El Magazín Cultural

Pinochet: "Hay que matar a ese marxista conchesumadre (Allende)"

Un día como hoy, 45 años atrás, falleció en el Palacio de la Moneda, presumiblemente por mano propia, el entonces presidente constitucional de Chile, Salvador Allende, luego de un ataque de las fuerzas armadas, dirigidas por Augusto Pinochet. Esta es la historia, siempre incompleta, de lo que ocurrió entonces.

FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ
11 de septiembre de 2018 - 08:37 p. m.
Una de las últimas imágenes en las que Allende aparece con vida, antes de su muerte el 11 de septiembre de 1973.  / Archivo
Una de las últimas imágenes en las que Allende aparece con vida, antes de su muerte el 11 de septiembre de 1973. / Archivo

Habrá cientos de relatos más que se sumarán a los cientos de miles que ya han sido publicados, escritos, cantados, filmados, y todos tendrán algo de verdad y mucho de mentira, aunque los hechos hayan sido los mismos. Contarán la historia de Salvador Allende, un hombre, nada más que un hombre, que se la jugó desde su juventud por cambiar el sistema de las cosas en su país, Chile, y quien por llegar al poder se lanzó cuatro veces como candidato a la Presidencia de la República, hasta que fue elegido en 1970. Peleó, sufrió, lloró, celebró, soñó. Sus últimas palabras, difundidas por Radio Magallanes, la única emisora de radio que seguía siéndole fiel el 11 de septiembre de 1973, pese a la inminencia de un golpe de Estado, fueron más o menos las mismas palabras que dijo tantas otras veces en tantas tarimas a lo largo y ancho de América para invitar a su gente, su pueblo, a luchar por algo de dignidad, algo de justicia e igualdad.

Desde el Palacio de La Moneda, sobre las nueve de la mañana, Allende dijo: “Seguramente esta será la última oportunidad en que pueda dirigirme a ustedes. La Fuerza Aérea ha bombardeado las torres de Radio Postales y Radio Corporación. Mis palabras no tienen amargura sino decepción. Que sean ellas el castigo moral para los que han traicionado el juramento que hicieron: soldados de Chile, comandantes en jefe titulares, el almirante Merino, que se ha autodesignado comandante de la Armada, más el señor Mendoza, general rastrero que sólo ayer manifestara su fidelidad y lealtad al Gobierno, y que también se ha autodenominado director general de carabineros. Ante estos hechos sólo me cabe decir a los trabajadores: ¡Yo no voy a renunciar! Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo.

Y les digo que tengo la certeza de que la semilla que hemos entregado a la conciencia digna de miles y miles de chilenos no podrá ser segada definitivamente. Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos. Trabajadores de mi Patria: quiero agradecerles la lealtad que siempre tuvieron, la confianza que depositaron en un hombre que sólo fue intérprete de grandes anhelos de justicia, que empeñó su palabra en que respetaría la Constitución y la ley, y así lo hizo. En este momento definitivo, el último en que yo pueda dirigirme a ustedes, quiero que aprovechen la lección: el capital foráneo, el imperialismo, unidos a la reacción, creó el clima para que las Fuerzas Armadas rompieran su tradición, la que les enseñara el general Schneider y reafirmara el comandante Araya, víctimas del mismo sector social que hoy estará en sus casas esperando con mano ajena reconquistar el poder para seguir defendiendo sus granjerías y sus privilegios.

Me dirijo, sobre todo, a la modesta mujer de nuestra tierra, a la campesina que creyó en nosotros, a la abuela que trabajó más, a la madre que supo de nuestra preocupación por los niños. Me dirijo a los profesionales de la Patria, a los profesionales patriotas que siguieron trabajando contra la sedición auspiciada por los colegios profesionales, colegios de clases para defender también las ventajas de una sociedad capitalista de unos pocos. Me dirijo a la juventud, a aquellos que cantaron y entregaron su alegría y su espíritu de lucha. Me dirijo al hombre de Chile, al obrero, al campesino, al intelectual, a aquellos que serán perseguidos, porque en nuestro país el fascismo ya estuvo hace muchas horas presente; en los atentados terroristas, volando los puentes, cortando las vías férreas, destruyendo lo oleoductos y los gaseoductos, frente al silencio de quienes tenían la obligación de proceder. Estaban comprometidos. La historia los juzgará.

Seguramente Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz ya no llegará a ustedes. No importa. La seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes. Por lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno que fue leal con la Patria. El pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse. El pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco puede humillarse. Trabajadores de mi Patria, tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!

Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición”. Cinco horas más tarde, Allende les dijo a quienes defendían con él La Moneda y la democracia, la dignidad y la posibilidad de un nuevo sistema, que salieran en fila india y se entregaran, que él iría de último. Y sus compañeros, “compañeros”, como los llamaba él, bajaron las escaleras y fueron saliendo, amedrentados por los tanques de guerra y los fusiles y las metralletas de miles de hombres del Ejército y la Marina y por los aviones que volaban por encima de ellos. Eran 50, 70 hombres contra las Fuerzas Armadas de Chile, que se habían sublevado bajo el mando de Augusto Pinochet, uno de los hombres que le había jurado lealtad al presidente.

Pero Allende no hizo parte de la fila. Se quedó en el segundo piso y se escondió, y luego, dijeron y dirían, o lo acribillaron o se metió un tiro. La historia de su muerte dio para variadas versiones que se fueron contradiciendo con el correr de los años. La revista Interviú, en 1985, decía: “Una ráfaga de metralleta disparada a bocajarro puso fin, el 11 de septiembre de 1973, a la vida del presidente constitucional de Chile, doctor Salvador Allende Gossens. Luego, la Junta Militar golpista, encabezada por Pinochet, diría que el mandatario se había suicidado utilizando una metralleta regalo del primer ministro cubano, Fidel Castro Ruz. La verdad, sin embargo, es que Allende fue asesinado fría y premeditadamente por órdenes del propio Pinochet. El encargado del montaje posterior —que comenzó a desbaratarse apenas unas horas después— era un oscuro detective con grado de subcomisario que, pocas semanas antes, había hecho su solicitud de ingreso en el Partido Socialista.

Allende nunca llegó a tener en sus manos, durante el asalto al palacio presidencial de La Moneda, la mencionada metralleta (…). El arma que se ve en manos de Allende es una pistola, aparentemente una ‘Walter PPK’ (…). Muerto Allende, no hubo médico forense para practicar su autopsia ni emitir el informe correspondiente. El encargado de esta tarea fue el subcomisario Pedro Espinoza, quien utilizando una terminología aparentemente legalista habló de la ‘herida de tipo suicida’ del presidente. Nadie, que se sepa, ha podido demostrar que Espinoza tuviera estudios de medicina ni de anatomopatología y, en cambio, sí peritos belgas que han estudiado la información sobre la muerte de Allende han dicho que ‘es evidente que el arma presuntamente usada por el Presidente para su «suicidio», fue puesta allí después de muerto éste’.

Añaden los expertos belgas que, ‘Si efectivamente esta arma se hubiese usado como dicen los informes de la Junta Militar chilena, el estampido habría arrancado la metralleta de las manos del presidente al primer disparo y —puesto que fueron dos las descargas mortales— el segundo habría dado en cualquier otro punto, destrozando su cara y cráneo”. Veintiséis años más tarde, Patricio Bustos, director del Servicio Médico Legal de Chile, afirmaba que “efectivamente se trató de un suicidio como forma de muerte, pero además nosotros realizamos una pericia integral que consideró la verificación de identidad a cargo de odontología y genética forense, y luego la causa de muerte que es por salida de proyectil”. A raíz del informe, la hija del expresidente, Isabel Allende, dijo que “la conclusión es la que la familia Allende tenía. Es decir, el presidente Allende el día 11 de septiembre de 1973, ante las circunstancias extremas que vivió, tomó la decisión de quitarse la vida antes de ser humillado o vivir cualquier otra situación”.

En la mañana del 11 de septiembre, las Fuerzas Militares que lo tenían cercado le ofrecieron a Allende un avión para que viajara a donde decidiera. El presidente se negó a cualquier tipo de arreglo. Según Interviú, “las transcripciones de las conversaciones que el 11 de septiembre de 1973 intercambiaron por radio los militares (publicadas en exclusiva por Interviú n° 539), dejan en claro que los golpistas siempre tuvieron la intención de asesinar al presidente y con él a toda su familia. La idea de ofrecerle un avión a Allende para que, con sus más íntimos, se dirigiera a cualquier punto del globo, era sólo una patraña:

—Que se caiga ese avión... —se le oye decir, claramente, a Pinochet.

—¿Cómo que se caiga?

—Que se caiga, que lo bombardeen, que tenga un accidente... Cualquier cosa, pero hay que matar a ese marxista conchesumadre”.

Los peritos afirmaron que Allende se había suicidado, basados en pruebas que sólo ellos conocieron o que sólo ellos comprendieron. Los opositores de las reglas, las leyes, los códigos y las justicias humanas siguieron creyendo y difundiendo la idea de que Allende había sido masacrado. Su muerte fue mucho más que una muerte. Fue una bandera que enarbolaron unos y otros para acusar al bando opuesto, para obtener votos, para vender. Su cuerpo fue sepultado una y otra vez. Primero en Valparaíso, en una tumba anónima en el cementerio Santa Inés, de Viña del Mar, 120 kilómetros al noroeste de Santiago. Luego, en septiembre, en el cementerio general de Santiago. Más tarde, y aparentemente por fin, en 2011, luego de la exhumación hecha por el Servicio Médico Legal de Chile.

Sus ideas y sus discursos se silenciaron por el régimen de Pinochet, que era el régimen de Richard Nixon, de Henry Kissinger y la CIA, de Rockefeller y los Edwards en Chile, y los empresarios y militares, y se multiplicaron por los comunistas y algunos estudiantes, por los artistas y los anarquistas. Fueron ellos los que recitaron por donde pasaron las palabras de Allende en la Universidad de Guadalajara, dos meses antes de su muerte, que decían: “Y porque una vez fui universitario, hace largos años, por cierto —no me pregunten cuántos—, porque pasé por la universidad no en búsqueda de un título solamente: porque fui dirigente estudiantil y porque fui expulsado de la universidad, puedo hablarles a los universitarios a distancia de años; pero yo sé que ustedes saben que no hay querella de generaciones: hay jóvenes viejos y viejos jóvenes, y en éstos me ubico yo.

Hay jóvenes viejos que comprenden que ser universitario, por ejemplo, es un privilegio extraordinario en la inmensa mayoría de los países de nuestro continente. Esos jóvenes viejos creen que la universidad se ha levantado como una necesidad para preparar técnicos y que ellos deben estar satisfechos con adquirir un título profesional. Les da rango social y el arribismo social, caramba, qué dramáticamente peligroso, les da un instrumento que les permite ganarse la vida en condiciones de ingresos superiores a la mayoría del resto de los conciudadanos. Y estos jóvenes viejos, si son arquitectos, por ejemplo, no se preguntan cuántas viviendas faltan en nuestros países y, a veces, ni en su propio país. Hay estudiantes que con un criterio estrictamente liberal, hacen de su profesión el medio honesto para ganarse la vida, pero básicamente en función de sus propios intereses.

Allá hay muchos médicos —y yo soy médico— que no comprenden o no quieren comprender que la salud se compra, y que hay miles y miles de hombres y mujeres en América Latina que no pueden comprar la salud; que no quieren entender, por ejemplo, que a mayor pobreza mayor enfermedad, y a mayor enfermedad mayor pobreza y que, por tanto, si bien cumplen atendiendo al enfermo que demanda sus conocimientos sobre la base de los honorarios, no piensan en que hay miles de personas que no pueden ir a sus consultorios y son pocos los que luchan porque se estructuren los organismos estatales para llevar la salud ampliamente al pueblo. De igual manera que hay maestros que no se inquietan en que haya también cientos y miles de niños y de jóvenes que no pueden ingresar a las escuelas. Y el panorama de América Latina es un panorama dramático en las cifras, de su realidad dolorosa”.

Han pasado ya 45 años desde la muerte de Salvador Allende. El panorama de América Latina sigue siendo dramático y sigue habiendo cientos de millones de jóvenes viejos que luchan por perpetuar el sistema contra el que él peleó. Su legado, sin embargo, permanece ahí, intacto, casi que intocado, a la espera de otros Allendes. Como cantaba Silvio Rodríguez: “Eso no está muerto, no me lo mataron, ni con la distancia ni con el vil soldado”.

 

Por FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

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