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Puerto Candelaria celebró veinte años de trabajo musical

Los veinte años de Puerto Candelaria, agrupación colombiana que trabaja con los sonidos de la cumbia, el rock, el ska, el chucu chucu, así como con géneros propios, como el “jazz a lo colombiano” y la “cumbia underground”, se celebraron con un concierto virtual y con un show de títeres. Presentamos el texto que Juancho Valencia, pianista y director de la agrupación, hizo para los intermedios del espectáculo.

Sergio Ospina Romero y Juancho Valencia
25 de febrero de 2021 - 01:06 p. m.
Los integrantes de Puerto Candelaria son Diana Echandía, Didier Martínez, Eduardo González y Juancho Valencia.
Los integrantes de Puerto Candelaria son Diana Echandía, Didier Martínez, Eduardo González y Juancho Valencia.
Foto: Cortesía

Por: Sergio Ospina Romero

Hay grupos musicales que marcan toda una época, que interpelan profundamente a generaciones enteras y que al escucharlos, una y otra vez, descubrimos inevitablemente aquello que algunos llaman identidad. La mayoría de los libros escolares siguen contando la historia de los países simplemente como una sucesión de reyes o de presidentes, como si el paso de las sociedades por el mundo pudiera reducirse a la gestión de unos cuantos personajes, la mayoría de ellos, a decir verdad, intrascendentes en cuanto a lo que vivimos y sentimos todos los días. La música, en cambio, permea nuestra intimidad y transgrede casi todas las fronteras y los límites que tratamos de imponerle. A menudo, aún después de apagar la música y entregarnos a nuestros pensamientos, seguimos tarareando las canciones, sintiendo su pulso lejano y evocando la genialidad de aquellos que fueron sus artífices. Por ello, a lo mejor sería más efectiva una clase de historia de Colombia que en lugar de estar organizada al tenor de temporadas como la Hegemonía Conversadora, la República Liberal, La Violencia o El Frente Nacional, nos cuente qué ha sido del país al calor o a la sombra de grupos como el terceto Sánchez-Calvo, la jazz band de Anastasio Bolívar, la orquesta de Lucho Bermúdez, Los Hispanos o La Provincia.

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Las dos primeras décadas del siglo XXI han sido intensas y hasta parecerían ser una replica actualizada de su contraparte hace un siglo, cuando el mundo tuvo que asimilar una avalancha de innovaciones tecnológicas —desde las aspiradoras y los aviones hasta los fonógrafos y la radio— y abrazar la ‘nueva normalidad’ del mundo moderno. Igualmente, los últimos veinte años han sido testigos del avance implacable del internet y de la transformación radical de los hábitos que definen la vida cotidiana; y por si fuera poco, ahora estamos atravesando una pandemia que día a día pareciera reinaugurar nuestra forma de ser y vivir en el planeta. La banda sonora de estos últimos veinte años ha sido tan variada como compleja, y a la vez que millones de personas celebran las nuevas formas de hacer y consumir música, otro tanto sigue aferrándose tanto como puede a la música de antaño. Pero si algo ha sido evidente es que la música es indispensable, y como tal, es con frecuencia un reflejo infalible de quiénes hemos sido, quiénes somos y quiénes podemos ser.

En medio de muchas propuestas musicales novedosas que han acompañado el curso de la historia del país en lo que llevamos del siglo XXI, la de Puerto Candelaria sobresale por su originalidad, por la persistencia de una musicalidad sencillamente extraordinaria, y en especial, por su capacidad de convertir en música los dramas más profundos y las peculiaridades más idiosincráticas de nuestra sociedad. La música de Puerto Candelaria es como una buena película, que entre más la repetimos nos cautiva más, se aprecia mejor, se descubren cosas nuevas y sobre todo, se afianza más en nuestro interior, de modo que hasta termina revelando aspectos de nosotros mismos que de otro modo no habríamos podido descubrir. Es como una buena película, pero no es siempre la misma película. Puerto Candelaria acaba de cumplir 20 años y su trayectoria ha sido como la de un ser vivo que cambia con su edad, que vive a plenitud cada temporada, que madura y al que le aguardan muchas sorpresas en el futuro. Al comparar la música del primer disco, Kolombian Jazz, con canciones recientes como ‘Mi Kolombia’, ‘Hecatombe’, ‘Ilógico’, o incluso ‘Amor y deudas’, parecería tratarse de dos bandas completamente distintas. Pero no es así y tampoco es cierto que la música ha cambiado para satisfacer demandas o presiones comerciales. Al contrario, ha sido un organismo musical con vida propia y que ha sido fiel a un proyecto musical único, que no hace concesiones salvo aquellas que dictan la creatividad y la musicalidad inagotables de sus integrantes. Y es que, como suele pasar en los buenos matrimonios, la fidelidad es un asunto de vivir intensamente y de saber cambiar con el transcurrir de los años. Pero Puerto Candelaria está lejos de envejecer y nosotros lejos de cansarnos de su música.

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Lo que viene a continuación es un texto escrito por Juancho Valencia —'el Sargento Remolacha’— y quien ha sido el cerebro musical detrás de muchos de los aciertos musicales de Puerto Candelaria, incluyendo el Grammy Latino que ganaron en 2019. Juancho escribió este texto para el concierto virtual que presentaron el 29 de agosto del 2020 y con el que celebraron los 20 años del grupo. Quienes disfrutaron de aquel concierto recordarán que fue el texto que leían en los interludios a la vez que presentaban una obra de títeres. Podría decirse que es una historia novelada del Puerto de la Candelaria, como llama Juancho Valencia a aquel «lugar imaginario pero a la vez real» donde conviven sus ilusiones y memorias musicales y que nos congrega recurrentemente a tantos. Pero el texto de Juancho es mucho más que eso. Es también una metáfora —escrita bajo el influjo del realismo mágico— no solo del proceso personal y musical de Puerto Candelaria sino, en cierto modo, de la historia reciente y mitológica de nuestro país. Si el Puerto de la Candelaria sobrevivió al Monoloco y a la Sombra, y a partir de aquellas desgracias forjó arte y alegría, millones de colombianos siguen haciendo de tripas corazón para no desfallecer a pesar de las injusticias que no les dan respiro. Al fin y al cabo, como lo dice su canción ‘La Fábula’ justo antes de preguntarse «¿Cómo vivir en mi país yo me pregunto en mi país?»: «Y en esta historia llena de colores solo hace falta algo por contar, y es que nosotros vivimos aquí adentro y de todas formas nos toca continuar».

Por: Juancho Valencia

Reminiscencias estrepitosas y otras aventuras desde el Puerto de la Candelaria

Juancho Valencia

Génesis

Hace mucho tiempo, incluso antes del tiempo mismo, una caravana de errantes aventureros

—cazafortunas exiliados de otras latitudes— caminaban en busca de ese lugar real e imaginario que apareció como una alucinación ante el Sargento Remolacha en plena guerra del Caramanta. Dicen que fue tal el momento epifánico, que el Sargento, en la calentura y bravura del combate, tiró su escopeta al caño y comenzó a tocar el acordeón. Esas melodías sonaban en forma de coordenadas y premoniciones. El Sargento salió caminando hacia el sur sin concluir el enfrentamiento y con la total sorpresa de los dos bandos. El Caballero, un estepario bolchevique que se encontraba en el pelotón contrario, se despojó de su carabina y salió tras las melodías cromáticas que enmudecían las explosiones. Nunca se supo quién fue el ganador de la batalla del Caramanta. Ningún hombre vivió para contarlo.

Años, lustros, vidas más tarde, la caravana desahuciada y a punto de amotinarse fue

estrepitosamente detenida por un alarido marcial del agotado y sediento Sargento:

—¡Hemos llegado!

Clavó su teodolito en la tierra, verificó con sus artilugios y al instante volvió a afirmar:

—¡Hemos llegado!

Después de tres rezos, un conjuro y un par de abrazos, El Caballero sacó de un poema el faro, y lo instaló al frente de un río lento y profundo, a la vez que exclamaba:

—¡Oh faro, sabio y vago, ilumina tanto risa como llanto!

A lo cual El Sargento respondió:

—Esta tierra rojiza, de viento caliente y frutos coloridos existirá mil años y uno más, será hogar de extraños, foráneos, amigos y hermanos; será la vida, será la muerte, será un cantar alegre;

este río y su andar, será nido de amores y desamores; la cosecha y la bonanza, la hambruna y la plaga sucederán bajo el sol del Puerto de la Candelaria.

Consolidación

Con el tiempo el Puerto fue tomando forma. Más viajantes, peregrinos, aventureros, comerciantes de poca monta, monjes politeístas, alquimistas y uno que otro zalamero se fueron aglomerando en el caserío del Malecón de las Delicias. Nacieron lugares como el Cinema Trópico, el Club Panamá, Cantina la Foule y el Bazar de las Fatigas. Pero siempre se recordará la vez que nació el primer niño de la candelaria.

Durante cientos de zafras nunca había nacido nadie, es más, no se sabía cómo lucía una persona con contadas horas de existir. Por eso será siempre motivo de celebración la bienvenida de Diggy Pajarito, insignia de las montañas orientales de la Candelaria.

Fiestas

Si por algo se ha caracterizado este pueblo, ubicado a 150 kilómetros de Macondo, es por sus

festividades. Los carnavales y fiestas paganas siempre han adornado la plaza, el malecón y el bazar de las fatigas. Allí comienza, en la alborada del domingo más largo de cada año (el que se pasa hasta el lunes al mediodía), el desfile marchante del incansable mercader Luca, quien con su estruendoso saxofón guía a los feligreses y entregados al delirio a caminar tras él y sus melodías tribales. Un trance colectivo invade el Puerto de la Candelaria y casi siempre, en la mitad del día a pleno sol, llega la muchedumbre a la plaza donde es recibida por el gigante Rux, primogénito de una pareja de pigmeos que se excedieron en la dosis de aguas bárbaras (remedio que se le da a los niños con mal de hocico antes de la pubertad), y su hijo llegó a medir lo que mide la torre del reloj del pueblo. Luca y Rux son personajes amados en la Candelaria por su música y labores cotidianas, con las que ayudan al pleno desarrollo de todas las celebraciones del Puerto.

Catt

Un día la tranquilidad del Puerto fue interrumpida por la llegada misteriosa de un tipo indescifrable de globo aerostático. Todos especulaban sobre este objeto que se aproximaba a la tierra. De manera espontánea e inexplicable comenzaron a aparecer gatos criollos, y habitantes de las esquinas se ubicaron como en algún tipo de trance o ritual en una circunferencia perfecta que indicaba el punto exacto en que de aterrizaría el objeto aéreo. Este fenómeno sobrenatural sin duda alarmó al pueblo, que al instante murmuró, aclamó y declamó

desesperadamente palabras como “apocalipsis”, “mesías” o “brujería”, y hasta frases insinuantes como “es el fin del mundo”. El Caballero, que se encontraba presente, comenzó a declamar una de sus poesías con tanto ímpetu y dramatismo que generó un aire caótico lleno de miedo:

—El fin es ahora, ahora es el fin insignificantes vidas; muerte eterna no amaste, no creciste, no jugaste solo esperaste el fin; una piedra no muere, ya esta muerta; solo esperaste el fin;

insignificantes vidas, el fin es ahora, ahora es el fin...

Al aterrizar, una pequeña compuerta en la aeronave —que desactivó cierto tipo de sistema hidráulico con un pequeño ruido— dio paso a una mujer.

El Sargento, aun sin dejar de apuntar con su escopeta, pregunta con voz firme:

—¡Bienvenida mujer extranjera al Puerto de la Candelaria, tierra de paz y olor a mango!

Ella, con mesura, se acercó al sargento con un caminado mesurado pero continuo, puso su mano frente al sargento y respondió:

—¡Soy Catt!

La desgracia

Puerto Candelaria y sus alrededores son reconocidos en latitudes lejanas como una sociedad

entregada a la pachanga, la guarapachanga y la dicharachería, principios constitucionales

planteados por sus fundadores. Sin embargo, ningún habitante del puerto con tres dedos de frente, memoria promedio o talón firme, olvida el día de la desafortunada llegada del temible Monoloco.

Se cuenta que este fue el principio de una interminable lucha entre el bien mal hecho y el mal bien hecho. El Monoloco, traficante de plátano maduro y que luego extendió sus telarañas al joropo y el corozo, desencadenó en el pueblo una ola de temor nunca antes vista.

Habitantes huyeron en hordas por el camino viejo hacia los filos inhóspitos; otros, sin fortuna,

quedaron atrapados, y otros más intentaron detenerlo sin conseguir ni siquiera doblegar la

determinación de este hijo de la furia y la mezquindad. Las garras grotescas de este personaje interrumpieron en un instante eterno la tranquilidad rítmica del pueblo. Dos disparos en ayunas, un grito a media mañana, tres broncas antes del atardecer, varios silencios y el ruido mortecino de la maldad arroparon con su abrigo durante varias cosechas las calles y humanos de la perturbada villa.

La sombra

Todo acabará bien, y si no, es porque todavía no es el final. Y si algo malo puede suceder, sucederá. Así lo experimentó este pueblo perdido en el desorden. Solo una desgracia mayor logró que en una sola luna menguante escapara el retorcido Monoloco del Puerto hacia los mares del viento. Solo una pena más honda y torpe logró la hazaña: la sombra.

Ocurrió tres días después del florecimiento de los cachemiros, el día de las promesas. El pueblo no olvidará la lluvia, los vendavales, los zancudos y las lagartijas que vaticinaban la llegada de uno de los misterios más ocultos y aún sin resolver: el misterio de la sombra. Un espectro gigante, de altas zancas, garras frías y ojos vacíos, comenzó a merodear las calles, la plaza y el Malecón. Las personas que eran impregnadas con su aliento decían que se les secaba el respiro, se les ponían verdes los ganglios y sonaban como a matraca. La sombra, a veces en forma de charco, en forma de ruina o matorral, hacía explotar las bombillas de los faroles que iluminaban la plaza. Los habitantes del Puerto por primera vez morían de enfermedades poco conocidas hasta el momento, como el desespero agudo, el secamiento de los chakras y la enfermedad del rumor.

Todo el pueblo, pese al calor y a su carácter claustrofóbico, decidió quedarse en su casa, mientras esta sombra oscurecía todos los rincones del puerto, imposibilitando la vida común y cotidiana.

Renacer

Como muchos de los sucesos impredecibles del Puerto, su gente empezó a acostumbrarse a esa sombra raquítica y pecaminosa. Poco a poco la sombra fue integrada en los actos sociales, primero con distancia, pero lo que al comienzo era temor pronto se convirtió en posibilidad. La sombra se avistaba en casamientos y bautizos, y se le veía a veces escupir las chichas y los viches que le daban en las fiestas solo para verla hacer mala cara.

La invitaban a actos protocolarios, e incluso un día la vieron cabecear al son de la lectura diaria del Sargento Remolacha. Los niños la hostigaban a que pronunciara palabras imposibles para ella, como “mamoncillo”, “Constantinopla”, “cereza” o “pez”, y explotaban a carcajadas al verla tartamudear. Viudos y ermitañas trataban de robarle trozos de su sombra cuando transitaba tranquilamente por el malecón buscando a quien hacerle el mal. Decían que un solo puñado de sombra tenía un poder afrodisíaco inagotable y que, untado en la mañana, era de buena suerte o daba clarividencia. Fue tanta la intensidad del pueblo que el último día de luna menguante del invierno, la sombra decidió desaparecer sin motivos, de la misma forma como tampoco tuvo motivos para aparecer.

De esa noche se recuerda a la sombra pasando el río con sus grandes ancas. Todo el pueblo, en un silencio sepulcral y acompañados de caperuzas y linternas de piedra alumbre, veían ese ser misterioso alejarse. Desde lejos se le notaba la frustración de no cumplir su macabro plan. Esa noche, mientras la sombra se ocultaba en la espesa niebla del mato, se escuchaban los habitantes murmurar:

—¿Por qué se habrá ido?

—¿Acaso no le gustaron los manjares del bazar?

—¿Acaso prefiere músicas menos aceleradas?

—¿Será que el olor a mango la agotó?

—¿Por qué se habrá ido?

—¿Qué le habrá molestado?

—¿Por qué se habrá ido?

Sergio Ospina Romero es profesor en la Universidad de los Andes. Es el autor de los libros Dolor que canta (ICANH, 2017) y Fonógrafos ambulantes (en prensa), y de varias publicaciones que han aparecido en revistas y libros de distintas partes del mundo, varias de ellas sobre tecnologías de reproducción sonora y jazz. Sergio es el pianista y director de Palonegro, un ensamble de música latinoamericana y jazz latino, con el que grabó recientemente el álbum Two Minutes Apart, disponible en todas las plataformas digitales.

Juancho Valencia (2 veces ganador del Grammy Latino en las categorías música clásica y cumbia) es uno de los protagonistas más importantes de la nueva música colombiana, sinónimo de irreverencia musical, sonoridades que siempre sorprenden, mezclas inimaginadas de neotropicalismos, jazz a lo colombiano, sonidos sinfónicos orquestales, vivos y orgánicos, infantiles, rústicos y de vanguardia, que invitan siempre a la reflexión.

Por Sergio Ospina Romero y Juancho Valencia

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CEHJ(93960)25 de febrero de 2021 - 05:11 p. m.
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