El Magazín Cultural

Notas de un viaje al extremo norte de América del Sur

Iba en la parte trasera de un jeep viejo, sentada en una banca y agarrada fuerte a los tubos del techo que sostenían la carpa. Era, junto con el conductor y el guía sentados en cabina, la única colombiana, iba con mi compañero de viaje brasileño y en el vehículo encontramos unas chicas argentinas, entre muchos holandeses, canadienses, franceses, muchos franceses.

Ana Camila García
31 de octubre de 2018 - 05:47 p. m.
Cortesía
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El viento batía fuerte, cargado del polvo que dejaban atrás las burbujas cuatro por cuatro y las motos, que pasan en ráfagas veloces sobre esa arena reseca del desierto, donde según dicen, hace años no se ve caer agua del cielo. El automóvil deja atrás el Cabo de la Vela a las 6 de la mañana para dirigirnos a Punta Gallinas, Alta Guajira, hacia la península más septentrional de América del Sur, aquel territorio colombiano que la tierra le ganó al Mar Caribe. Tierra de reserva indígena Wuayú, que ostenta ser, junto a la región del litoral Pacífico del país, la región más empobrecida de Colombia. Según datos del ministerio de salud, las necesidades básicas insatisfechas alcanzan allí la indignante cifra del 96% en el Municipio de Uribia.

Cogimos el jeep bajo un sol abrasante en el sector conocido como Cuatro Esquinas, la intersección entre la Troncal del Caribe, que conecta Maicao con Riohacha, y la carretera perpendicular, que conecta El Cerrejón con El Cabo de la Vela y Puerto Bolívar. El territorio que recorremos hacia el extremo norte está poblado de fronteras invisibles, los avisos de la carretera anuncian en wayunaiki, lengua de la familia Arwak usada por los wayuu, nombre y localización de algunos asentamientos indígenas. Comúnmente llamados rancherías, estos asentamientos constituyen territorios de residencias familiares matrilineales, son una serie de ranchos familiares y espacios colectivos como cementerios, centros ceremoniales y en algunos casos, pozos artificiales para bombear el agua subterránea del suelo del desierto. Bajo las llantas del jeep en que vamos, de repente la carretera desaparece y empezamos a andar directamente sobre el suelo desértico, pisando rastros de llantas que pasaron antes. Quien maneja debe ser conocedor guajiro, porque en el suelo hay miles de trillas marcadas por llantas que se atraviesan en todas las direcciones y se pisan unas a otras, marcando lo que a los ojos de un advenedizo son sinnúmero de rutas indescifrables, conduciendo hacia lugares ignotos.

El conductor viene cargado con una bolsada de dulces y advierte: “Va a ver que éstos no alcanzan”. Vamos siguiendo una de las trillas entre la vegetación de chamizos espinosos, que en temporada de lluvia renacen y enverdecen como arbustos. Impulsada por un ventarrón constante, por las ventanas del jeep se ve volar la basura que pulula en el ambiente, papeles, plásticos, servilletas, trapos, botellas, toda la mierda de una sociedad donde lo desechable se volvió permanente. Jalonadas por la persistente ventisca, las bolsas plásticas se elevan como comentas y planean en el aire con las corrientes de la brisa marina; infinitas bolsas al viento se elevan para aterrizar forzosamente, enredadas en las ásperas ramas crujientes de la vegetación espinosa de la zona. Muchas bolsas alcanzan el mar, para hundirse en sus profundidades y continuar su vuelo submarino en la marejada, impulsadas por las corrientes oceánicas. En el paisaje confluye la basura y el plástico con la biota, que intrincados se vuelven uno, haciendo parecer que los arbustos dieran frutos polimerados y que, con esta inconcebible vegetación plastificada, se alimentaran las cabras que se ven andando tranquilas, sobrevivientes de todos los rigores de este ambiente.

 

En medio de los caminos de arena, aparece de pronto un retén de niños sobre la trilla, parados bajo la sombra de hojas de palma seca incrustadas en palos que improvisan un techo, atraviesan una cabuya con desespero sobre el camino, para obligar a parar el jeep. El conductor frena, dice algo en wayúunaiki por la ventana a los niños y les entrega dulces, ellos satisfechos bajan la cuerda, para que el carro siga su curso. No tan pronto reemprendemos el viaje, nos encontramos con un segundo retén, más adelante un tercero, un décimo, un centenar. Infinitos retenes pueblan los senderos carreteables y caminos de la región, realizados por niños y mujeres de todas las edades. Ellas, resignadas, cabizbajas, esquivan la mirada y aún en el caso de ser mujeres mayores, el conductor no lo piensa dos veces para infantilizarlas, ofreciéndoles los mismos dulces que a los niños, pero pronto escasearon. El paisaje de desolación y hambre de la población es sobrecogedor. En una de las paradas obligadas por un retén de niños, éstos le rapan por la ventana el paquete de maní de las manos a mi compañero, en el interior del jeep.

Mientras tanto, todo en el paisaje se pinta del color de la arena, cuyo polvo cubre con su tono pardo todas las pieles, todas las telas; todas las superficies se van mimetizando en los espejismos del desierto y el chamizo de la vegetación sedienta. Como suele suceder, las cifras oficiales no coinciden con las declaraciones de las personas en el territorio, aún a pesar de los ilusionistas estadísticos, es inocultable el hecho contundente de que es en la Guajira donde se concentra el mayor porcentaje de desnutrición del país, que el hambre y la sed son el pan de todos los días. Cifras oficiales hablan de un 52% de la población de la Alta Guajira con desnutrición crónica y para la medicina no es ninguna novedad el hecho muy comprobado de que, cuando se ha sufrido desnutrición crónica antes de los 5 años de edad y se sobrevive, se genera una condición irreversible, lo que algunos llaman “cicatriz biológica”, que impide para siempre el desarrollo normal del cerebro y el cuerpo de esa persona. Una vergüenza nacional.

Quienes piden son siempre mujeres o niños, ningún hombre. Los Wayúu, cuyo territorio ancestral cubre la península al norte de Colombia y noroeste de Venezuela, limitando con el Lago de Maracaibo en el Estado de Zulia, son la etnia más numerosa del país, seguida -como si fuera una ironía de la historia- por la “gente de agua”, el pueblo indígena Nasa, que habita el suroccidente del territorio nacional, en la gran fuente hídrica del macizo colombiano, aquel punto donde los Andes se divide en tres cordilleras. Los Wayúu son un pueblo fuerte y tradicionalmente de estructura matriarcal, son las mujeres las encargadas de la crianza de los hijos, del tejido tradicional de chinchorros y mochilas, de la realización de cerámica, del cuidado familiar, de los ritos y entierros, de la organización social y, como si fuera poco, del mantenimiento de la estirpe de los clanes, representados en símbolos totémicos que se heredan entre los descendientes de sangre por vía matrilineal. La división sexual del trabajo en este pueblo es una realidad muy marcante. El matrimonio de las mujeres con hombres wayúu es arreglado entre el padre de la mujer y el futuro marido, los padres de éste tienen que dar una dote a la familia de la mujer para acceder al matrimonio. Practican también la poligamia, que da prestigio a los hombres que la realizan, pero que es un privilegio de pocos, puesto que debe haber dote para cada unión. Los hombres wayúu son fundamentalmente comerciantes y guerreros ancestrales, pescan, crian cabras, hacen negocios, muchos trabajan en los puertos y su vida cotidiana transcurre, en gran parte, fuera de los espacios domésticos. Por lo visto ellos no acompañan estas inquietantes jornadas de retenes de miseria.

Viajando en ese jeep es evidente que todos aquellos que vamos encontrando en el camino quieren algo de nosotros: dinero, comida, agua o plata. Ni los dos jóvenes soldados del ejército nacional, que hacían guardia a un costado de la senda de arena, se salvaron de recibir dulces, también ellos, de la manera más natural, pidieron, soterradamente, una “colaboración” por parte del conductor. Una vez la bolsada de dulces termina, como había predicho el conductor, éste optó por acelerar a fondo y pitar desenfrenado para embestir agresivamente los retenes con el jeep, de manera que los niños entendieran que no iría a parar y, rendidos, terminaran por bajar la cabuya. Algunos niños y mujeres a la vera de los caminos, en ciertos sectores del desierto, en vez de extender las manos para pedir, ofrecían baldes con camarones, caracoles y otros frutos de mar, o artesanías como las famosas mochilas de tejidos geométricos y coloridos, tan caracterísitcas de los Wayúu, que en las tiendas de las capitales valen un dineral y en su lugar de producción su valor apenas si alcanza a cubrir el costo de los materiales.

Muchos kilómetros antes, cuando la carretera aún es carretera y sobre el pavimento reverbera el aire caliente del desierto, aún en cercanías del Cabo de la Vela, paralelo a la vía, veíamos pasar, impávido, el ferrocarril sobre el que se desliza el carbón del Cerrejón, directamente hacia el Puerto marítimo de Puerto Bolívar, en la Alta Guajira. Allí el tren encuentra al mar y el carbón pasa a navegar los océanos profundos en grandes cargueros, para realizar su proceso de exportación. El ferrocarril atraviesa 150 kms de la región, como desafiando dos veces a la gente que lo ve pasar mientras recorre el desierto a pie, a lomo de burro, en moto o en camionetas cuatro por cuatro, pues escasea el transporte público. Los desagües del ferrocarril, gigantescos tubos, hacen las veces de túneles para el paso de motos y transeúntes que atraviesan transversalmente la vía férrea. Si eres alguien de la región, transportarse en la zona es difícil, hay que tener medio de transporte propio o contratarlo y recorrer distancias enormes para llegar a cualquier lugar; el carbón en cambio adquirió, sin saberlo, el derecho a deslizarse raudo por el desierto.

El segundo desafío, instigante y ofensivo del ferrocarril, es que lleva en hasta nueve viajes diarios sobre ruedas, a toda velocidad hacia el puerto, por un territorio sediento, vagones de agua dulce del río Rancherías. Se trata del principal afluente de la región, no obstante, no tiene ya desembocadura sobre el Mar Caribe, pues del Cerrejón hacia el mar no volvió a correr agua en su cauce, ahora se transporta en vagones especiales del tren, para provisionar el puerto. Desde la carretera sobre cuyo asfalto vemos destellar el aire recalentado por el sol deformando el paisaje, se ve pasar la locomotora, halando unos cuantos vagones de agua pura y otros muchos cargados, también de agua, pero transmutada en carbón.

El río Rancherías nace en los manantiales de la Sierra Nevada de Santa Marta, a más de 3.000 metros de altura, su cauce natural recorría unos 150 kilómetros en medio del desierto. Rodeados por la sequía radical del paisaje que vemos durante el recorrido, resulta imposible imaginar, casi a la altura del Cerrejón, las 683 hectáreas de tierra inundadas por las aguas frescas y represadas del río Rancherías. La represa tiene un nombre que más parece una predicción: El Cercado, pues su acceso por parte de la población está terminantemente prohibido. Construida durante el nefasto gobierno del expresidente Álvaro Uribe, entre 2002 y 2010, con capacidad para contener 198 millones de metros cúbicos de agua. En teoría, este megaproyecto contratado por el Incoder, distribuiría agua entre los municipios del departamento y generaría electricidad a través de una central hidroeléctrica, para llevar la luz a rancherías donde en las noches, sólo la luna llena de un cielo despejado deja ver los caminos. Actualmente, la contraloría investiga por qué el departamento pagó 650.000 millones de pesos por una presa cuya agua nunca alimentó los acueductos de la región, cuya hidroeléctrica nunca pasó del papel y cuya agua represada y concesionada sólo sirve a la mina de carbón El Cerrejón y a unos cuantos finqueros que riegan exuberantes cultivos de arroz, de uso intensivo de agua, en el mismo territorio donde se condenó a la sed eterna al pueblo Wayúu. En el espacio-tiempo de la Alta Guajira, esta situación, que debía ser temporal, tiende a extenderse hacia los terrenos del infinito. (Referencia: Atlas Ambiental del Departamento de La Guajira.)

El Cerrejón es la mina de carbón térmico a cielo abierto más grande de este país y una de las mayores del mundo, con 69.000 hectáreas de suelo concesionado y extracción en aumento. Para el 2002, cuando el gobierno colombiano vendió su participación de 50% en la empresa, se producían 18 millones de tons anuales, según datos de la propia empresa, para el 2017 la extracción llegó a 31,9 millones de tons. En el proceso extractivo, la empresa declara usar 28.000 metros cúbicos de agua al día, extraídos del río, acuíferos subterráneos y en menor medida, del mar (Site El Cerrejón). El agua que se transfigura en carbón térmico, se vende en su mayor parte a Europa y el Mediterráneo. Los accionistas de la compañía transnacional son: BHP (empresa anglo australiana), Anglo American (empresa inglesa) y Glencore (empresa Anglo-suiza).

La inversión, el transporte y el agua son para el carbón, no para la gente. La situación del departamento fue declarada tragedia humanitaria, gracias a acciones legales interpuestas por los senadores Alexander López y Sofía Gaviria, quienes, de la mano de líderes locales y autoridades indígenas, denunciaron ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la precariedad de las condiciones en que vive la comunidad Wayúu. En el 2014 la Defensoría del Pueblo hizo un informe describiendo la crisis humanitaria y se dictaron medidas cautelares ante la Organización de Estados Americanos, OEA, que ordenan al Estado colombiano que el Río Rancherías siga su curso natural y se garantice el derecho al agua para la población. Como prueba de la tragedia fue presentado un documental titulado “El río que se robaron”, realizado por el periodista Gonzalo Guillén. El gobierno nacional, bajo la égida de Juan Manuel Santos, hizo lo que pudo para anular estas medidas cautelares, y todo siguió como si nada.

Al desviar de la Troncal del Caribe y tomar la carretera que conduce al norte del departamento, el jeep en el que vamos recorre una trilla de arena asfaltada a parches. Transitamos intermitencias de unos pocos metros de carretera pavimentada, seguida del carreteable destapado sobre arena, con las huellas en altorrelieve del paso de vehículos que atravesaron el desierto antes que nosotros. Más adelante otro fragmento de carretera pavimentada y de nuevo arena, aquí la discontinuidad es continua. Estos parches de pavimento son los rastros de una estrategia de robo de dineros destinados a una carretera que, en el papel ya fue pavimentada, aunque en el territorio sea un camino destapado, con los fragmentos de excepción que dejó el robo desaforado de dineros públicos. En dos décadas de regalías, el departamento ha recibido más de 1000 millones de dólares, pero la inversión parece otra ilusión óptica del desierto. La corrupción en el departamento ha llevado a tres gobernadores electos, uno tras otro, sucesivamente presos bajo acusaciones que llegan al asesinato.

Aquí la lucha por el control territorial se da en clave de bala y dinero, lo que está en juego es la producción de cocaína de la Sierra Nevada y sus rutas hacia el mundo afuera por el Caribe, esto por lo menos desde las épocas de la marimba y los Marines. Las armas no se ven a simple vista, pero según dicen, aquí todo el mundo está armado, ya es tradición. La historia nos recuerda nombres que el país preferiría que no hubieran existido, como Hernán Giraldo, el patrón del mal de la Sierra Nevada y Rodrigo Tovar, paramilitares que sembraron terror en el Caribe colombiano, masacraron, torturaron y violaron masivamente atrincherados tras el poder del narcotráfico. Se juntaron en el bloque Contrainsurgencia Wayúu y frente Resistencia Tayrona, operando bajo Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia, AUC. De todo ello se derivaron desplazamientos masivos.

Tragedia de un pueblo cuyo territorio ancestral comprende toda la península de la Guajira, así como zonas aledañas a la Sierra Nevada de Santa Marta y la Serranía del Perijá y cuyos muertos dejan sus almas en el sitio sagrado, muy cerca al faro del Cabo de la Vela, llamado en wayúunaiki, Jepira. Parados sobre su suelo irregular y árido, bajo el siempre imponente cielo engrandecido, parecemos integrar un paisaje lunar o quizás marciano, pero en todo caso de otro mundo; un lugar de acantilados rocosos entre el cielo y el mar, donde flotan en el aire murmullos atávicos y dinosáuricas aves marinas, aquí parece existir una barricada contra el calendario. Aparenta ser un lugar donde el tiempo pasa sólo porque es empujado por las permanentes ráfagas de vendavales marinos, obligándolo a marcar su paso con cambios de luz y color entre amaneceres y atardeceres, aunque cada día parezca el mismo día y cada noche, la misma noche. Jepira corresponde al lugar donde, según la tradición oral, los espíritus de los difuntos de esta etnia hacen su tránsito hacia el fondo del mar y entonces, transbordan hacia el mundo de los muertos. En el mapa, es la puntica del extremo occidental de la península más septentrional de América del Sur, parece el lugar de la intersección de todos los extremos.

Desde el jeep en el que vamos se ven pasar, de vez en cuando, burbujas y caminonetas contramarcadas con avisos gigantes que anuncian ecoturismo, cargadas de extranjeros de todas las nacionalidades, pero sobre todo europeos, interesados en ver lo que en las cartillas de agencias de turismo prometen, y que en medio del caos del abigarrado ambiente, sorprende con su belleza: el exotismo de noches en coloridos chinchirros a la intemperie del desierto, “contacto” con comunidades indígenas en rancherías, paisajes majestuosos del desierto en una zona de frontera en Colombia, baño de totuma, flamencos, dunas gigantes de arena voladora, playas desiertas. Todo es cierto, sólo que para disfrutar plenamente de estas maravillas es necesario acorazarse de impavidez ante tantas circunstancias difíciles.

Como se trata para los turistas de una situación de paso y muchos no entienden español, el viaje transcurre sin mucha contextualización de los lugares que recorren, se trata apenas de una transacción económica: ellos pagan y los wayuu los llevan. En estos casos quizá, como dicen las abuelas, ni el enfermo quiere, ni hay que darle. Los paseantes se bajan de las camionetas apenas para tomar sonrientes fotos y autoretratos con fondos de playas, dunas, mar, muestran un cierto fetichismo por los retratos; pero el truco de la imagen es que para mostrar, oculta. La expectativa generada por conocer los lugares de llegada, que prometen sitios paradisíacos moteados de flamencos en vuelo, baños de mar a orillas de dunas y playas fabulosas, hace que el paisaje del camino y las realidades que se asoman por las ventanas de vidrios oscuros, tras el frío aire acondicionado de las burbujas en que son transportados, logre para la mayoría mantenerse silenciada.

Haciendo todo tipo de truco para evitar que la arena se nos meta por oídos y ojos, y que las cosas leves salgan volando del jeep por el viento raudo que casi ahoga, me esfuerzo para conseguir mantener la conversación que llevamos con el conductor, un paisano, como se llaman entre wayúus, joven y aguerrido, muy conocedor de su territorio. Vamos  transitando por medio del pleno desierto sobre la arena, por un camino invisible que él llama, aunque parezca paradójico: La Gran Vía. Por ahí encontramos el único puesto de policía de tránsito que vimos y a los pocos metros comienzan a dejarse ver algunos militares que hacen presencia en la zona de la Bahia Portete, en cercanías a las salinas. El paisano anuncia la cercanía, sobre los bordes de la bahía, a Puerto Nuevo.

Su nombre ironiza con su realidad. Se trata de un precario puerto artesanal, cuyo muelle está hecho de palafitas y donde de manera inédita, el cargue y descargue de los destartalados buques que allí arriban, se hace de manera manual. Muchos hombres wayúu de todas las edades trabajan como estibadores, cargueros y grúas humanas, cargan en su espalda hasta el límite de sus fuerzas, cajas de carga de los navíos para llevarlas hacia camiones que sobreviven a su propia chatarrización. Trabajan días seguidos, durmiendo pocas horas en cualquier lugar y pagando por la comida que consumen. No hay básculas ni bodegas, ni control sobre el contenido, peso u origen de las cajas o sobre las personas que entran y salen del puerto, a pesar de la infecunda presencia de algún funcionario de la DIAN, que no da abasto y al no poder, talvez tampoco quiera ejercer adecuadamente sus funciones, quizá también como estrategia de sobrevivencia. El puerto fue declarado zona de régimen especial aduanero en 1991, hasta entonces se dedicaba exclusivamente al contrabando. Todavía hoy es de las actividades en los puertos, sea cual sea, que sale el sustento para la mayoría de familias indígenas. Algunos cálculos sostienen que por aquí entran al año más de 40 mil toneladas de mercancías, la Agencia Nacional de Infraestructura mantiene una postura incierta, habilitando e inhabilitando intermitentemente este puerto, por incumplimiento y falta de infraestructura.

Cuando ya nada parece poder sorprenderme, asoma como un espejismo, una aparición quimérica, una alteración visual, una nube densa de polvo y humo que se dirige pesadamente hacia nosotros, se trata del halo que reviste la aparición de un camión fantasmal. Está vuelto mierda, anda de milagro envuelto en la humareda quemada de su propia maquinaria, sostenido por latas oxidadas y chirriantes sobre llantas viejas, el capó humeante está a punto de prender fuego. Cargado más allá del límite de sus capacidades con toneles de disel y gasolina, proveniente del otro lado de la frontera con Venezuela, es una bomba de tiempo que rueda sobre ejes gastados, que dejaron de ser rectos hace décadas. Sobre los toneles, canecas y pimpinas de gasolina, agarrados con las uñas como pueden y desafiando a la gravedad, coronan esta visión delirante unas siluetas humanas a contraluz, bajo un sol canicular. Son personas en penosas condiciones, que vienen a pleno sol, con las caras curtidas y aspirando bocanadas del humo del camión y el polvo del desierto. Los pimpineros. Venezolanos, dicen. La gasolina proveniente de ese hermano país, aumenta varias veces su valor al atravesar la frontera para nadie es un secreto que son épocas de crisis también al otro lado del borde, así que vienen venezolanos en condiciones desesperadas, para hacerle la trampa al centavo. Los pesos ganados del lado colombiano aumentan exponencialmente su valor en tierras de la revolución bolivariana. Para los wayúu, el linde entre los dos países es una línea arbitraria y artificial, pues la península continúa siendo una sola, el mismo territorio ancestral, sea tierra venezolana o colombiana.

Como estos camiones hay muchos más, contrabandeando, son miles y compran a la guardia fronteriza de aduanas y a quien sea necesario. Cuentan que en la región era tradición ver caravanas de camiones como éste, cargados de contrabando, llevando armas y tulas de dinero en efectivo para pagar el soborno a los funcionarios encargados de controlar ese delito.

Todo esto integra el paisaje visible en un periplo por la región, pero otras realidades se mantienen más ocultas a los ojos, aunque se trate de secretos a voces; el tráfico de drogas, es uno de ellos. Cuentan que el comercio de la muy codiciada y mundialmente famosa nieve blanca pura colombiana, se exporta no por algún puerto en particular, sino que sale por puntos clave distribuidos a todo lo largo de las desiertas playas de la península. El transporte se hace en altas horas de las madrugadas guajiras, cobijado por la complicidad de la oscuridad, en sigilosos movimientos insomnes de camionetas, motos, drones, armas, lanchas rápidas, motos acuáticas, movimientos que todos conocen e imponen la ley del silencio y la ceguera.

Lo que el desierto contaría si hablara, lo que dirían las normas que rigen su realidad, si se escribieran. En este comercio mafioso están involucrados por igual, autoridades nacionales e internacionales, narcos y familias enteras. Un hombre cuenta cómo llevó a Aruba 120 kilos de cocaína en lancha rápida una noche, era una carga de la policía y fue vigilado por un dron durante todo el recorrido, le pagaron 45 millones de pesos por el viaje, con eso compró casa para su mamá y una camioneta. Cómo más podría aspirar a estos modestos bienes? Qué alternativa tenía? Un kilo de cocaína pura aumenta exponencialmente su precio proporcionalmente a la distancia recorrida para el encorone.

Pernoctamos en una ranchería, que son como chozas regadas en el espacio, hechas con palos de madera, bahareque, techo de paja yotojoro y aleros sin paredes, en una arquitectura local superadaptada al desierto que sostiene techos y hamacas. Vemos mecerse chinchorros al viento, tejidos a mano de mil colores cuyos brillos sobreviven al opaco de la arena, mujeres de rostros pintados de negro, vistiendo mantas guajiras, cargando agua y rodeadas de niños. La comunidad wayúu es una comunidad oral, los niños se ven contentos con nuestra llegada y cuentan, bilingües, las historias de su tradición y sus ancestros, de cómo encontrar agua en el desierto, del origen mitológico de los peñascos enormes y venerables del litoral, de la relación de los hombres con los animales, del significado del tejido de las mujeres, en sus historias parece que lo sencillo se vuelve sagrado. Aprendí a valorizar la fortaleza aguerrida de ese pueblo cuya grandeza se niega a desaparecer tras la pobreza, cuya magia se sobrepone a la aridez y cuya sobrevivencia parece insistir en que la vida es más fuerte allí donde es menos probable.

La Alta Guajira es un injerto de contrastes difíciles de digerir. El sol se descuelga en calma del cénit y va cayendo sobre el horizonte de este territorio silencioso y estremecedor, donde la belleza y la vida se sobreponen a todo obstáculo y se adaptan creativamente a la hostilidad de un ambiente imposible, que lo hace aún más bello y más vital. Este puede ser el pueblo del que hablaba García Márquez, cuya estirpe esté condenada a cien años de soledad, pero se niega con todas sus fuerzas, a ser aquel que no tenga una segunda oportunidad sobre la tierra. Su condena u oportunidad, depende de todos.

 

 

Por Ana Camila García

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