El Magazín Cultural

Póngase moscas

Si esto fuera un cuento, o el inicio de una novela, empezaría a la manera de mi admirado Albert Camus, fechando como en el inicio de “La Peste”. Diría que el 13 de agosto de 2017, Pablo Martínez se despertó, miró su reloj de mesa y se inquietó de que siendo las 8 y 57 de la mañana todo estuviera tan oscuro. Pero como no es cuento ni novela, comenzaré diciendo que esta ciudad es tuerta, que solo tiene un ojo para mirar hacia los bulevares.

Juan Manuel Roca
24 de agosto de 2017 - 02:55 p. m.
Archivo particular
Archivo particular

“La mosca no actúa en tinieblas. No quiere quitar la mirada
 de sus acciones y no cree que debe hacer entonces lo que
 e ruborizaría en pleno día”.
“Elogio de la mosca”. Luciano de Samotasa.

Si esto fuera un cuento, o el inicio de una novela, empezaría a la manera de mi admirado Albert Camus, fechando como en el inicio de “La Peste”. Diría que el 13 de agosto de 2017, Pablo Martínez se despertó, miró su reloj de mesa y se inquietó de que siendo las 8 y 57 de la mañana todo estuviera tan oscuro. Pero como no es cuento ni novela, comenzaré diciendo que está ciudad es tuerta, que solo tiene un ojo para mirar hacia los bulevares.

Luego si podría decir que el señor Martínez, ante el amanecer tan negro, decidió bajar la cortina de su ventana pero antes de hacerlo descubrió que su lienzo estaba recubierto de moscas. Un centenar, al menos. Hizo lo que no debía hacer: descolgar la cortina ataviada de puntos negros y meterla con asco y temor en la caneca de basura. Craso error. Fue como llevar a las moscas a un comedor, a un banquete de coles y restos de pollo, a un festín de miserias. Y es que resulta paradójico, es un mundo en contravía que la enfermedad de los hombres sea la salud de las moscas.

Yo recuerdo que un serio investigador de las moscas, Martin Monestier, entre otros ataques memorables, y los hay a montones, cuenta el de octubre de 1966: “un regimiento de moscas tomó por asalto a Normandía”.

“Invadían casas e iglesias”. Hasta el reloj de la alcaldía, según cuentas, tenía en vez de números, de minutero y segundero, moscas grandes, repolludas moscas. Ocurrió en Normandía, y no eran los aliados desembarcando sino un ejército de esos bichos que según el mismo Monestier “no tienen un mando unificado”.

Prometo que no soy religioso ni gran lector de La Biblia pero repasé las plagas de Egipto: aguas convertidas en sangre, lluvia de ranas, bandas de piojos que según Lautreamont “no servirían para conscriptos pues no alcanzan la talla exigida por la ley”, moscas, uf, otra vez las moscas, úlceras, granizo y fuego, todo contemplado en el Éxodo.

Los primeros en conocer en la ciudad tuerta la invasión de moscas fueron los vecinos del basurero municipal, un vertedero de sobras de los días de una ciudad de 9 millones de habitantes. Un verdadero campus de desperdicios y sobras del banquete urbano.

Los vecinos del botadero llamado Doña Juana, un nombre femenino puesto con saña machista, me dice una amiga, fueron los primeros informados de la invasión de moscas, una tropa díptera que avanzó por la noche como un ejército cauteloso solazado con la tierra prometida: frutas desangradas, verduras podridas, gasas, pañales, vísceras de vacas, caballos muertos y un zumbido que fue haciéndose cada vez más intenso, diga usted la banda sonora de una miríada de bichos, una guerra de guerrillas que empezó por invadir el Sur.

Esta ciudad es tuerta, solamente tiene un ojo para mirar los bulevares, así que la noticia de la invasión mosqueril no produjo en un comienzo gran alarma a pesar de los noticiarios que mezclaban la plaga con la noticia de la próxima venida del Papa.

El alcalde dijo con gran firmeza que estaba creando una fuerza de choque de 60 hombres provistos de insecticidas y matamoscas de anjeo y con todos los aparejos modernos de fumigación para proteger a los ciudadanos. Pero poco a poco, ya en confianza, el invasor sin una severa resistencia avanzó sin timideces desde el Sur.

En la academia de policía General Santander, los agentes intentaban permanecer en formación, firmes, mientras las moscas se posaban en sus párpados y en su gorras, pero desistieron de la hierática postura de estatuaria cuando vieron que al izar la bandera tricolor la tela estaba cubierta de moscas: una bandera negra de mal agüero y de cuño anarquista.

Los pasteleros encarcelaron con redes de alambre las tortas y pastelitos, pero estaban abovedados de moscas.

Un locutor dio la noticia y aprovechó para estrenar un conocimiento que expresó con orgullo: “se trata de una plaga de dípteros”, y saboreó esa palabra, dípteros, con un deleite que podría llamarse insectuoso.

Un profesor de biología y un entomólogo hablaron en cadena sobre la morfología de las moscas. Mientras las espantaban.

Un buhonero pregonaba con un megáfono de puntos negros y blancos la venta de velos, tules, mosquiteros, papeles engomados, matamoscas de plástico.

Un publicista ingenioso acuño una frase en un diario de la capital: “Póngase mosca” y no olvide recubrir toda su casa con una malla que parecerá un soldado medieval, pero esta peste no nos ha abandonado desde el medioevo.

Poco a poco la marejada de moscas enpezó a avanzar hacia el centro y a llegar a las puertas del Senado. Los políticos se echaban la culpa unos otros.

Un loco que se creía presidente vitalicio dijo que esa maldición no era gratuita, que la división en frentes de combate de las moscas estaba diseñada por una mano guerrillera, una mano que atacaba con un arma secreta de las que no entregaron a los veedores de otras naciones. Un coro destemplado gritó: “no más mermelada para las moscas”.

Un boxeador de peso pluma (49 kilos), vió su guante colgado en la pared y lo tomó como un augurio de derrota, pero en verdad el combate fue suspendido por la invasión largamente mencionada.

Cada cual en lo suyo. El hombre que iba a entrar a cine protestó porque el cartel de la película era ilegible, estaba recubierto de moscas negras, verdes y amarilas.

El escultor que acaba de dar su último toque a la escultura de un héroe, se inquietó cuando vio que la nariz aguileña del guerrero servía de pedestal a una mosca tornasolada.

Se cuenta que 50 mil moscas despojaron de las graderías a 30 mil espectadores en el estadio de fútbol. Las mallas de las porterías estaban cundidas de moscas y de huevos de moscas.

La ciudad sin embargo siguió a su ritmo pero era cada vez más audible en los puntos cardinales el zumbido negro. A todas estas el alcalde, muy idóneo y eficaz, gritaba desde un balcón: “¡higiene!, ¡higiene” y mascullaba otra palabra que el ronroneo de las mocas no dejaba escuchar.

Algo inusitado ocurrió a los cinco días de la aparición de las moscas en Doña Juana, a pesar de que inicialmente el suceso ocurría solamente en las pantallas de televisión. Empezó a rumorarse que ya había casos de hospitalización.

La marea llegó por fin a casa del alcalde. El hombre parecía guiarse por un rosario de refranes:

No oía ni el zumbido de una mosca.
Se hacía el que no mataba una mosca.
Sabía que en boca cerrada no entra mosca.
Compraba insecticidas por si las moscas.
Recomedaba a su esposa el papel de mosquita muerta.
Las protestas para él eran mosca en leche.

Cuando alguien le reclamaba por su inercia, el alcalde de la ciudad tuerta miraba desde su altura y entonces exclamaba: ¿y a este, qué mosca lo habrá picado?

Por Juan Manuel Roca

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