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La película sobre la tragedia del Manchester United

Con las actuaciones de Jack O’Connell y Dougray Scott, el filme cuenta lo que ocurrió cuando por un accidente aéreo murieron ocho de sus futbolistas.

Fernando Araújo Vélez
13 de diciembre de 2012 - 10:00 p. m.
Bobby Charlton, en una imagen posterior al accidente de Múnich. Sobrevivió y se convirtió en mito.  Archivo-El Espectador.
Bobby Charlton, en una imagen posterior al accidente de Múnich. Sobrevivió y se convirtió en mito. Archivo-El Espectador.

Era el destino, dijeron los creyentes. Era el destino, porque el vuelo que debía salir de Belgrado se retrasó; porque el Manchester United fletó una nave para no repetir la historia de un año atrás, 1957, cuando perdieron un día en Praga por mal tiempo; porque uno de los jugadores refundió su pasaporte y hubo que aguardarlo más de una hora; porque el entrenador, Matt Busby, incluyó a última hora a un suplente, Geoff Bent, para reemplazar al capitán lesionado, Roger Byrne; porque en Múnich nevaba, y la niebla no dejaba ver a más de un metro; porque al avión le sonaba una turbina; porque el comandante intentó despegar dos veces; porque Duncan Edwards ya había enviado un telegrama a Londres que decía “todos los vuelos cancelados, stop, mañana volamos, stop”.

El Destino, así, con mayúscula, se fue construyendo de pequeños detalles que hubieran pasado inadvertidos si el avión que llevaba al equipo del Manchester United desde Alemania hacia Londres no se hubiera estrellado en el aeropuerto de Munich-Reim. Eran las 3:04 de la tarde. El cuadro inglés había empatado el día anterior contra el Estrella Roja de Belgrado 3-3, por los cuartos de final de la Copa Europea de clubes. Un partido más, un viaje más. Los jugadores estaban contentos, apenas contentos. Habían obtenido un buen resultado, nada más, y pensaban ya en el siguiente juego, contra el A.C. Milan. Algunos se gastaban bromas. Otros, otro, el portero, Gregg, repetía como una letanía que él no había llegado al Manchester a hacer amigos, que aquéllo no era un club social.

Desde que Matt Busby había comenzado a dirigirlo, en 1952, el Manchester United se había convertido en la gran sensación del fútbol británico. Eran los muchachos de Busby, “los Babes Busby”, como los llamaba la prensa, un grupo de jóvenes que no pasaban de 24 años, liderado por Duncan Edwards. “Fue el único jugador que me hizo sentir inferior”, diría tiempo después Bobby Charlton, quien por aquel entonces comenzaba a jugar en la primera del Manchester. Charlton sobrevivió a la tragedia de Múnich, pero, por supuesto, jamás olvidó. Fue campeón del mundo con Inglaterra en el 66, ungido como caballero por la realeza y elegido en numerosas ocasiones como el futbolista más importante del reino en la historia. Busby lo acogió desde adolescente, como a Edwards.

Cuando se desesperaba con él por sus obsesiones, lo enviaba a un muro para que le pegara a la pelota con la izquierda y la derecha, una y un millón de veces, “pero eso sí, no dejes que nadie te mire, porque nadie debe darse cuenta de lo bueno que eres”, le decía. Edwards, su gran amigo por aquellos tiempos, su ídolo incluso, había debutado con el primer equipo a los 16 años. A los 18, jugaba por vez primera en la Selección de Inglaterra. Amado por su gente, temido por los rivales, después de la tragedia de Múnich los hooligans partidarios del Liverpool y del Leeds cantaban en la tribuna, herían en la tribuna con sus cánticos al Manchester con frases como “Duncan Edwards is manure, rotting in his grave. Man you are manure, rotting in your grave”. (Duncan Edwards es estiércol, pudriéndose en su tumba. Tú eres estiércol, pudriéndote en tu tumba).

Edwards falleció 15 días después de la fatídica tarde del 6 de febrero de 1958. Matt Busby, su protector, y quien logró sobrevivir a la tragedia, pedía desde su convalecencia que le izaran banderas de colores para saber cómo evolucionaba “su” muchacho, pero ni aquellas señales ni las oraciones de sus compañeros ni las plegarias de los hinchas lograron cambiar “el destino”. Edwards murió. Fue el último de la lista que integraban sus compañeros Roger Byrne, Geoff Bent, Eddie Colman, Mark Jones, David Pegg, Tommy Taylor y Liam Whelan, tres miembros más del club, ocho periodistas, dos tripulantes, un hincha y el delegado de la agencia de viajes. La mágica historia del Manchester United y Matt Busby se había despedazado. Dolor y más dolor. Sólo el fútbol podría apaciguar tanto dolor, tanta muerte.

Por eso Busby volvió, luego de ver a los Garrincha, Didí, Pelé y Zagalo de Brasil en la Copa del 58. Volvió con sus viejas ideas y formó un nuevo grupo de muchachos, “sus muchachos”, alrededor de Charlton y de la figura irreverente de George Best. Fue campeón de nuevo. De Inglaterra, de Europa, del mundo. Arrastró su dolor sin que el público lo notara, con recuerdos santos e injustos rencores que no dejaban de serlo, porque fueran más o menos injustos. Con nombres que invocaba mordiéndose los labios, y con el rostro del capitán del vuelo 609 de la British European Airways como un eterno tormento. James Thain fue culpado por muchos, empezando por el Gobierno alemán, y durante muchos años, como el causante directo de la tragedia.

Después de 10 años de investigaciones que se reducían a la exposición de algunas fotografías, las autoridades aeronáuticas determinaron que el accidente había sido causado por la formación de aguanieve al final de la pista, y que fue ese fenómeno, más la poca visibilidad, las que hicieron que el avión no pudiera tomar la velocidad que requería para despegar. Las acusaciones contra Thain se fundaban en una fotografía publicada por varios periódicos, en la cual se veía nieve sobre una de las alas del Airspeed Ambassador. No obstante, la defensa del piloto logró conseguir y revelar el negativo original de la imagen. No había ni nieve ni indicios de nieve. Apenas en 1968 fue declarado inocente de la tragedia. Ironías de la vida, por aquella época, el Manchester United reinaba en Gran Bretaña y en Europa.

Por Fernando Araújo Vélez

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