El Magazín Cultural

Octavio paz, revolución y poesía

Si algo tuvo claro la mayor parte de su vida fue que sus palabras eran sus mejores armas. “Hacía patria a través de las letras”, como escribiría muchos años más tarde Enrique Krauze.

FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ
20 de marzo de 2017 - 02:00 a. m.
Octavio paz, revolución y poesía
Foto: NOTIMEX - ESPECIAL

Los manteles en las casas de su abuelo y su padre solían oler a pólvora, y las paredes y los libros de sus bibliotecas olían a pólvora. Y él a cada tanto oía hablar de Porfirio Díaz y de Benito Juárez, y de Pancho Villa y sobre todo, de Emiliano Zapata, y terminaba oliendo a pólvora de la cabeza a los pies, que era como decir, a Revolución. Su abuelo, don Ireneo Paz, era revolucionario, aunque aún la gran revolución no hubiera estallado. Don Ireneo fue las balas intelectuales de Porfirio Díaz contra Benito Juárez, a quien le escribió en su periódico, ‘El padre Cobos’, “¿Por qué si acaso fuiste tan patriota / estás comprando votos de a peseta?”. Por esas balas estuvo en prisión, fue perseguido y amenazado, pero él siguió disparando: “Suéltanos por piedad, querido tata, / ya fueron catorce años de cicuta…  /Suéltanos, presidente garrapata”.

Si algo tuvo claro la mayor parte de su vida fue que sus palabras eran sus mejores armas. “Hacía patria a través de las letras”, como escribiría muchos años más tarde Enrique Krauze. Sin embargo, también hablaba con fusiles, y una tarde de 1880 la vida le dio un vuelco, o él le dio un vuelco a su vida al enfrentarse a duelo con un poeta opositor de Porfirio Díaz, Santiago Sierra. “Usted no sabe lo que es llevar a cuestas un cadáver toda la vid.a”, le dijo a un duelista tiempo después. La muerte a sus pies, la sangre, la pólvora, el miedo también, lo llevaron definitivamente a la literatura. Don Ireneo Paz escribió, fundó revistas y dejó testimonio de lo que vivió, de lo que pensó y de los hombres que conoció, y no tuvo inconvenientes en retirarle sus afectos y aplausos a Porfirio Díaz cuando creyó que debían llegar nuevos aires y nuevos nombres a México.

Todos esos nuevos nombres y nuevas ideas fueron llegando a México, gracias en parte a las luchas literarias y periodísticas de don Ireneo Paz. Su hijo, Octavio, era uno de aquellos nuevos nombres. Se había criado en el sótano de su casa, al lado de la imprenta que vomitaba rebeliones, y había crecido escuchando a su padre y a los hombres de la México que buscaba libertades e igualdad. “Había otra revolución que lo ataría más. La que le permitía ser más revolucionario que su padre”, escribiría Krauze. En 1911, Octavio Paz Solórzano viajó al estado de Guerrero para ver los primeros brotes de la revolución y untarse de dinamita. Tomó notas, habló con los hombres de Emiliano Zapata y con el pueblo y se prometió no abandonar jamás aquella causa. Unos años más tarde, se alió con el anarquista Ricardo Flores Magón.

El mantel de su casa ya olía a pólvora. Paz Solórzano, al tomar la copa, comenzaba a hablar de Zapata y de Villa y los Flores Magón. Su hijo, también Octavio, también Paz, apenas empezaba a balbucear palabras, pero ya oía sobre revoluciones y sobre Zapata y Villa, y oiría muchas veces más aquellas mismas palabras, pues su padre un día se fue a la Revolución, y él, muy niño, se quedó con su abuelo, que también le hablaba de los mismos personajes y de la misma lucha. Paz, el abogado, guiado por otro anarquista, Antonio Díaz Soto y Gama, se marchó a Morelos a pie a vivir en el campamento de Zapata. Allá estuvo seis años. Cuando quiso regresar, supo que su padre, don Ireneo, había muerto. Los discursos fúnebres los escribió y los dijo su hijo, quien se había educado con el abuelo. El abuelo le habló, le enseñó a leer y lo enamoró de las letras. Mirabeu, Danton, Lamartine, Víctor Hugo, Balzac.

“Al primer muerto nunca lo olvidamos, / aunque muera de rayo, tan aprisa / que no alcance la cama ni los óleos…”, escribiría Octavio Paz algunos años más tarde, y diría “En mi casa los muertos eran más que los vivos”, porque con la muerte del abuelo, él se había quedado casi solo. Su padre era un recuerdo, un lejano olor a pólvora. Había ido a visitar a Zapata para ofrecerse como mediador entre los zapatistas y los Estados Unidos, y para hablar con los campesinos. “Con todas las poblaciones del tránsito, vine haciendo propaganda en diferentes formas, y a muchos jefes militares les hice manifiestos, para que dieran a conocer al pueblo la traición de los carrancistas y la razón que nos asiste, también procuré inculcar a todos los campesinos con quienes hablé, el derecho que tienen a la tierra”.

Las tierras de México empezaron a redistribuirse con La Revolución, y fue La Revolución la que hizo que durante años y años, siete millones de hectáreas le fueran entregadas a tres millones de campesinos. El sistema de salud cambió. La educación cambió. La vida cambió. Octavio Paz, el poeta, fue comprendiendo desde niño que si su abuelo y su padre habían sido revolucionarios, él tendría que serlo por partida doble. A los 15 años, Paz iba a cuanta manifestación podía, y le hablaba a quien lo escuchara sobre la necesidad de votar para la presidencia de México por José Vasconcelos, pero Vasconcelos fue vencido por un fraude. Paz y sus amigos quedaron desconsolados. Empezaban a entender que no bastaba con las ideologías, que no bastaba con los votos, que no bastaba con la honestidad. Y leían sobre Hitler, sobre Mussolini y sobre la crisis económica del 29. El mundo se les ofrecía gris, tirando a negro.

El mundo era una puñalada para los idealistas. Octavio Paz era uno de esos idealistas, y no le quedaba otro camino, pensaba, que seguir peleando, manifestarse, alzar la voz, escribir. Fue detenido. Fue liberado por su padre. Fue señalado. Su nombre comenzó a hacer parte de las listas negras de las derechas, y él, a estudiar a Bakunin y Fourier y a los anarquistas españoles. Un día era marxista, y al otro, anarquista. Lo que fuera con tal de ir contra el sistema. Como escribía su amigo, el poeta Efraín Huerta, “Nos juntaba una luz, algo semejante a una comunión / Éramos como estrellas iracundas: llenos de libros, manifiestos, amores desolados. / Después, dimos venas y arterias, lo que se dice anhelos, / a redimir el mundo cada tibia mañana; / vivimos / una lluvia helada de bondad. / Todo alado, musical, todo guitarras (y declaraciones, murmullos del alba, / vahos y estatuas, trajes rahídos, desventuras. / Estaban todos y todos construían su poesía”.

Estaban todos, o casi todos, o todos ellos, incluido Paz, y se jugaban la vida por un ideal, hasta llegar a las cimas del misticismo, del suicidio en vida o del suicidio real. Paz pasó por aquellos estados por momentos, y en uno de esos estados conoció a Elena Garró, una coreógrafa, poeta, pensadora, rebelde, luchadora, feminista, que multiplicó sus estados místicos. Paz acababa de cumplir 20 años cuando la conoció. Ella tenía 18. Con ella, por ella y para ella vivió por muchos años. Un día escribió “Estoy aquí, en la biblioteca, en medio de mis muertos, de mis amadas y amargas lágrimas y soledad, y me siento un poco alejado de ellos, como si su voluntad no fuera la mía, como si yo no fuera la sangre de mi padre y de mi abuelo, que me ataban a un destino solitario. Porque te digo a ti, Helena, en esta casa me he sentido atado a una serie de cosas oscuras y decadentes, a un designio de muerte y amargura, como si sólo fuera depositario de palabras ásperas”.

Por Elena Garró, y con ella, Ocatavio Paz volvió a sentir olor a pólvora. Pólvora de pasiones íntimas, pero también de desamores, de conflictos. Seis años después de que se hubiera roto en mil pedazos su relación, Garró, ya una mítica novelista de armas tomar y defensora de los derechos de la mujer, habló con un diplomático norteamericano de apellido Thomas y le dijo que una noche del otoño de 1963, Harvey Lee Oswald había estado con ella en un fiesta en Ciudad de México con dos norteamericanos de quienes nunca supo sus nombres, un representante del gobierno de Cuba, Eusebio Azque, quien en reiteradas ocasiones había dicho que era necesario asesinar a John F. Kennedy, y su sobrina Silvia Durán, quien trabajaba en la embajada de Cuba y era la amante de Oswald. Garró declaró que el asesinato del presidente de los Estados Unidos había empezado a planearse en su ciudad.

Para ese entonces, ya Paz era otro Paz. Vivía como diplomático, seguía intentando crear revistas literarias, había escrito El laberinto de la soledad, donde les daba un vuelco al arte mexicano y a las revoluciones y reivindicaba la mexicanidad. Él mismo había ido dando vuelcos en su pensamiento y su amor, y se declaraba enamorado de Maríe José Tramini. Yo los manteles en los que comía no olían a pólvora. Estaba convencido de que el cambio debía ser gradual, más por las vías de los acuerdos que por la vía de la locura pasional y mística de las revoluciones. Vivía el amor, peleaba contra los radicales, hacía lejanos llamados desde La india o Europa o Estados Unidos a la comprensión, se insultaba con Pablo Neruda por sus declaraciones comunistas y abrazaba a su soledad. “Conversaciones, retractaciones, excomuniones, reconciliaciones, apostasías, abjuraciones, zigzag de las demonolatrías y las andolatrías, los embrujamientos y las desviaciones: mi historia”, escribiría ya sobre el final de su vida.

Los 60 lo sorprendieron por fuera de México. Los 60 le recordaron la pólvora. Los 60 lo hicieron volver a vivir, aunque se peleara con Cuba, pese a su amor por Cuba, pues decía que Castro era un dictador totalitario de otro color. “El fracaso de la profecía marxista sobre la misión revolucionaria de la clase obrera de los países desarrollados (los únicos en los que puede haber realmente socialismo) ha convertido al marxismo en una ‘ideología’ (en el sentido que daba Marx a esa palabra). Creo que nuestro siglo verá el triunfo de la ‘ideología marxista’; lo que no verá (por lo menos nuestra generación) es el triunfo del socialismo”. En 1967, le decía a su amigo, el intelectual Roberto Fernández Retamar, que se declaraba amigo de la Revolución cubana por lo que tiene de Martín, no de Lenín. “Su rompimiento público tardó algunos años en expresarse”, escribió Enrique Krauze en su libro Octavio Paz, El poeta y la revolución.

Los 60 lo conmocionaron por los hippies, por París y sobre todo porque en México los estudiantes se alzaban contra las oligarquías una y otra vez, y él quería ser parte de aquello. El 2 de octubre del 68, el gobierno del presidente Gustavo Díaz Ordaz masacró a centenares de estudiantes en la Plaza de Tlatelolco. Paz renunció a su diplomacia y envió mensajes de protesta. Se remontó en algunos poemas a la época de los aztecas para explicar el magnicidio, que es, decía, un sacrificio como los de Moctezuma. “Los viejos dioses han vuelto”, escribió. Su viejo amigo, José Revueltas, prisionero en Lucumberri, le enviaba cartas en las que le decía que allá en la cárcel leían sus poemas, que sus poemas eran la revolución verdadera. “Hemos aprendido desde entonces que la única verdad, por encima y en contra de todas las miserables y pequeñas verdades de partidos, de héroes, de banderas, de piedras, de dioses, que la única verdad, la única libertad es la poesía, ese canto brego, ese canto luminoso”.

La violencia, la muerte, la persecución, había provocado más violencia y más muerte en México. En 1970 se fue Díaz Ordaz y asumió uno de sus lugartenientes, Luis Echeverría. Un año después, su gobierno, a través de un macabro grupo paramilitar que se hacía llamar Los halcones, volvía a las masacres y asesinaba en hospitales, escuelas, plazas y calles a los presos que habían salido de la cárcel. Se le enfrentaron a él y a sus pares y a todo lo que oliera a derechas y a estado y a explotación. Echeverría salió a prometer que se haría una profunda investigación. Paz lo respaldó. “Le ha devuelto a las palabras la transparencia”, escribió. Los jóvenes se radicalizaron. Los mayores, se pusieron del lado del presidente, pues consideraron que la masacre había sido orquestada para desestabalizarlo. Carlos Fuentes dijo “O Echeverría o el fascismo”.

Nunca hubo conclusiones sobre los responsables de los asesinatos. Nunca hubo siquiera indicios. Los izquierdistas cada vez soltaban más pólvora. Paz escribía ahora en una revista de Excelsior, Plural, y decía que escribía para las izquierdas pues las derechas no tenían ideas, sino intereses. Los años pasaban. La sangre hervía. De repente, hacia mediados del 72, Carlos Monsiváis aglutinó a un grupo de revolucionarios para contradecir a Paz, para decir que su teoría de los viejos dioses para explicar la matanza de Tlatelolco era surrealista e irresponsable, pues atenuaba la culpa de los responsables. Monsiváis lo atacó de ahí en adelante, casi que cada semana. Paz respondió, pero los tiempos de la pólvora de su padre y de su abuelo no eran los mismos tiempos de la pólvora de los 70. Los estudiantes denigraron de él y de sus textos. Lo condenaron. Paz se convirtió en un reformista, aunque nadie supiera bien qué era aquello.

Habló de las revoluciones como las putas de los escritores porque los escritores terminaban dependiendo de los cargos, y recordó a Mayakowski y a Coleridge. “La política llenó de humo el cerebro de Malraux, envenenó los insomnios de César Vallejo, mató a García Lorca, abandonó al viejo Machado en un pueblo de Los Pirineos, encerró a Pound en un manicomio, deshonró a Neruda y Aragón, ha puesto en ridículo a Sartre, le ha dado demasiado arde la razón a Breton… Pero no podemos renegar de la poética; sería peor que escupir contra el cielo; escupir contra nosotros mismos”. Reprobaba que García Márquez predicara la revolución “aquí y ahora”, y abogaba porque hubiera una distancia prudencial entre el escritor y el poder para no caer en la “canalla literaria” de la que había hablado tantas veces Carlos Marx.

Sin embargo, sus palabras hacia el presidente lo seguían condenando y lo condenaron entre los radicales, más allá de su Premio Nobel en el 90, de sus otros premios y de sus poemas. La lucha, que era decir la revolución, necesitaba enemigos para mostrar que no claudicaría jamás, ni ante el poder ni ante los intelectuales que defendían el poder. Poco antes de morir, en el 98, admitió que había sido un iluso al creer que la democracia, o el sistema, se autorregenerarían. Su casa olía a la muy vieja pólvora de Benito Juárez y de Porfirio Díaz, y a la vieja pólvora de Emiliano Zapata y Pancho Villa.

 

 

Por FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

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