El Magazín Cultural
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La oscura dignidad de la patria

La conciencia de un sacerdote del Opus Dei durante la dictadura chilena en Nocturno de Chile, de Roberto Bolaño.

Isabel-Cristina Arenas
06 de junio de 2016 - 01:49 a. m.

“¿Sabe un hombre, siempre, lo que está bien y lo que está mal?”, se pregunta Sebastián Urrutia Lacroix, el cura Ibacache, un cura del Opus Dei, el mismo que acaba de darle diez clases sobre marxismo a Augusto Pinochet y su grupo de militares más cercanos. Hacía no mucho tiempo Urrutia, quien también era poeta y crítico literario, había estado de viaje en Europa investigando sobre las técnicas para frenar el desgaste de las iglesias, un encargo especial hecho por los señores Oido y Odeim, agentes secretos del gobierno. Al protagonista lo persigue su conciencia al final de sus días, un “joven envejecido” que se le aparece de pronto.

En su viaje a Europa aprendió cómo usar los halcones para cazar palomas, a quienes culpaban de deteriorar las casas de Dios y los edificios históricos con sus excrementos. Después de conocer varias iglesias y a sacerdotes expertos en cetrería, uno de ellos le dice: “Pero las palomas representan al Espíritu Santo, ¿verdad?”, es un cura viejito, dueño de Rodrigo, un halcón raquítico, triste y friolento parecido a él. El cura viejito en su lecho de muerte ya no sabe si es posible vivir sin el Espíritu Santo. Este es el Nocturno en Chile (Anagrama, 2000), de Roberto Bolaño.

La dictadura comienza con una gran quema de libros, cuenta uno de los testigos de “Censura de golpe”, el cuarto capítulo de la serie Chile en llamas (2015) de la documentalista Carmen Luz Parot. “Se acabó la vida social, desde lo más intelectual hasta lo más frívolo”, comenzó el toque de queda y el estado de sitio. Una de las víctimas, entre miles, fue el cantante Víctor Jara —La vida es eterna en cinco minutos—, torturado y asesinado en 1973. Quisieron desaparecer su cadáver y los periódicos apenas hicieron mención de su muerte. “La justicia es importante para que la historia se escriba con la verdad”, dice Joan Jara, su viuda. El derecho de vivir en paz (1999) también de Carmen Luz Parot, cuenta la historia del músico y folclorista chileno.

Hacia finales de 1986, cuando la dictadura se había “flexibilizado”, quince mil ejemplares de La aventura de Miguel Littin clandestino en Chile, de Gabriel García Márquez, fueron quemados en Valparaíso. Los libros son enemigos de las dictaduras; hacen que la gente piense y tenga sus propias ideas. Hay que hacerlos cenizas. El padre Urrutia no tuvo problema en conservar los que le sirvieron para dictarle las clases a Pinochet. Él estaba bien rodeado, se relacionaba con gente bien como su amigo Farewell, los agentes Oido, Odeim, o María Canales. “La vida es más importante que la literatura”, le dijo el cura a Canales, quien estaba escribiendo un libro y celebraba tertulias en su mansión. El cura no sabía en ese momento que él hablaba de la vida de los demás, la que estaba en manos del marido norteamericano de Canales.

Por esa misma época, en 1973 y días después del golpe del 11 de septiembre, Pablo Neruda era velado en La chascona, su casa de Santiago que había sido inundada por los militares. El agua y el fuego, los enemigos históricos de los libros, lo borraron casi todo. Se quemaron sus poemas de amor, su canto general y la canción desesperada. El arte de la censura, de la que habla Parot en su serie, se enfoca en los últimos 50 años: tres capítulos ocurren durante el gobierno militar y cinco en el período democrático antes y después del golpe. Desde Gabriela Mistral, nobel de Literatura en 1945, y su homosexualidad que quiso ser ocultada durante años, pasando por el grupo musical Inti-Illimani, a quienes les cerraron las puertas de su país por más de quince años, hasta el escritor y militante Pedro Lemebel, sus Yeguas del apocalipsis, su manifiesto por la diferencia.

La música también es una amenaza. “En ese momento era más peligroso andar en la mochila con un charango o una quena que con una molotov”, dice un testigo de la quema de grabaciones históricas en el capítulo “Temor a la canción”. Afortunadamente siempre hay alguien que logra esconder la evidencia del arte: un vinilo como el de la Cantata de Santa María de Iquique, un casete con canciones de despedidas a un amigo en la cárcel como el de Ángel Parra, o una pieza musical escrita con fósforos humedecidos sobre una cajetilla de cigarros abierta como la que compuso en prisión Jorge Peña Hen.

Mientras tanto, en Nocturno de Chile, Sebastián Urrutia sueña con el cura viejito: “Chile entero se había convertido en el árbol de Judas”, escribe Bolaño, su sotana era “el pozo en donde se hundían los pecados de Chile para no salir más”. A Urrutia lo persigue su “joven envejecido” —“Desde el fondo de ti, y arrodillado /un niño triste, como yo, nos mira”—. Los halcones de Bolaño volaron en manada hacia América Latina, en donde no se dejarán de descubrir cicatrices y verdades sobre las que habrá que seguir construyendo la historia.

Por Isabel-Cristina Arenas

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