El Magazín Cultural

Peligra la muerte del artista

Un texto para celebrar las vidas y muertes del cineasta Luis Ospina.

Rubén Mendoza / Especial para El Espectador
13 de octubre de 2019 - 10:00 p. m.
Luis Ospina en su casa, junio de 2019.  / Foto © Rubén Mendoza. Especial para El Espectador
Luis Ospina en su casa, junio de 2019. / Foto © Rubén Mendoza. Especial para El Espectador

Lina González, artista y ‘Ser fulgurante’, me avisa por chat que el domingo en una tierra briosa, sin ladrillos ni vecinos, van a “sembrar” a don Luis. Mi amado Luis Ospina: la lista de pájaros que nos hemos soportado en sus ramas es larga. El mundo no cambiará, seguramente, pero el de uno puede ser cambiado, y don Luis fue una revolución permanente de su mundo y de los que lo rodeábamos. Como Sol o planeta. Don Luis bello tenía el corazón de oro, decía que no tuvo niñez pero era un niño como esos que andan aclarando que ya son grandes; era un árbol de todas las edades al que nos encaramamos a jugar con la cámara, con hierba y sustancias, con libros y películas, hasta el último día. Tan árbol y tan anacrónico que Lina dice que lo vamos a “sembrar”: o sea que el viejo se estaba enniñando tanto que vuelve a ser semilla. 

Lina fue el amor de los últimos siete años de la vida de don Luis: y más importante aún que el amor de la vida, el amor de sus últimas cuatro vidas, y más importante aún: el amor de la muerte. Nuestra señora Muerte, portadora de paz y bálsamo definitivo del dolor, que venía in crescendo en el último año por fuera y por dentro, y que algunos no respetaron por lucir en público el poder de su séquito; no voy a recordar acá las palabras que él tenía para los que lo desdeñaron injustamente, pero sé que él no hubiera tenido la desfachatez de ensalzarlos en su respectiva muerte. Conocí sentimientos profundos de don Luis y sé lo profundo que era en el amor y en el desprecio. Personalmente renuncié al bochinche justamente por ver cómo le ardían sus heridas: hoy dediquémonos al vivo, que don Luis siempre estará vivo y siempre estuvo muerto, y siempre fue un buen muerto: no como tantos que se vuelven buenos muertos es con la muerte. 

Soy feliz de que don Luis haya muerto enamorado y en unos brazos inmensos, de una creadora, que lo protegieron tanto. Lina apareció en su vida contadas semanas antes de que comenzara oficialmente su dolor y aún así decidió vivir ese camino de equilibrista entre la vida y la muerte; esos últimos siete años que se anunciaban con garantía de padecimientos y de paciencia: pero también de risa, amor, ingenio, viajes, abrazos, endoscopias. Gracias a Lina porque sin ella don Luis no habría aguantado un año y el tiempo que hubiera soportado habría sido indigno.

En 2012, cuando todo comenzó por el principio del fin y apareció el tal tumor de GIST, don Luis me citó a filmarlo en la clínica. Fui tres días, repartidos en tres semanas, de los que guardo algo más de seis horas de material, en el que habló como habla el que está seguro de la inminencia de la muerte y ya no le importa nada. Cosas que incluso se oponían a su leyenda, o la aumentaban de ternura: su confesión por ejemplo de que mientras estuvo en la universidad en California no tuvo novia alguna: “En esa época solo me enamoraba de las actrices de cine”, me dijo, o que su primer beso fue robado mientras “volaba” debajo de un piano cuando tenía ya 21 años. ¡VENTIÚN!… 

En esas grabaciones aparece Lina por primera vez en cámara con don Luis, y él me la presenta y yo le digo que nos hemos cruzado un par de veces en la escalera que llevaba a su madriguera (la de don Luis). En esas entrevistas dice entre muchas otras cosas que “uno viene a la vida fundamentalmente a vivir la experiencia del amor” (y habla del amor de pareja primero, y hace una pirámide en el aire donde la punta es esa, y luego subraya en el viento la porción de la pirámide de familia y amigos y así): “¿te imaginás uno en esta situación sin amor?”, me pregunta. Cada día de esos tres de grabación tuvo como puntuación alguna cirugía “pequeña” pero peligrosa siempre (muchos órganos comprometidos), y eran la antesala de las intervenciones más grandes que llegaron inclusive a poner algunos instantes su corazón en pausa. En algún momento le pregunto que si sobrevivía a los procedimientos creía que iba a volver de otra manera, alrevesado: como le pasó al Fernando González de El remordimiento, que debió parar de escribir para someterse a una cirugía y cuando retoma la escritura del libro es otro, libre frente al dolor y con otra forma de ver la vida, la obra en curso y el remordimiento. Me respondía su terquedad, sin palabras: este adorado zombie, don Luis, salía siendo el mismo de cada prueba. El mismo. Coherencia a prueba de morfina y de Caronte. Así: en la puerta de la muerte con una sonrisa, una lágrima inmaterial, una palabra con la mecha encendida y un insulto siempre listos en su mesita. 

“Sembrar”, dice Lina, y yo me sacudo porque todos estos días después de su muerte lo he pensado fundamentalmente como un árbol. Fue además el único árbol al que trepó ese niño miedoso de las bicicletas y de trepar los árboles: el árbol de sí mismo. Su casa era una madriguera pero en sentido contrario: no un refugio en un árbol sino un refugio del árbol, donde se refugiaba el árbol mismo como un dibujo imposible que se muerde la cola. Allí dejó subir a su generación (fue él de los primeros en leer a Andrés y supo que tenía un destino definitivo con la literatura y para la literatura nuestra), y quien dio orden a la libertad de Mayolo (de lo que se ufanaba), y luego subió a los cinféfilos a sus ramas, y después a las nuevas generaciones que lo fuimos descubriendo por sus películas, lo fuimos adorando por las mismas (ya “pulidas por el tiempo” como bien dijo Víctor Gaviria en el texto tan bello que publicó por su muerte), y lo fuimos amando por su lucidez y sobre todo por saborear quién era: un lobo solitario también. Hermanita Lina (así como se hablan los lobos en El libro de la selva, en la novela). Hermanitos en Luis, en el amor a don Luis, como con otros pocos… ahora mismo mientras escribo en Dominicana vengo de pasar la noche con otros hermanitos en Luis: Laura Amelia Guzmán e Israel Cárdenas, quienes lo dirigieron en la última película en que aparece como actor: La fiera y la fiesta. Sin habernos visto jamás, la muerte de don Luis, pero sobre todo su vida, nos entrecruzó en un abrazo que ya es un pacto, así como don Luis dejaba las cosas, para siempre. Don Luis dejó un poco de hijos y hermanos y madres y padres con ese amor que es solo uno, un solo corazón impecable e incestuoso: comprueba también esa otra cosa que dice Víctor en su texto: “Luis Ospina es un lugar”. De acuerdo. Luis Ospina es un lugar con raíces acá y allá y al otro lado de los charcos en donde puñados de amores nos encontramos. Es un país.

Así como un árbol-lobo lo recuerdo, con todos los sentidos afinados. Sabiendo andar en manada, pero sabiendo andar solo. Queriendo a veces andar en manada y tantas otras queriendo andar solo, tragándose la vida con los ojos, con la boca, con las manos, con los oídos, con la nariz… con cada sentido como hizo él con Lorenzo Jaramillo en Nuestra película, y ahora lo entiendo, porque es la única manera de abarcarlo: la lista de cosas que vi por él, que oí, que saborié, que olí, que sentí, que amé es interminable. Para cada sentido tenía algo maravilloso en su casa, mi verdadera Universidad, a donde llegué con 20 años, en 2001, mucho antes de graduarme de la Nacional para ser su editor, y que era en realidad una mina dedicada al conocimiento; luego vi también que a los amores, a los amigos, a la rumba. 

Cuando entré yo no conocía más de 30 canciones de Bob Dylan, que portaba y repetía desde la adolescencia, y encontré 500 en sus discos que además emepetresié y empecé a llevar puestas .Y encontré a Niel Young completo y a Chavela Vargas y a Aretha. Y vi que transitaba generaciones con sus adorados Rolling Stones, y Sonic Youth y Pearl Jam, y Elvis, y Costelo y Triana, y Mahler y Gluck y Camarón y Arvo Pärt, Nina Simone, Ray Charles, Billie Holiday, Ella Fitzgerald y a nadar en música. Y a nadar en libros y ni qué decir de películas: todo al lado de todo: Liliana Cavani junto Salinger, Vallejo junto a Barbet, a Céline, a Cioran, a Genet, a Débora Arango, a Kafka, a Capra, a los cuadros de su adorada Karen, a Kiarostami, a Riefenstahl, a Erice, a Goya, a Gramsci, a Houellebecq… y a su archivo de curiosidades de décadas que con su don de taxónomo iban encontrando lugar año a año en sus proyectos… y para qué seguir… una mina para un joven, para un adulto, para un viejo. Aparte de la mina de amor de su corazón, de su lealtad, de su energía: de su certeza de que no había gloria que valiera herir a un amado. De comprobar que la rebeldía tenía un camino transparente, de sentir que había un “viejo” del cine que no se aprovechaba de quien inicia, de los “pasantes”, que lo que decía pagar, pagaba el día que había dicho que pagaba, sin renegociar, sin traficar con su rango, su generosidad o su talento, sin sobresalir por talar a los otros, sino por la composición natural de su presencia.

Allá arriba montamos dos de sus películas y la primera mía… y luego salí en la última suya e iba a ser el encargado, junto a Sandro Romero, de terminarla si moría: recuerdo la sensación cuando me llamó estando yo en Popayán a decirme que esa era su voluntad y que la expresaría en una carta al Ministerio de Cultura, entidad con la que había ganado recursos para terminarla: no pensé en el honor que me hacía al proponerlo, ni en la responsabilidad que me pedía compartir con su amigo Sandro. Solo pensaba: “cómo será la vida sin este hombre…” “Cómo sería el bosque sin él”. Seis años hace cuentas don Luis en esas grabaciones de la clínica que trabajamos juntos y hasta hoy son 19 de querernos.  Yo tengo mi lista y sé que cada uno de sus seres amados tiene la propia y sus cuentas de años. 

Yo no sé por dónde empezar en este incendio de confusión y éxtasis que tengo adentro, celebrando su vida, y cantando su muerte: por la mesa de edición que regamos de humo y sahumeriamos de whiskey… o por su casa y las rumbas descomunales, o por Santafé de Antioquia, o por Amiens, o por París, o Nueva York o un desierto en Leyva o en Sonora, o por el guayabo en que lo recogí por primera vez para que fuera a darnos una charla de desmotivación profesional y donde paradójicamente nos unimos por el amor a Vallejo para que yo le ayudara a editar La desazón suprema. O por las noches y amaneceres de consuelos y tusas; o esperando unos resultados de VIH de una amiga querida, en silencio, hasta que al enterarse al otro día volviera conclusión la tranquilidad: “hay que pensar que eso no está en nuestro destino”… o por la semana, Santa, en que nos dimos la mano siguiendo el desastre de Mayolo, que deambulaba como un zombie con los cables de la clínica colgando, escapado, por la Macarena en el año de su muerte, mientras don Luis me dejaba cortando Un tigre de papel y se iba a rescatar a su amigo. 

O cuando se las arreglaba para hacernos llegar en manos santas hierba santa, marihuana, donde estuviéramos rodando, en la más impensable de las caletas: cajas de Zolpidem. O en las rumbas en In vitro o en La Peluquería junto al Cucho y todo el parche de La sociedad del semáforo (El almuerzo de Viridiana, como nos llamó). O por la única vez que habló de su corazón triste en su terraza, donde a diario llegaba ese olor empalagoso “¡ya empezaron con el spray de pollo!”; o por el 2017 en México donde en la presentación que me hizo generosamente en la Cátedra Bergman de la UNAM, casi no logra empezar a hablar porque la primera noche de esa estancia, la rumba había sido violenta: tan violenta que en ese viaje no pudo rumbiar un solo día más. El 2017 donde nos encontramos siete veces, todas por fuera de Colombia y todas con el mismo esquema: una primera rumba descomunal que le imposibilitaba otra más en cada estancia en la ciudad respectiva… porque don Luis para hacerle tanto el feo a la vida la derrochaba sin pena. Estaba agarrado a ella con garras y raíces. Se sometía a todos los procedimientos y dolores para seguir, con una sola condición: no cambiar su forma de vida; no renunciar a los excesos de la rumba, del cine, del amor, del Lexotan, del insomnio. Seguía vivo sin renunciar de ninguna manera a la vida, como la entendía, y en estos últimos siete años pensando en que no se acabara el amor. Era la única manera en que don Luis no podía concebir la vida: sin amor.

Como barajando un naipe con fuerza empiezan a sucederse los recuerdos, y me atasco; y traquea en mi mente el piso de madera de su casa, que crujía como los árboles con el viento y entre las grietas de ese sonido al lado de los recuerdos épicos, empiezan a aparecer los pequeñitos, los simples, los almuerzos, los encuentros en cine, su compañía como amuleto cuando llegaban algunos premios por la obra o para hacerla. Sé cómo se alegró y me celebró y me defendió en sus muros: muchos otros y alguna vez él mismo me lo contaron. Celebraba siempre los éxitos de sus amigos como éxitos del cine, propios: un rockstar al derecho y al revés, pues él era el que se hacía las fotos al lado de quien estuviera logrando alguna cosa, con su corazón y su obra libres de envidia, como pocos cineastas, químicamente inofensivo; o él como fotógrafo, como audiencia… pero recuerdo sobre todo: los silencios cómodos. Largos. Insoportables para muchos. Saber estar en silencio, saber aceptar su mirada perdida y perder la de uno en ese silencio, eternidades, para volver de las brumas de la nada y el pensamiento en el trueno de una carcajada, en un sorbo de alcohol, con uno de nuestros juguetes favoritos y con el que él es un maestro inigualable: las palabras. Nunca vi tal velocidad, ni tal capacidad de relación para sacar chispas al chocar dos palabras. Su capacidad de relacionar las imágenes, los mundos y las cosas, venía de las palabras, de la lengua, pero la ejercitaba con todas las formas de expresarse, con todas las escrituras. Por eso mismo editar con él, editar que es uno de los oficios de relacionar por excelencia, mezclar y ver el resultado, siempre fue una clase magistral. Cada día.

De todo, sin embargo, me quedaría con la llegada a su casa para su cumpleaños 67. Ese día me recibió con un abrazo paternal, o de hijo, uno con él nunca sabía. Pero él, famoso porque de sus “sentimientos no habla”, “Capitán Misterio”, me tiró al centro del corazón por las orejas un “Yo a vos te amo Rubén”, y lo repitió horas más tarde. Con algunos testigos al lado para más exotismo; yo se lo devolví encantado. Yo que ya sabía cuánto lo amaba y que me amaba sin que tuviera que decirlo, agradecí que este árbol-lobo fuera además humano, para poner por esa vez en palabras eso que sé que sentía por otros más de forma tan contundente. Don Luis, serio como dije en el amor, era un amigo que daba la vida en la amistad. 

Amado lobo: he pensado remojar la palabra en ron, ahumarla, atascarla en líneas enredadas, untarlas del corazón a mil después del baile, consultar a los hongos, correr ciudades que no me esperaban, aceptar el trance de la meditación en la cumbre de la tristeza, beberme los bajos de la música que me pongo al frente para que me atreviesen y me arrullen, pero no puedo hacer nada con esta respiración profunda que me deja con su muerte. No sirve ninguna sustancia, no sirvió sino una música de todas las que probé para escribirle, y la canción cuando abrió la llave la repetí hasta el cansancio por días, en su nombre, mientras tiro de este hilo y le escribo. Se lo dije al sabio burro Velandia: se siente un calor que viene de adentro mi llave… como un pájaro que me crece incendiado… no se puede andar una calle, empezar una conferencia, oír una canción sin sentir que es una ceremonia huérfana que se alarga… un fuego que crece adentro como un germinado mano mío… como quitarse la ropa y al irla dejando por el otro lado, tirada, ver que se ha vuelto fuego en el piso… sentir todas las máscaras… las de todos y las mías… bailar mirando al cielo como si no estuviera el techo y asistir al trance de la muerte del maestro… o no sé qué mierdas… sé que se viene un período de protección como cuando murió el otro viejo… y cómo vivirlo a conciencia llave mía… no respirar: temblar, ¿entiende?… tengo la respiración profunda y limpia, como cuando uno sale del mar o se mete una llorada la hijueputa, de dos horas, solo, sin complejos ni testigos… tengo tantos pedazos que no sé ni de dónde recoger... todos casan con todos y todos son uno, todo, la misma pieza... estoy muy confundido y sin embargo siento todo claritico: es agradecimiento.  

Esa respiración transparente de portar a alguien en el corazón de aquí en adelante, donde tantos nos lo estamos repartiendo, felices de haberlo saboreado don Luis, de saber que usted tenía eso tan hermoso de que quien lo rodeara trataba de darle lo mejor que tuviera. Uno con usted don Luis trataba de ser el mejor uno, y ofrecérselo, porque usted no merecía menos. Por eso era tan fácil verlo pelear por la injusticia y tan difícil pelear con usted. No recuerdo ni en las más críticas de las diferencias creativas una ruptura sucia, un irrespeto, desdén siquiera. Otra razón más para sentir que tenerlo cerca ha sido un privilegio: acostumbrados como estamos a que nuestros Maestros pertenezcan a otros mundos, a otros tiempos y distancias, a que se nos impongan como una religión de occidente como parte de una evangelización: tenerlo acá ha sido una delicia. Tener al Maestro cerquita, como una fuente donde calmar la sed y preparar las manos para la obra… tener un Maestro en el arte que uno escogió para darle forma a la vida y además, como si fuera poco, un Maestro en ejercer la Vida misma, en vivirla, en consentirla y protestarla.

Gracias por los amigos que me hereda y que heredó entre todos a todos: por Jimmy, Sandro,  las Leaph, Karen, las Vásquez, La Paisa, Diego, y los olvidados. Por pasar la mano y posar la mirada con tanto cariño y por sorpresa sobre Amalia… gracias indecibles por la amistad de Vallejo, de Barbet, de Lucas, de Rosarito, por las fogatas que hizo entre los nuevos y por ampliar el lazo entre los que nos fuimos armando a su lado o a quienes nos renovó el amor o lo amplió por el hecho de quererlo: con Navas, con Vasco, con Juancho, con Lina C., con Isajaguar, con Gery, con Franco. Para mí fue una alegría que me llamaran tantos de tantos lugares del mundo como si fuera su huérfano, a darme condolencias y preguntarme dónde serían las celebraciones que no serían, pero que serán muchos más días y en muchos más lugares: no hubo funeraria, ni misa, ni nada, a su estilo. También que me llamaran imprudentes buitres de la prensa a confirmar que usted hubiera muerto antes de que muriera; fui feliz esa mañana tan triste “confundiéndolos cuando quieren es que los desconfunda”, imaginando que era la útlima gota de su caudal de humor negro,  y que no demoraba en revivir, otra vez más, solo para joderles la chiva, a decirles que no se adelantaran y caer de nuevo para siempre en la “noche más larga”. Sin cuerpo, ni sala de velación nos tocó celebrarlo en las catedrales de los cines pero sobre todo en la catedral de la Vida. A donde vayamos don Luis, yo sé, estará en un porro vanidoso pero mal pegado, en la pólvora de las palabras, en las mil versiones de una canción de Dylan, en el vacío del dolor sin su defensa, en su sonrisa que disolvía la tormenta…

Cayó un árbol inmenso. Sacudió las raíces de tantos otros. Cayó, descomunal, con toda la fuerza, pero sobre las manos de musgo de amores y amigos. En la suavidad de la memoria. Así, descomunal y mullida es también, don Luis, la muerte de un Maestro: la profunda oscuridad de la partida pero el paso de la luz en la caída: darle espacio a otros, hacerse literalmente alimento en el suelo para otras raíces, de otros. Pasa la luz y se hace el filtro de la libertad. Uno hace siempre para sus maestros, en el fondo, como le dije desde el escenario ese año en esa película. Alguien que nos ha marcado la vida a tantos como usted, alguien que saca lo mejor de uno, está siempre presente en todo lo que uno hace: “cómo lo verá, qué dirá, qué sentirá, ¿lo honrará?”… así que la muerte del Maestro también es una liberación: quitarse el yugo de la mirada del Maestro… pero también un renacimiento. Ya no está el ojo suyo encima, sí, pero va adentro: qué diría, qué sentiría, qué vería, cómo vibra el corazón de uno en la parte que tiene su nombre y que habita. Se nos vienen muchos carnavales en su nombre. Con los que lo amamos no debe preocuparse de eso que tanto usted temía: “la falta de memoria es la muerte”. Si es por la memoria usted no murió, usted “no estaba ocupado muriendo”: además de estar siendo sembrado bajo una Palma Espina (como si usted mismo hubiera preparado el juego de palabras), también estaba naciendo en miles de almas que lo quieren y lo añoran; estaba siendo sembrado por Nuestra Señora Muerte en cientos de corazones tiernos, que son como tierra que palpita.

Por Rubén Mendoza / Especial para El Espectador

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