El Magazín Cultural

La otra vuelta del sombrero vueltiao

En los corregimientos y caseríos de Sucre y Córdoba se esconde la historia de los indígenas y campesinos que trenzan por una miseria.

Sara Malagón Llano
18 de mayo de 2015 - 02:03 a. m.
Gustavo Torrijos
Gustavo Torrijos
Desde hace años Sucre pelea con Chocó por ocupar el primer lugar entre las regiones más pobres del país. En el departamento proliferan barrios subnormales. Hay pobreza, corrupción, falta de programas de vivienda, de empresas generadoras de trabajo, y los servicios públicos son deficientes en todos los municipios. En Sincelejo, el mototaxismo es una de las principales fuentes de trabajo. Con las primeras luces de la mañana la ciudad se abre a los pitos y al rugir constante de las motos, que la hacen intransitable, insoportable. Y alrededor de Sincelejo, en las veredas y los corregimientos, se extiende otro tipo de trabajo informal, del que comerciantes y acaparadores se aprovechan: la artesanía.
 
Miguel Peña y Rocío Pico
En 2009, Miguel Peña fue a visitar a unos familiares en Siloé. Cuando llegó, vio a unos señores raspando la palma con la que se hace el sombrero vueltiao, la caña flecha. El domingo siguiente regresó con una cámara, habló con los artesanos. Descubrió que sus ingresos diarios no superan los dos mil pesos.
 
“Uno encuentra muchos artesanos que dicen ser artesanos, pero sólo son intermediarios: les compran la trenza a los campesinos a 400 pesos el metro, y ellos cosen el sombrero y lo comercializan a precios altos. En Tuchín (Córdoba) hay, a vuelo de pájaro, unos ocho o diez comerciantes veteranos. Ellos han manejado ese mercado por mucho tiempo”, dice Peña. Esos comerciantes tienen la clientela en el interior del país y manejan los precios en la costa y en el centro, pagándoles barato a los artesanos. Tuchín tiene sesenta veredas y corregimientos y más del 90% de las familias que viven allí se dedican a la artesanía. Es el epicentro, es en sus veredas donde se fabrica el sombrero más fino. De las colinas bajan los artesanos a pie o en moto, antes de las siete de la mañana, a vender sus trenzas, pues el comercio se mueve es entre las 7 y las 11. Deben vender sus trenzas a como dé lugar para poder vivir, pero la sobreproducción propicia que los comerciantes les paguen poco. “Nosotros, con la Fundación La Otra Vuelta, les pagamos más. Pero hay mucha competencia y somos muy nuevos”. Miguel Peña y Rocío Pico, su esposa, les pagan 600 pesos por metro y a los más viejos les pagan $1.000.
 
Los 46 asociados
Los artesanos que trenzan para la Fundación son, en su mayoría, indígenas de la etnia zenú, compuesta hace unos siglos por tres pueblos, los finzenú, los zenufama y los panzenú. Vivían a las orillas de tres grandes ríos: el Sinú, el San Jorge y el Río Cauca. Después de la llegada de los españoles sólo sobrevivieron los finzenú, que ocupan las zonas que hoy corresponden a Sucre y Córdoba. Los que vivían en el Urabá, que se dedicaban a la orfebrería, fueron los primeros en desaparecer. También desapareció su lengua. De ella no queda casi nada, queda sólo la tradición de tejer el sombrero. “La mayoría de los zenúes son analfabetas, no saben nada de nada, pero saben de esto”, dice Peña. Las trenzas y las encopaduras del sombrero están hechas con “pintas”, representaciones de animales, figuras ancestrales: el machetazo, la mariposa, el pecho del grillo, el ojo del gallo, la espina del pescado, la barriga del lobo, el granito de arroz. Cada una tiene su propia técnica de tejido.
 
Además de trenzar, los zenúes eran expertos en agricultura, en construir canales de riego. Ahora a los corregimientos cercanos a Sincelejo no llega agua. “Hace tres años no llega, pero ha sido un problema de siempre”, dice Rocío Pico. La gente va a un pozo cercano de agua estancada, la recogen y la limpian con cloro. “La comunidad se beneficia con esta agua y con la del cielo”. La usan para el aseo y para lavar la loza. Para bañarse, lavar la ropa y para beber tienen que comprar agua pura. Ahora el pozo está pando. Ha llovido poco.
“Hace cuatro años que no trabajo. Yo hacía agricultura, cultivaba de todo, ¿oyó? Pero desde que estoy enfermo, así, sufriendo por los dolores en los huesos, crío animales. Gallinas, cerdos, tengo el patio lleno de animalitos” (Juaquín Pineda, 84 años).
 
La palma, los artesanos la trabajan al caer el sol o en la madrugada, porque el calor y la luz la endurecen y la hacen inmanejable. Por eso alcanzan a hacer pocos metros al día. Por una trenza de un metro, los 46 asociados —como los llaman Rocío Pico y Miguel Peña— reciben 600 pesos, máximo mil, de parte de la Fundación. Para llevar su metro de palma caminan entre doce y quince kilómetros de ida y lo mismo de vuelta, o cogen una moto que los lleva por $4 mil, ida y vuelta. El macito de palma, que alcanza para hacer entre 20 y 25 metros de trenza, lo compran a $5 mil. “La mayoría no tiene cultivo de palma. A veces tenemos que dársela porque no tienen con qué comprarla. Pero en el programa de emprendimiento cultural del Ministerio nos dijeron que eso no es negocio”, dice Rocío.
 
Luego de conseguir el mazo, ripian la palma (la dividen con cuchillo o aguja), la raspan, la tiñen y la trenzan. La tiñen con químicos en polvo o con un barro negro hecho con hojas de limpiadientes, que ellos mismos recogen. La palma permanece sumergida en ese barro por tres días. Eso suma otro tanto de tiempo y de dinero.
 
Haciendo un viaje diario gastan más de lo que ganan. Así que tejen y tejen y tejen por días, hasta tener más de 20 metros que ameriten emprender la travesía. “Trenzo. Todo el día trenzo. Mi esposo vende lo que le vendan. Cebolla, tomate. Se rebusca para la comida en la tarde. No tenemos plata, tenemos que trabajar para comer. Las trenzas me sirven para comprar el azúcar y el café. Los pobres tenemos que trenzar para vivir, pero esto no da nada, sólo para pasar el tiempo. Uno se pone en esto pa poder estar en el mundo, para criar a nuestros hijos” (Doña Cielo, 52 años).
 
Unos diez días después de empezado el trabajo, llevan por fin unos metros de trenza a la fundación y se devuelven con algo de dinero para la vida. Por 20 metros ganan $20 mil los afortunados, pero ya han pagado los ocho de la moto y los cinco de la palma. Varios días de trabajo, cuya cantidad depende de si una sola persona o toda la familia trenza, equivalen a siete mil pesos de ganancia. Siete mil pesos, y la libra de arroz está a tres mil. Con eso viven familias enteras, porque los que siguen trenzando son casi todos ancianas y ancianos que ya no pueden echar machete en el monte y que aún conservan ese saber que los jóvenes —que se van, que los dejan— no quieren aprender.
 
Los 46 artesanos no viven en Sincelejo, sino en el municipio de Sampués. “En nuestra zona de influencia hay aproximadamente 10 corregimientos, de a 40 familias cada uno, y el 80% vive de trabajar la caña flecha. Nuestra idea es coger toda esa producción y que esto se constituya en un centro de acopio. Vendiendo la trenza a los fabricantes la cosa avanza. Para allá vamos, a vender la cosa al por mayor”, dice Peña.
 
“Cada familia produce unos diez metros diarios”, dice Pico. Pero esa cifra no es exacta. Eso es a lo que esperaría llegar la Fundación. En algunas familias no todos trenzan, y muchas señoras dejan de trenzar por días, más ahora que muchas tienen chikunguña. Les duelen los dedos al trenzar. Las mujeres, líderes de esta especie de matriarcado invisible, superan casi todas los 70 años.
 
El programa Emprende Cultura
El 4 de junio de 2014, en este mismo diario, publiqué un artículo sobre el programa “Emprende Cultura: cultura para la prosperidad”, del Ministerio de Cultura, Somos Más y Colciencias. “El proyecto no sólo busca disminuir los índices de pobreza financiando y preparando a los nuevos emprendedores para que tengan su propia línea de producción, sino que es, además, una apuesta de innovación social para el país, que parte de la premisa de que la cultura no es una esfera aislada… El objetivo es que estos nuevos emprendedores vivan de lo que producen”, escribí. “El proyecto quiere privilegiar el hecho creativo, pero también manifestar que a quien se organiza, recibe capacitación y empieza a tener cierta formalidad le va a ir bien en este sector”, afirmó la aún ministra de Cultura Mariana Garcés, en su momento. En ese entonces parecía una buena iniciativa, en esa esfera abstracta en la que se quedan los discursos sin el testimonio de su realidad y su funcionamiento. Pero este proyecto reveló verdades dolorosas. La iniciativa del Ministerio y sus aliados no ha cambiado la calidad de vida de los indígenas, sólo los ha insertado en un mercado formal en el que la explotación no disminuye.
 
La fundación de Rocío Pico y Miguel Peña es una de las trescientas propuestas seleccionadas entre más de 2.000 emprendedores culturales de 50 municipios del país que se presentaron a la convocatoria. Pasaron los filtros, recibieron capacitación en emprendimiento cultural y asesoría técnica por la Universidad del Norte y la Universidad de Antioquia. Hoy en día hacen parte de los proyectos más viables, respaldados económicamente. Con un fondo de 15.000 millones de pesos se beneficiarían más de 2.000 personas en condiciones de extrema pobreza, víctimas del conflicto armado y desplazados por la violencia. Sin embargo, el beneficio es indirecto, casi nimio para los indígenas, para quienes fabrican la trenza. 
 
“La verdad es que si uno viviera sólo de la trenza viviría mal comido. Ahora el señor Peña tiene su fundación. Yo le recogía los metros y los pagaba a un precio más o menos, $600. Pero entonces tenía uno que llevar 100 o 200 metros porque el pasaje en moto vale $4000. Si llevamos 15 metros no hacemos nada. Por eso estamos mal. No tenemos quien nos apoye, quien nos capacite. Si pudiéramos formar una micro empresa para todos habría trabajo… Aquí hay para ripiar la palma, para el barro, para trenzarla, para cocer. Habría una fuente de trabajo, porque todas estas señoras saben trenzar. Y aquí tenemos la materia prima. Les estamos hablando al Ministerio, a los políticos. Pero vienen por acá y después se van. No contamos con nadie”. (William Rosario Estrada, 55 años).
 
Rocío Pico y Miguel Peña les han ayudado a un par de artesanas a construir chozas nuevas con la caña flecha que se hace el sombrero vueltiao, porque la mayoría están hechas con boñiga, que emana un calor insoportable y deja entrar el agua en la noche. Doña Élida, que tiene 89 años, amanece en la sala de su casita, en una silla de madera incómoda. "Aquí en la sala amanecemos porque en las camas no se puede dormir". El cuarto se inunda cada noche de lluvia y tormenta. Doña Agustina Marina Lázaro, que está enferma y tiene 84 años, también espera una casita nueva. Hace cuatro meses no va a llevar las trenzas a la fundación porque no puede caminar. “Me quitaron la cocina, pero a veces cocino, cuando no me duele nada”. Doña Agustina es de las que sólo alcanzan a hacer uno o dos metros diarios.
 
“Muchos están finalizando su ciclo y no queremos que se vayan sin nada, que sientan que quedaron en lo mismo, en la misma pobreza, con la misma casita de hace 40 años. Queremos mejorar esas viviendas. Por eso escogimos a los más ancianos, para que no se vayan con la desesperanza, pensando que la trenza no les dio nada. Llegamos a un trato con las señoras que trenzaban”, dice Pico. Y el trato es volver a trenzar, para empezar a vivir de la promesa de una casa nueva.
 

Por Sara Malagón Llano

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