida el escándalo: Ibagué había sido elegida como la sede de celebración de los juegos nacionales, todo se había anunciado con mucho entusiasmo y la gente esperaba con ansias; sin embargo, el tiempo pasaba y las construcciones no avanzaban. “Para cuando se destapó el escándalo, ya era muy tarde. Parte del dinero fue mal gastada y otra parte fue robada. Aunque el alcalde fue procesado, muchos responsables quedaron por fuera”. Los vecinos no se olvidan porque saben que el acto de habitar es humanizar el espacio: ellos están presentes en sus casas que conviven entre las ruinas de los no lugares.

Todo confluye en lo mismo: así como las carreras se entrecruzan con las calles, los lugares que hacen a las ciudades son la expresión de esa necesidad del deseo de unidad. Alfonso me dirá: “Y ahí están, tratando de darles vida otra vez”. Necesitamos resignificar las ruinas. Será cuestión de esperar esa transición, en donde lo que aún es potencia puede ser objeto de reflexión. La ciudad también es eso, una constante reconstrucción sobre los restos de un pasado. 

V

 

Ni bien llegué a la ciudad, estuve viviendo unos días en la casa de Alfonso. El apartamento tiene un balcón que da a la plaza Murillo Toro, en pleno centro. Cada vez que llego a su casa, me siento en la banqueta de su mamá y miro a la gente pasar. Una de las cosas más bellas que se pueden contemplar desde ahí es el vuelo circular de las palomas al escuchar un ruido fuerte. Van y vienen en una secuencia que rodea la plaza, es como si, por un momento, esos pájaros se adueñaran del cielo, del aire, y lo envolvieran en el movimiento de libertad desmesurada. 

La mamá de Alfonso suele dejar el ventanal abierto para que los pajaritos pequeños entren a la casa. Pone un platito con alpiste muy cerca, para que la comida nunca falte. Cuando hablamos con Alfonso sobre el tiempo en la finca, me contó de esas jaulas que su mamá dejaba siempre abiertas. Son como las puertas de la casa para el peregrino. Una de las imágenes más bellas que tengo de Ibagué es la de esos pajaritos caminando por el suelo de la casa, cantando como si saludaran o pidieran permiso, y yéndose después de comer, sin apuro, sabiendo que pueden volver.

Carina me dirá: “Ibagué es llegada y quiero que se vuelva partida. Aunque vivo bien acá espero partir y luego volver: volver para todo, para comprobar que las cosas son mejores o peores, para ver a la gente que siempre veo e ir a la montaña que tanto me gusta. Ya ni siquiera hablo de mi pueblo, debe ser que Ibagué pasó a suplantar mi lugar de nacimiento.”

Así como lo que tenemos que aprender se modifica en la medida que vamos avanzando, cambiaremos la percepción de las cosas y de los lugares. Salir para luego volver no es otra forma que entender que la memoria siempre será nuestra casa, para eso sirve recordar. Volver es sentir que no olvidamos, encontrarnos en lo que fuimos para entender lo que somos, como esa circularidad que dibujan los pájaros en el vuelo ascendente.  

Y cuando le pido que me hable de Mariquita, me dice: “Aquí volví a nacer y crezco de a poco. De Mariquita apenas me queda la idea de lo que fue en mi infancia y eso ahora, en la actualidad, ya no existe. Ibagué significa un florecimiento, como el de los ocobos, cada tanto, y luego una muerte temporal como la de las hojas que caen y caen y no paran de caer. Es mi casa por ahora, quien sabe qué lugar odiaré luego, quien sabe qué lugar amaré. Tal vez parta y confirme que Ibagué es el mejor sitio para mí o no quiera regresar como me pasó con Mariquita. Tal vez nunca parta.”

Tal vez nunca terminamos de partir, tal vez nunca terminamos de llegar. Puede ser que nuestro lugar en el mundo se equipare a esos objetos que se compran una sola vez para que queden en la familia por siempre, esas cosas que pierden la temporalidad en la medida que se heredan, sigan cumpliendo su función o pasen a ser solamente reliquias. Nuestra presencia es tan endeble que valdría la pena preguntarnos si realmente estamos donde estamos o donde nos convocan. Las fronteras se desdibujan cuando pretendemos definir lo que no conocemos. 

***

Dedico esta crónica a mis hermanos ibaguereños, quienes me enseñaron que el caos de un viaje sin fecha de retorno puede entrañar un pequeño orden aún sin comprenderlo. 

Por Cynthia Lucía Vargas Caparroz

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