El Magazín Cultural

“Pequeño glosario de antintelectualismo académico”: Cambio de paradigma y emprendimiento

El antintelectualismo es una atmósfera, no una corriente de pensamiento. Su vaguedad, de hecho, lo mantiene vivo y le otorga su fuerza irresistible. Ciertas expresiones del antintelectualismo son como pequeños artefactos productores de asentimiento, y su fuente de energía es la ambigüedad. Muchas entradas de nuestro “Pequeño glosario de antintelectualismo académico” tratan de desmontar, como si fueran máquinas de relojería, los mecanismos retóricos que producen asentimiento y obligan a suspender la reflexión. En la primera entrega nos referimos a algunos términos, como “excelencia” y “aprender a aprender”, a los que uno no puede oponerse. Esta segunda entrega complementa la anterior con dos nuevos términos.

William Díaz Villarreal * / Especial para El Espectador
11 de marzo de 2020 - 04:36 p. m.
Desde la academia se plantea una “creciente incertidumbre económica” y se habla de “ciclos de vida de los productos cada vez más cortos” que obligan a la innovación. / Getty Images
Desde la academia se plantea una “creciente incertidumbre económica” y se habla de “ciclos de vida de los productos cada vez más cortos” que obligan a la innovación. / Getty Images

Cambio de paradigma

En la era de la innovación y el emprendimiento, todos somos invitados de manera sospechosamente insistente a cambiar de paradigmas. Los trabajadores deben entender la importancia de las aplicaciones virtuales como forma de conectar amigablemente a quienes ofrecen un servicio y quienes lo necesitan, y adaptarse con gusto a la libertad que ofrece la uberización del empleo. Los periodistas deben aceptar que la llegada de web 2.0 altera la relación de los productores y consumidores de noticias, y asumir la reducción de salarios y el aumento de las responsabilidades como una oportunidad y un reto. Los campesinos deben reconocer que en una economía globalizada la producción de alimentos se ve obligada a la industrialización para ser competitivos, y enfrentar con valentía los desafíos de su nueva situación de peones de la agroindustria. La universidad debe entender que el esquema “medieval” y “premoderno” de la educación para la cultura es obsoleto, y ver con optimismo los nuevos horizontes que abre la educación para el mercado de trabajo y la economía del conocimiento. Los profesores deben aceptar que el docente “tradicional” ya está mandado a recoger, y abrir las puertas a las plataformas virtuales. (Le sugerimos leeer la primera entrega de esta serie).

En su sentido griego original, “paradigma” significa modelo o ejemplo. Por eso, Thomas Kuhn usó la palabra para hablar de la estructura de las revoluciones científicas: un cambio de paradigma es un cambio en los modelos explicativos en los que se basan las ciencias particulares en un momento histórico dado. Este es el sentido que acoge, por ejemplo, la Real Academia de la Lengua Española en una de las acepciones del término: “teoría o conjunto de teorías cuyo núcleo central se acepta sin cuestionar y que suministra la base y modelo para resolver problemas y avanzar en el conocimiento”. La moralización contemporánea de esta palabra se advierte en el sentido unilateral que ha adquirido en el discurso público. Por ser “aceptado sin cuestionar”, un paradigma agotado es una camisa de fuerza, un rezago conservador de una institución abolida. Lo nuevo, en cambio, siempre será bueno. Por eso, nadie piensa que un cambio de paradigma conduce a algo peor. Todo lo contrario, en el discurso de políticos y burócratas, cambiar de paradigma es abrir las puertas a un mundo lleno de posibilidades que hoy nos están negadas. Lo nuevo no necesita ser llenado de ningún contenido, salvo la representación de la promesa de algo diferente: con razón es tan difícil criticar los llamados a la innovación.

El origen histórico de la pasión actual por los cambios de paradigma se expresa bien con una imagen de Milan Kundera en El telón. Hasta comienzos del siglo XX, afirma Kundera, “la humanidad se dividía en dos, los que defendían el statu quo, y los que querían cambiarlo”. Entonces, la historia fue objeto de una aceleración que alteró esta percepción. “Mientras que, antaño, el hombre vivía en el mismo escenario en una sociedad que se transformaba lentamente, llegó el momento en que, de repente, empezó a sentir que la Historia se movía bajo sus pies, como una cinta transportadora: ¡el statu quo se ponía en movimiento! ¡De golpe, estar de acuerdo con el statu quo fue lo mismo que estar de acuerdo con la Historia que se mueve! Al fin, se pudo ser a la vez progresista y conformista, bienpensante y rebelde!”. El statu quo es hoy un tren que avanza a velocidad vertiginosa, impulsado por un motor que parece andar solo y montado sobre unos rieles que, aparentemente, no conducen a ninguna parte. El cambio de paradigma que se demanda hoy de los individuos no es, en realidad, ningún cambio, y mucho menos de paradigma. Cambiar de paradigma hoy equivale a seguir montados alegremente en el tren del statu quo.

Emprendimiento

De acuerdo con las recomendaciones del 2005 de la Comisión Europea para la creación de un marco común de la educación, las “competencias clave para el aprendizaje continuo” son: “comunicación en la lengua materna” y en “lenguas extranjeras”, “competencia matemática y (...) en ciencia y tecnología”, “competencia digital”, “aprender a aprender”, “competencias interpersonales, interculturales y sociales, y competencia cívica”, “espíritu de empresa” y “expresión cultural”. Se puede argumentar en favor de las competencias lingüísticas, matemáticas o digitales, así como de las habilidades en el trato social y en el reconocimiento de la variedad cultural para el desarrollo de una cultura del aprendizaje continuo; se puede incluso aceptar con cierta reticencia que “aprender a aprender” tiene algún sentido práctico, aunque no se refiera a ningún contenido material. Sin embargo, el vínculo entre el espíritu de empresa (entrepreneurship) y el aprendizaje es mucho más débil. La causa por la que se ha incluido una competencia tan extraña en la idea de aprendizaje, por supuesto, no tiene nada que ver con razones pedagógicas o académicas, sino con supuestos que se han naturalizado durante los últimos años. El espíritu de empresa impregna tan íntimamente nuestros valores en tiempos de neoliberalismo, que se acepta como una cualidad humana que no demanda justificaciones posteriores.

“Por espíritu de empresa se entiende la habilidad de la persona para transformar las ideas en actos”, dice el documento de la Comisión. Una definición convenientemente vaga que parece evocar el sentido etimológico más inocente del término “emprendedor” o “empresario”: aquel que toma algo entre sus manos. Si asumir algo y convertirlo en actos es ser empresario, entonces todos somos empresarios prácticamente en cualquier circunstancia. En el espíritu empresarial, dice el documento, “se apoyan todas las personas no sólo en la vida cotidiana, en casa y en la sociedad, también en el lugar de trabajo, al ser conscientes del contexto en el que se desarrolla su trabajo y ser capaces de aprovechar las oportunidades”. Ser emprendedor está en nuestra naturaleza, y si no hemos visto las manifestaciones de esta facultad humana en la vida cotidiana, en la casa y en nuestras relaciones sociales, es porque hemos sido ciegos. La función de la educación consiste, pues en sacarnos de nuestro desconocimiento de esa verdad incontestable. Como dice el sociólogo Ulrich Bröckling en una nota sobre el término “empresario” en su Glosario del presente, el emprendimiento es, parodiando a Kant, la salida del ser humano de su estado de improductividad, del cual él mismo es culpable.

La hinchazón retórica del emprendimiento ha convertido al empresario en el modelo de la subjetividad contemporánea, y las universidades han terminado por darle al espíritu empresarial un lugar privilegiado a la hora de pensar en su función pública. La verdad es que, ante la aplanadora ideológica y política del neoliberalismo, ellas no tienen otra alternativa. Cada vez se acepta con mayor naturalidad que el emprendimiento tiene un papel crucial en la creación de empleo, el crecimiento económico y la competitividad. El emprendimiento no necesita justificarse porque está instalado en el corazón de la economía capitalista, mientras que la universidad lleva todas las de perder: es una institución demasiado pesada burocráticamente, demasiado costosa, demasiado anclada en el pasado, demasiado crítica, demasiado comprometida con la prioridad del conocimiento y la reflexión, con el uso público de la razón. Por eso, el emprendimiento no puede convertirse en un objeto de la reflexión crítica en la universidad; al contrario, hay que poner la reflexión académica al servicio de la formación en emprendimiento.

Un reporte británico del 2009 resume en su título cuál es el espíritu de los tiempos que corren para la academia: Desarrollando profesionales emprendedores - Poniendo el emprendimiento de en centro de la educación superior. Este reporte fue patrocinado por importantes asociaciones de empresarios ingleses comprometidas con la innovación y, sobre todo, aportantes al sistema de financiamiento de la investigación y la educación superior del Reino Unido. Las primeras líneas del prefacio describen el cambio que se ha operado en las universidades, y anuncian con optimismo lo que se avecina: “Cuando yo estaba en la universidad en los ochenta, ‘negocios’ (business) era con mucho una palabra sucia en los círculos académicos”, dice Lord Karan Bilimoria, fundador de Cobra Beer y abanderado del Consejo Nacional para el Emprendimiento Profesional. Ahora él se muestra “feliz al decir que esta situación ha cambiado dramáticamente, aunque todavía haya trabajo por hacer”. La competitividad del Reino Unido, argumenta, depende de “nuestra habilidad para crear profesionales listos para los negocios”; por eso, hay que generar un “ambiente en el que los estudiantes puedan florecer”. No es suficiente fomentar la creación de spin offs y start ups en todas las áreas de formación profesional; las Instituciones de Educación Superior deben “acoger la educación en los negocios si quieren atraer a los estudiantes, ofreciéndoles los cursos en emprendimiento y negocios que ellos desean cada vez más”.

Con la literatura de autoayuda, el emprendimiento se ha encargado ya de elaborar una rica retórica de autocomplacencia y frivolidad. Lo inquietante, sin embargo, es la forma en que esta retórica ha permeado el discurso oficial de las instituciones de educación superior. Para hablar de espíritu de empresa, el documento de la Comisión Europea mezcla términos disímiles sin el menor asomo de ironía: el espíritu de empresa “está relacionado con la creatividad, la innovación y la asunción de riesgos, así como con la habilidad para planificar y gestionar proyectos con el fin de alcanzar objetivos”. La “creatividad” y la “innovación” asocian al empresario con el artista, el científico y el inventor, la “asunción de riesgos”, con el aventurero, y la “gestión de proyectos”, con el administrador. La  retórica del emprendimiento convierte al manager en el emblema del hombre de acción total. Artista, científico, inventor y aventurero: el gerente es un inconforme, pone en movimiento un mundo anquilosado y descubre siempre nuevos horizontes. “Para la cultura del emprendimiento no hay lugar para las asignaturas disciplinares regladas y normalizadas”, dice Bröckling: el cultivo del no conformismo representa un rasgo distintivo de su individualidad.

La jerga del emprendimiento ama la hipérbole del individuo exitoso que rompe los límites que le imponen el mundo y la sociedad. Se apoya en el ejemplo de los grandes hombres que iniciaron negocios a partir de nada: Steve Jobs y Apple, Bill Gates y Microsoft, Jeff Bezos y Amazon, Mark Zuckerberg y Facebook. El emprendedor se destaca sólo en el sentido en que se crea a sí mismo como una marca registrada. Pero la imagen mítica que se recicla aquí es la del joven solitario o el grupo de amigos excéntricos que, de pronto, tienen una idea genial y la llevan a cabo. Para que ella se convierta en un negocio floreciente sólo se necesita tesón, espíritu de trabajo y ganas de triunfar; y si fracasa, es porque su responsable no ha sido suficientemente emprendedor. Lo que se pasa por alto con frecuencia, sin embargo, es que todos estos casos de grandes hombres y empresas son muy excepcionales dentro de la pequeña isla de casos excepcionales. De hecho, la regla es que los proyectos de emprendimiento fracasen, lo excepcional es que tengan algún tipo de éxito, y lo normal dentro de estos últimos es que el éxito sea modesto. Para que un Steve Jobs se convierta en el dios que domina las aguas de ciertos productos tecnológicos, es necesario que millones de marineros mueran ahogados y unos cuantos se mantengan mediocremente a flote. Ni qué decir del papel activo de Apple Corporation, con todos sus millones, con toda su capacidad global de presión política y económica, en el hundimiento de tantas empresas, en el olvido de tantos naufragios. Tal es la ley del mercado, del que se habla tanto, pero con tan poca seriedad.

Esta es, en pocas palabras, la paradoja que sostiene la cultura del emprendimiento: presupone que todos pueden ser emprendedores, pero asume que muy pocos llegan a serlo realmente. Y es precisamente ahí, en esta diferenciación radical, donde se fundamenta la caracterización económica del emprendimiento y su ética capitalista, cuyos principios básicos son la sobrevivencia del más fuerte y la culpabilidad individual de quien fracasa. Toda su retórica, adaptada ahora a la vida académica, maquilla esta verdad de a puño que terminará, a la larga, por pasarles su cuenta de cobro a las universidades: cuando sea imposible ocultar los montones de spin offs y start ups fracasados y ya no sea posible simplemente achacar culpas individuales a los jóvenes en quiebra, se le demandará a la universidad no haber hecho lo suficiente para inculcar en los jóvenes un verdadero espíritu de empresa. La universidad ya no podrá entonces oponerse a las nuevas reformas, pues habrá sido señalada públicamente como una de las mayores responsables del desempleo y de la pobre competitividad de una región o un país. Ya se observa el germen de esta actitud en los documentos oficiales a favor del emprendimiento, que suelen acusar a la universidad de no ser lo suficientemente flexible para reconocer su papel en el desarrollo económico.

La necesidad del emprendimiento en las universidad se ha justificado de muchas maneras durante las últimas décadas. Junto a su impacto en la creación de empleo, el crecimiento económico y la competitividad, se apela a su capacidad para liberar las potencialidades individuales, lo que los más acérrimos defensores del emprendimiento llaman el “florecer” de los individuos. Tales argumentos aparecen, por ejemplo, en la introducción a un número especial de Industry and Higher Education dedicado al papel de la universidad en el emprendimiento. Este texto está salpicado de otras razones menos optimistas que contrastan con el tono jovial en que son presentadas: menciona una “creciente incertidumbre económica”, habla de “ciclos de vida de los productos cada vez más cortos” que obligan a la innovación, y también dice que las crecientes “fusiones empresariales”, los “recortes de personal”, las “desregulaciones” y las “privatizaciones” demandan “una fuerza de trabajo más flexible y reactiva”. Así se admite sin querer que, en el fondo, las causas para el actual auge de la cultura del emprendimiento son más prosaicas y preocupantes, y que difícilmente pueden los individuos florecer en un terreno tan árido. La inestabilidad laboral, la contracción del empleo formal, el deterioro de las condiciones laborales, es decir, la aniquilación del trabajo a nivel global, han llevado a los nuevos trabajadores, simplemente, a “emprender”, que no es otra cosa que ingeniárselas para sobrevivir. Que los empresarios con influencia política pidan que el emprendimiento ocupe un lugar central en la formación académica es comprensible, pues se enmarca en su propio sistema de valores. Es menos comprensible, sin embargo, que los funcionarios estatales y los rectores de las universidades atiendan al pedido con tanta diligencia. Lo hacen porque están obligados por la fuerza de las circunstancias, pero también porque así tratan de lidiar con la impotencia que produce el estado actual de cosas. La jerga del emprendimiento en la universidad no es más que la manifestación de la mala conciencia de los funcionarios y los académicos ante un hecho incontestable: que durante las últimas décadas, el trabajo ha perdido todas las batallas en la lucha contra el capital, que cada vez sale más fortalecido.

* Profesor del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia.

Por William Díaz Villarreal * / Especial para El Espectador

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