El Magazín Cultural

Nunca olvidamos nada, nena

El cuento que da título al libro de Gerardo Ferro Rojas es un claro homenaje a Charlie García, el príncipe de los rockeros en español. La princesa es la aterciopelada Andrea Echeverry. Habrá que esperar a que algún día ella, como su adláter, tenga también su narrador. Nunca olvidamos nada, nena, está escrito a ritmo de rock.

Raymundo Gomezcásseres
07 de mayo de 2018 - 10:10 p. m.
Cortesía
Cortesía

A diferencia de los otros relatos que componen el volumen, su narración (y por tanto su historia), poseen la vibra sincopada y el acelere atropellado propios de esa música barbárica de coletos iconoclastas.

Pero si lo anterior marca la diferencia con los demás cuentos, el denominador común que los vincula a todos es la buena escritura, la cual, en sentido llano, no tiene nada de meritorio pues la llamada buena escritura sola no da valor literario a nada. Es más, por lo general cuando se define algo por su buena escritura no se pasa de lo que yo denomino percepción humanitaria: aquella que se hace para no decir la dolorosa verdad sobre el escrito. No es el caso de Gerardo Ferro, pues en estos cuentos esa buena escritura (así, sin cursivas), es apenas uno de los fractales significativos que determinan sus valores estéticos.

Otros, (imposible mencionarlos todos), son: la construcción de tramas que superan las lógicas de lo pedestre y cuya irrupción (inferida por el lector), desarregla su sentido de la realidad; la capacidad para personificar creando tipos humanos cuya apostura hace de los protagonistas de las historias verdaderos modelos de interés humano. Siempre he creído que lo que marca la diferencia entre un mamarracho y un buen trabajo literario es el interés humano, y en este punto el libro Nunca olvidamos nada, nena, sale bien librado. Muy bien librado.

El comentario de esos atributos que des-velan novedosas calidades de mundo, exigiría muchas páginas. No es el caso de este breve acercamiento. Me detendré un poco en uno que no he mencionado hasta ahora y que amarra a varios cuentos, (no sé si el autor se lo propuso, o fue inconsciente). Ese vector, asociado a los demás, transforma las historias donde aparece, en piezas de un alucinante caleidoscopio. Me refiero a ‘la distancia’ como propuesta de un concepto (¿es ‘existencial’ una palabra adecuada para designar dicho vector?).       

Pájaros, Cielo naranja, casi rojo; Busetas, y Búnker, ofrecen visiones de mundo disímiles, pero coligadas por un registro subjetivo semejante: la presencia de ‘distancias’ que se quieren superar, mantener, o crear para sobrevivir. En Pájaros una humilde familia campesina se las arregla, a riesgo de la vida de todos sus miembros, para interponer ‘distancia’ entre ellos y la violencia (¿Institucional? ¿Paramilitar? ¿Anónima?) que los amenaza.

La anfibología entre los ‘pájaros’ del título, los “pájaros” de la violencia partidista de las décadas del cuarenta, cincuenta, y sesenta del siglo pasado, y los pájaros marinos del regocijante final de la historia, hace una alegoría de alto calibre literario sin concesiones a las atrocidades estilísticas de esa retórica desteñida tan frecuente en cierto realismo social panfletario, muy común en la literatura colombiana de los últimos años. En Cielo naranja, casi rojo, la pareja protagonista sueña con fracturar una ‘distancia’ física (la que separa el bloque donde queda su apartamento, de otro con vista panorámica), para así escapar de su encierro frío rodeado por edificios, por la nieve que cae, y que los agobia hasta el punto de ver su relación reducida a una rutina claustrofóbica que los aboca a un paso de la angustia, y a dos de una inminente crisis.

El protagonista de Busetas no quiere superar la ‘distancia’ que lo separa de su padre; bastaría con descender del vehículo cuya ruta toma a diario, para obliterarla al menos físicamente. Pero al contrario, se empecina en asumirla manteniendo así su alejamiento del padre. Al finalizar la historia, descifrada su trama, el lector infiere el patético argumento. Búnker, mientras tanto es un híbrido. En este cuento se crean, mantienen, y suprimen ‘distancias’. Los habitantes de un barrio elitista construyen búnkeres (siguiendo el ejemplo de un pionero). Primero por seguridad (¿temor a un desastre nuclear?); después por miedo a todos aquellos que por pertenecer a estratos sociales inferiores, miran como peligrosos enemigos mortales; por último, como una forma de eliminar todo contacto con el mundo y la sociedad; incluso, entre ellos mismos.

Así terminan reducidos, sepultados en vida, en esas tumbas anticipadas que son sus blindados, asépticos, e impenetrables búnkeres. Según Eugène Minkowski la esquizofrenia consiste en la ‘pérdida de contacto vital con la realidad’. ¿Es Búnker una anticipación del universo esquizoide que nos aguarda? ¿Acaso no lo habitamos ya? ¿No se asoma con los nuevos ‘muros’ que se levantan? ¿Qué tan lejos está la humanidad de construir ciudades-búnker? ¿Qué tan lejana la existencia de países-búnker?

Voy a finalizar refiriéndome breve y puntualmente a otros relatos de Nunca olvidamos nada, nena. El vendedor es una de las historias mejor logradas del libro. Se trata de una refrescante y liviana narración que podría considerarse sin equívocos ficción pura. La prueba de fuego para la imaginación de un escritor, que es romper sus amarras con los linderos de lo real, alcanza aquí una alta cifra. Natalie Portman es una dolorosa y triste metáfora de los sueños y ensueños que definen el carácter de un artista. En este caso, de un aspirante a escritor (de literatura, de guiones…), que también se imagina promotor y director cinematográfico, pero ignora que padece una perturbación mental (¿mitomanía delirante?).

El protagonista atrapa al lector con su (valga el oxímoron) maliciosa ingenuidad; con su nobleza adamita. Es tal vez el personaje mejor construido de todas las historias consideradas en conjunto. En Claude predomina el silencio; lo que se calla pesa más que lo dicho. Su decir tiene un sustrato mudo. Mientras tanto, Borges en Montreal constituye una graciosa y entretenida picardía literaria estructurada en clave borgesiana que juega con las mismas ‘banalidades’ (la expresión la usa Borges para referirse a su obra), utilizadas en cuentos como El jardín de los senderos que se bifurcan, La muerte y la brújula, Las hojas del ciprés; Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius; El Aleph, y otras ‘ficciones’ que distraen con sus propuestas de mundos paralelos, dimensiones alternas, o esos universos simultáneos que conforman el infinito multiverso donde sobrevive la sutil nube de polvo que es nuestra galaxia.

 

Por Raymundo Gomezcásseres

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